Riku desde los infiernos. Roberto Carrasco Calvente. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Roberto Carrasco Calvente
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788416164066
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      Entre clase y clase salgo al osteón. Nadie entendería esta broma a pesar de que la definición viene en el libro de Biología.

      La unidad estructural del hueso es el OSTEÓN o sistema haversiano, compuesto de láminas concéntricas (lamelas) de matriz mineralizada rodeadas de un canal central que contiene vasos sanguíneos y fibras nerviosas. No hay paso de colágeno entre un osteón y otro, los cuales se unen a través de una substancia cementante.

      Que por qué llamo osteón a la barandilla en la que me apoyo para observar a los demás quizás sea más comprensible viendo el dibujo que acompaña a esta definición.

      Es obvio que el constructor del instituto se basó en uno de ellos para crear el balcón que se eleva sobre las cabezas de los alumnos de ESO y desde el que los de Bachillerato respiramos aire y soñamos con un mundo mejor fuera de esas feas paredes. Al otro lado del osteón hay una copia de todo excepto de mí porque yo soy solo y uno. Son sombras sin nombre, rostros que cargan con la ignorancia y los granos que conllevan la edad. Allí también hay líderes que humillan a los empollones, a los raritos y a los locos. Julieta me preguntó en una ocasión que por qué no me integraba con ellos. Que ya que no hacía amigos en mi clase, que por qué no cruzaba e intentaba conocer a los de 1ºD. ¿Acaso yo le pedía a ella que subiera al Everest, que saltara desde la Torre Eiffel, que dejara de comportarse como si pudiera llegar al centro de mis problemas? Todas ellas eran misiones imposibles. Envié el consejo a la papelera de reciclaje de mi cerebro y ahí lo dejé. Debería haberlo eliminado del todo para así no conocer a Isidoro. No, no voy a escribir más poemas sobre él. Ni siquiera le voy a dedicar esta historia. Lo cierto es que lo vi asomado en su hemisferio de osteón correspondiente y lo primero que pensé era que yo no quería acabar solo como el príncipe Makai. Y que si bien el príncipe Makai esperaba tener una mujer a su lado, a mí las mujeres no me gustaban. Isidoro me clavó sus ojos de gato en el pecho, sonrió y me hizo correr de vuelta al interior de la clase, como un gazapillo aturdido que, tras el ataque de un lobo, retorna a su madriguera.

      A cuarta hora, Leo me pidió que me quedara. Leo es el profesor de literatura, dice que tengo madera de escritor y pretende compensar su carrera frustrada llevándome hacia la luz. Es gordo y tiene pinta de solterón que no se lava a menudo. No me gustaría que mi primera vez fuese con él, pensé, aunque si no me quedara más remedio lo aceptaría porque al menos lo haría con alguien que sabe quiénes son Verlaine y Rimbaud.

      –Riku, estoy leyendo los relatos para la web y ando desbordado. ¿Qué te parece si me echas una mano?

      No dije nada. Soy muy tímido con mis superiores. Por dentro, estaba deseando leer qué tenían que decir el resto de mis compañeros. Aunque sabía que la mayoría sería basura, tenía la esperanza de encontrar a mi alma gemela entre los numerosos relatos.

      –Tranquilo, que nadie se tiene por qué enterar, si es eso lo que te da miedo. Pensé que te gustaría.

      –Sí. Pásame algunos.

      –Perfecto. Toma –me dijo rebuscando en su mochila. Sacó un puñado de folios y me los entregó–. Ya me dirás qué te parecen.

      Me preguntaba cómo se llamaría el chico de los ojos de gato, el que me había arañado con la mirada, y si su relato estaría entre los que devoraría aquella misma tarde. La respuesta no tardó en llegar. Y cuando lo hizo, recuperé el consejo de Julieta y fui a su clase a hacerme su amigo.

