En aquella época su madre solía decir que temía el día en que tuvieran que ir a la escuela. Los niños eran tan salvajes y rudos que eran capaces de dejar su ropa hecha harapos mientras recorrían los escasos tres kilómetros que separaban la aldea del aula donde estudiaban. Sin embargo, cuando les llegó el momento de asistir ella se alegró; pues, tras una pausa de cinco años, empezaron a llegar más bebés y a finales de la década de los ochenta había seis niños en la última casa.
Al crecer, los dos hijos mayores adquirieron la costumbre de hacer preguntas a todo aquel que estuviera o no dispuesto a responderlas. ¿Quién plantaba los botones de oro? ¿Por qué Dios permitía que el trigo se echara a perder? ¿Quién vivía en esta casa antes que nosotros y cómo se llamaban sus hijos? ¿Cómo es el mar? ¿Es más grande que el estanque de Cottisloe? ¿Por qué no se puede llegar al cielo en un carro tirado por burros? ¿Está más lejos que Banbury? Y así sucesivamente trataban de orientarse en el pequeño rincón del mundo donde les había tocado nacer.
Esa costumbre de hacer preguntas irritaba especialmente a su madre y los hizo impopulares entre los vecinos. «A los niños hay que verlos sin tener que escucharlos», les decían en casa. Y de puertas para afuera solían oír con frecuencia: «No hagas preguntas y no te contarán mentiras». En una ocasión una anciana le dio a la niña una hoja de una de las macetas del alféizar de su ventana. «¿Cómo se llama?», fue la inevitable pregunta. «Se llama métete en tus asuntos —fue la respuesta—. Y creo que debería darle un esqueje a tu madre para que lo plante en una maceta para ti». Sin embargo, los reproches no conseguirían quitarles esa mala costumbre, aunque pronto aprendieron a quién podían preguntar y a quién no.
De esa manera lograron aprender lo poco que había que saber sobre la aldea y sus alrededores. No necesitaban preguntar los nombres de las aves, las flores y los árboles que veían cada día, pues los habían aprendido inconscientemente; y ninguno de los dos era ya capaz de recordar la época en que no sabían diferenciar un roble de un fresno o un reyezuelo de un herrerillo común. De cuanto sucedía a su alrededor no había muchas cosas que se les escaparan, pues los chismosos hablaban sin tapujos delante de los niños, considerando evidentemente que del mismo modo que no debían hablar tampoco podían oírlos, y, puesto que todas las casas estaban abiertas para ellos y su propio hogar lo estaba a la mayoría de los vecinos, había pocas cosas que pasaran inadvertidas a sus oídos siempre atentos.
La primera cantidad que había que descontar de los diez chelines que ganaban los jornaleros era el alquiler de sus casas. La mayoría de las viviendas pertenecían a pequeños comerciantes de la villa y las rentas semanales oscilaban entre el chelín y la media corona. Algunos jornaleros de otros pueblos trabajaban en granjas o fincas, donde vivían en casas libres de alquiler. Pero la gente de la aldea no los envidiaba, pues «Es obvio —decían— que tendríamos que obedecer en todoo a los patrones o de lo contrario hacer el petate y salir por pies». A su modo de ver, un chelín, o incluso dos, a la semana no era un precio demasiado alto a cambio de conservar su libertad para vivir y votar como quisieran e ir a la iglesia o a la capilla o a ninguna de las dos según les viniera en gana.
Cada casa disponía de un buen huerto bien provisto de verduras y todos tenían su parcela, pero solo tres de las treinta disfrutaban de abastecimiento de agua. Los vecinos menos afortunados sacaban «su agua» de un pozo situado en una parcela vacía en los alrededores de la aldea, cuya casa había desaparecido. No había pozo público ni tampoco fuente, de modo que se veían obligados a conseguir el agua donde y cuando podían. Los propietarios no se hacían responsables del abastecimiento de agua.
Junto a la pared de cada casa cuidadosamente mantenida había una cubeta embreada o pintada de verde para recoger y almacenar el agua de lluvia que caía del tejado. Esto evitaba muchos viajes al pozo cargando con cubos, pues podían utilizar dicha reserva para la limpieza doméstica, para lavar la ropa y para regar los preciosos dones de su huerto. También se aprovechaba para el aseo diario, y las mujeres atesoraban las últimas gotas para ellas y sus hijos. Al parecer el agua de lluvia era buena para el cutis y, aunque no les sobraba dinero para gastarlo en embellecerse, tampoco eran tan pobres como para dejar escapar los escasos medios que tenían a su alcance para tal fin.
