Unos meses antes de venir había empleado casi todo mi tiempo en leer libros de un mismo escritor. Portbou era tan solo un escenario colateral de esa extraña trama que se escondía detrás de una muerte. No digo que no tuviera algunas anotaciones sobre el lugar, pero eran tan vagas, tan imprecisas, que apenas pensaba tomarlas demasiado en cuenta. Me servían simplemente como punto de partida. Algunos datos indispensables para moverme los primeros días, sólo eso. Lo interesante del asunto es que, a medida que pasaban los días, fui descubriendo que el motivo principal de mi viaje iba variando, que había ido a Portbou siguiendo la pista de un autor muerto y que, en su lugar, me había encontrado con un pueblo. Eso es lo que escribí en las páginas de mi diario y eso es lo que recuerdo ahora. En el fondo, en esto consiste rastrear en las cosas, en seguirle la pista a algo y, tiempo después, dejarlo a un lado, porque siempre existen tantos matices que envuelven a lo que andábamos buscando que, llegados a un punto, todo lo que hay alrededor tiene una mayor relevancia, un significado más amplio incluso que el enigma que nos habíamos propuesto resolver. Me refiero a esas capas que hay que traspasar antes de llegar a la resolución del caso, todo lo que orbita en torno a él y que, de alguna forma, nos aclara mejor lo que ha sucedido. Tengo anotado un fragmento en mi cuaderno que resume perfectamente esta idea. Lo escribí algunos días antes de mi llegada a Portbou, mientras leía uno de los libros del autor que me había conducido a este punto del mapa: «Quien sólo haga el inventario de sus hallazgos sin poder señalar en qué lugar del suelo actual conserva sus recuerdos se perderá lo mejor. Por eso los auténticos recuerdos no deberán exponerse en forma de relato, sino señalando con exactitud el lugar en que el investigador logró atraparlos». Retengo ahora la última frase: señalar con exactitud el lugar donde atrapamos nuestros hallazgos. Identificar todas las huellas, todas las trazas, porque en una de esas líneas se encuentra una verdad diferente, una verdad complementaria que abandona su condición marginal y se convierte en una premisa indispensable. Algo que no habíamos previsto en el inicio de nuestro viaje y que al tenerlo frente a nosotros sabemos que por fin hemos encontrado algo.
Por eso no esperé mucho tiempo en volver a la estación internacional de ferrocarril. Lo hice poco después de que Teresa me hablara de ella. Subí a la estación directamente, sin detenerme en otros lugares más próximos a la oficina de turismo y sin hacer una parada en algún café a mitad de camino. Teresa me había prestado un libro sobre la historia de Portbou y me había marcado el capítulo en el que se explicaba el origen de la estación. Quise leerlo antes de subir. El capítulo era muy breve, como todo el libro. Apenas llegaba a las cien páginas. Además, casi un tercio lo ocupaban fotografías antiguas, al lado de algunas tomadas en fechas más recientes que servían de contraste para que el lector fuera capaz de advertir la prosperidad del pueblo. Como si unas cuantas fotos lograran sustituir la imagen real que teníamos delante, sin la impostura de la cámara.
La estación me parecía la misma que el día de mi llegada. Aunque la visitara en horas distintas, diría que siempre me resultó idéntica. La misma luz, la escasa claridad que se filtraba desde el exterior, el mismo ajetreo. Una atmósfera semejante la cruzaba de uno a otro extremo, más allá del momento exacto en que me encontrara. El techo acristalado, lleno de arcos, con una compleja red de hierros entrecruzados, me recordaba a un laberinto del que parece imposible escapar. Su estructura abovedada, sus innumerables puertas que se alargaban hasta perderlas de vista, su forma de desplegarse como un túnel perforado en mitad de una montaña, todo eso me generaba una sensación de atemporalidad, como si nada de lo que allí sucediera fuera completamente real.
El reloj que sobresalía de la pared se había detenido a las cuatro. Tengo anotada la hora en la libreta, las doce en punto, pero el reloj no se movía de las cuatro, ni el primer día que subí, ni los días sucesivos en los que me acercaba tan solo para comprobar si lo habían ajustado a su hora exacta. Verlo así, detenido, me hizo recordar un viaje a Kalavrita, un pueblo situado en el norte del Peloponeso. También allí había un reloj que se había detenido, a las dos y treinta y cuatro exactamente. Una hora que se quedó marcada para siempre en la torre y que, al mirarlo, nos hace retroceder al momento en que el edificio fue incendiado. El reloj funciona como el recordatorio de uno de los sucesos más terribles de la Segunda Guerra Mundial: el 13 de diciembre de 1943, una parte de la población de Kalavrita fue masacrada por el ejército nazi.