      Un sueño hecho realidad, por Isidoro Durán. 1ºD

      Frente a la puerta cubierta de polvo y marcas de dedos del cuarto C se oyó un golpe. Pero no un golpe de martillo ni un golpe del que solían dar las puertas del ascensor cuando se quedaban atrancadas. Al final, lo de arreglar el ascensor siempre se posponía porque, teniendo en cuenta el estado del edificio, era lo que menos urgencia tenía. Marcos salió de su apartamento no porque fuera uno de esos vecinos paranoicos a los que les preocupara un golpe ni uno de esos cotillas a los que un golpe les excitara. Simplemente oyó el golpe coincidiendo que salía a bajar la basura. Ya iba siendo hora y, como se descuidara, tendría que pasar veinticuatro horas más con los apestosos restos de pollo en el cubo. Sobre el linóleo verde del pasillo, yacía un cuerpo. Era una chica, aparentemente muerta, y posaba bocabajo, con el culo ligeramente levantado como si quisiera decirle “Métemela así, que me entra mejor”. Menudo golpe, pensó Marcos. Menudo golpe de suerte. Se agachó para tomarle el pulso. No era médico, enfermero ni nada parecido, pero lo había visto en muchas películas y era de lógica que si notaba que le palpitaba el corazón, es que seguía viva. Por una milésima de segundo, o quizás algo más, se preguntó que, si por un casual siguiera la chica con vida, él tendría cojones de rematarla. Si eso lo convertiría en un asesino. Si al que remata a un ciervo que agoniza en mitad del bosque se le puede considerar un cazador. Se tranquilizó al comprobar que, efectivamente, a la chica no le latía el corazón. Ni respiraba. Nadie podía garantizarle que no hubiera nadie al otro lado del A o del B mirando a través de la mirilla, espiando, anotando sus pasos para luego contarlo a la policía. Estaba dando por hecho que vendría la policía y a lo mejor nadie denunciaba la desaparición de la chica antes de que él la hubiera devuelto al pasillo. Porque Marcos no era ningún asesino, ningún psicópata, pero cómo decir que no a comer en un bufé libre. Cómo decir que no a jugar un poco con aquella chica si en sus más lúbricas fantasías nunca hubiera podido ocurrir algo tan perfecto. Siempre había querido hacérselo con una muerta. Era una idea que le había obsesionado desde la adolescencia, poder acercarse a una mujer, sin temor, sin miedo a que se riera de él, a que le recriminara su manera de vestir, de hablar, de andar o el tamaño de su polla. Porque, aunque digan que no, al final las mujeres se van con el que la tenga más grande. Una muerta se portaba bien. Era, en cierta manera, como hacerlo con una virgen o con una niña. Pero mucho mejor, porque luego no se chivaban.

      Marcos era un tío normal. Un soltero que a veces se iba de putas y otras de cañas con los amigos. Una vez le dijo a una puta que jugaran al necrófilo y ella aceptó pero sin ganas. Y se le notaba, se le notaba que no era natural, que no podía quitar esa mueca de la cara, la mueca de “este tío está zumbado” y eso le molestó tanto que, de un empujón, la tiró de la cama, se subió los pantalones y cuando ella le gritó llamándolo hijo de puta y pervertido y no sé cuántas cosas más, él le dio un puntapié en la cara para que se callara. Había tenido novias, claro que sí, pero todas habían sido unas perdedoras. Unas perdedoras de pelo sucio y dientes amarillos, con granos en la cara y buenas notas en clase. Las más guapas no se acercaban a él ni acababan la carrera. Se casaban en segundo o en tercero con algún empresario y dedicaban el resto de sus vidas a ponerse gordas, a criar niños y a pulir sus cornamentas con buenas cremas y buenos viajes. Las perdedoras conseguían becas y doctorados y puestos en los departamentos de Literatura o de Matemáticas o de Historia. Y él tampoco quería una mujer así, una que se creyera especial por tener un trozo de papel que dijera que era una doctora o una periodista o una bióloga. Por eso prefería estar solo. Por eso prefería salir de cañas con los amigos o ir de putas. O follar con una desconocida que se había desplomado frente a su puerta. Después la dejaría de nuevo en el pasillo hasta que alguna vecina la descubriera. Pero eso sería después, porque primero tenía un sueño que cumplir. Sabía que tarde o temprano tendría suerte en la vida. Lo había sabido desde pequeño, y sí que había tardado el puto destino en hacerle caso, que ya habían pasado más de treinta años aguantando lo puta que es la vida, pero por fin le tocaba a él un trozo del pastel. Cogió a la muerta de los tobillos y la arrastró hasta su piso. Una vez dentro, cerró la puerta y echó el pestillo. La dejó un rato en el descansillo mientras tomaba aire. Una vez recuperado, le dio la vuelta para verle la cara. Era guapa. No le hubiera importado que hubiera sido fea, desde luego que no, pero ya que era guapa, pues mucho mejor.

      3. DIBUJO TÉCNICO

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      Era él, no había duda de ello. Si estuviésemos juntos sería en una cabaña junto a un