Cuando la reserva de las cubetas se terminaba, las mujeres iban al pozo a por agua para beber y para limpiar, ya lloviera, nevara o hiciera sol. Subían los cubos llenos con ayuda de un molinete y los llevaban a casa a hombros, colgados de un yugo. Así eran los agotadores viajes al pozo, que siempre propiciaban el «darse una vuelta por la Colina»; numerosas eran las pausas para descansar e interminables los chismorreos que intercambiaban, cada vez que se detenían para recuperar el aliento con sus grandes delantales blancos y sus chales cruzados sobre los hombros.
Algunas de las mujeres más jóvenes, que llevaban poco tiempo casadas y habían trabajado bien como sirvientas, aún no habían renunciado a la posibilidad de sentirse mejores que las demás y les decían a sus maridos que llenaran de agua cada noche la gran olla de barro de color rojo. Sin embargo, esto era considerado por el resto como «un pecado y una vergüenza», pues, tras un día de duro trabajo, lo que un hombre necesitaba era descansar y no ponerse a hacer «tareas propias de una mujer». Con el paso del tiempo se convirtió en costumbre que los hombres recogieran agua por las noches y no tardó en ser aceptado por todos. Desde entonces, la mujer que seguía «deslomándose» yendo a por agua demasiado a menudo era considerada una traidora a su propio sexo.
En los veranos más secos, cuando el agua de los pozos de la aldea escaseaba, los vecinos se veían obligados a recogerla en el surtidor de una granja situada a un kilómetro de distancia. Los que tenían pozo en su parcela no compartían ni una gota, pues temían que, de hacerlo, también su reserva se agotaría; de modo que cerraban a cal y canto las contraventanas para evitar a sus vecinos.
La única clase de retrete conocida en la aldea solía instalarse en un minúsculo cubículo con forma de colmena situado en un extremo del huerto o en una esquina del cobertizo de la leña y las herramientas, y era comúnmente conocido como «el cuchitril». Ni siquiera era un pozo ciego, tan solo un hoyo excavado en la tierra con un asiento encima, cuyo vaciado a mitad de año obligaba a sellar las puertas y ventanas de toda la vecindad. ¡Lástima que no se pudieran sellar también las chimeneas!
Los «retretes» eran un excelente ejemplo del carácter de sus propietarios. Algunos no eran más que horrendos agujeros, aunque también los había bastante decentes. Otros, que no eran pocos, se mantenían bien limpios, con el asiento restregado hasta quedar blanco como la nieve y el suelo de ladrillos muy gastado. Una anciana llegó incluso a clavar en la pared un pequeño texto como toque de distinción: «Oh, Dios que todo lo ves», algo cuando menos embarazoso para una chiquilla victoriana a la que le habían enseñado que nadie debía verla, ni tan siquiera acercarse, a la puerta del excusado.
En otras letrinas las máximas sanitarias e higiénicas solían garabatearse con lapicero o a tiza amarilla directamente sobre las paredes encaladas. Por lo general eran muestras de sensatez expresadas con cierto afán poético, aunque pocas veces estaban lo bastante bien redactadas como para ser impresas. Valga esta breve y enjundiosa sentencia a modo de ejemplo: «Come bien, trabaja bien, duerme bien y … bien al menos una vez al día».
En la pared de su «casita», la familia de Laura pegaba recortes de periódicos que cambiaban cada vez que se encalaban las paredes, por las que cronológicamente pasaron noticias como «El bombardeo de Alejandría», donde se podía ver una gran nube de humo, fragmentos de metralla voladores y deslumbrantes explosiones; «Terrible desastre en Glasgow: escenas de la tragedia tras el hundimiento del Daphne»; o «El desastre del puente ferroviario del Tay», con la cola del tren oscilando sobre un mar furioso desde lo alto del puente derrumbado. Estos acontecimientos tuvieron lugar antes del auge de la fotografía periodística, de modo que los artistas podían dar rienda suelta a su imaginación. Más tarde, el lugar de honor de la «casita» fue ocupado por «Nuestros líderes políticos», dos hileras de retratos en una sola lámina: el señor Gladstone, con su perfil aguileño y su penetrante mirada, en el centro de la hilera superior; y el afable lord Salisbury, de soñolientos ojos, en la otra. Laura adoraba ese recorte porque en él también estaba lord Randolph Churchill, que