Es el mismo reloj, pienso ahora, aunque en uno exista una voluntad por detener el tiempo y en el otro no sea más que un simple fallo mecánico. Es el mismo porque ambos relojes, fijados en horas distintas, nos hablan del pasado. Por mucho que pretendan abolirlo, su presente estará siempre marcado por un intervalo concreto. Un tiempo que al detenerse también nos detiene, mientras hace perdurar en nosotros una hora lejana en la que anida alguna respuesta. Son esas huellas que adoptan una apariencia de proximidad, esos rastros casi imperceptibles, los que nos ayudan a destilar lo que tenemos delante y nos explican a su manera lo que ha sucedido. El que cruza la estación de Portbou sabe que en ella hay algo que no calla, un silencio que reclama el nombre de lo que vivió allí, lo que perdura en ese lugar a pesar de los años, como un río subterráneo que necesita otro badén antes de que se desborde todo el caudal de agua. Una corriente oculta que agrieta el suelo lentamente, mientras lucha por emerger de nuevo. Su amenaza es la misma que la memoria. En ella también hay recuerdos que nos asaltan sin previo aviso, aunque los creyéramos olvidados en el fondo de un lago.
Quien camina de un lado a otro de la estación de ferrocarril sabe que alguien le persigue y que esa persecución no concluirá nunca, a menos que sea capaz de atravesar algún túnel y consiga abandonar el pueblo. Una sensación de clandestinidad que se filtra en cada uno de los rincones, en cada una de las calles y vías, como si todo formara parte de una terrible amenaza. Como si, en lugar de simples viajeros, fuéramos prófugos que intentan huir de un gran ejército que lleva tiempo siguiéndonos los pasos.
Tal vez haya un exceso de imaginación en todo esto, una acumulación de libros leídos y de películas, imágenes previas de las que resulta imposible sustraerse. Una asociación de ideas que solo adquiere una dimensión lógica dentro de nosotros. Quizás no haya nadie tan preocupado por estas cuestiones mientras baja del tren y cambia de vías. O vuelve al pueblo desde Barcelona. Posiblemente yo fuera el único al que le asaltaran ese tipo de dudas, de sospechas. Imagino que los habitantes de Portbou tienen tan interiorizado ese trayecto que apenas signifique nada estar dentro de una estación como esa. Un lugar de tránsito, poco más. Tal vez no deba sorprenderme esa situación. Al fin y al cabo, fui a Portbou buscando a alguien que estaba siendo perseguido por un ejército. Por eso no es tan extraño que yo, en ese lugar y a esa hora, también me sintiera amenazado. A veces resulta extremadamente complicado liberarse de todas las fases previas, de todo lo que nos han narrado y de las imágenes que habíamos visualizado antes de encontrarnos frente a ellas.
En ese lugar yo también era Hannah Arendt, Agustí Centelles o Alma Mahler. Y era, también, Walter Benjamin.
VI
Recordé una frase de W. G. Sebald mientras leía el capítulo que me había señalado Teresa. Estaba sentado en el Zambile, un bar que encontré a pocos pasos de la estación. En frente de la terraza, un estanco frecuentado por bastantes clientes, sobre todo franceses que bajaban a Portbou a comprar cajetillas de tabaco.
Me había pedido un café y tenía abierto uno de los cuadernos, por si tenía que apuntar alguna cosa. La frase de Sebald que anoté era esta: a partir de cierto tamaño, todos los edificios llevan el germen de su propia destrucción. Eso es lo que pensé cuando levantaba la vista y veía la estación internacional de ferrocarril. Una construcción desproporcionada, demasiado grande para un lugar tan pequeño, al menos si tenemos en cuenta el número de viajeros que la usan. Los habitantes de Portbou emplean una frase que describe perfectamente las enormes dimensiones de una instalación como esa. Portbou, dicen, no es un pueblo que tenga una estación, sino al revés: es la estación la que tiene un pueblo construido a su alrededor.
Puede que durante los primeros años de funcionamiento su actividad fuera mucho más frenética de lo que es hoy. No lo sé. Su condición fronteriza o su proximidad con la costa pudieron ser dos de los estímulos