La ayudó a levantarse. Tenía la palma áspera y callosa. Cálida.
—Gracias —murmuró—. Haré todo lo que pueda por no decepcionar a tu familia.
—Sé feliz aquí. Por ahora, con eso bastará.
Se la quedó mirando, con el rostro velado por las sombras. No la había soltado. La mano de Hannah, dentro de la suya, parecía un pequeño animalillo en busca de consuelo y seguridad.
De repente se dio cuenta de que estaba temblando. Judd le soltó la mano y retrocedió un paso.
—Pareces cansada. Ha sido un largo día para ambos. Vamos, te acompañaré a tu habitación.
Judd descolgó un farol de la puerta y la guió escaleras arriba, al primer piso. Las puertas de los dormitorios estaban cerradas. El suyo estaba a la izquierda; el de ella, a la derecha.
—Necesitarás esto —después de abrirle la puerta, le entregó el farol—. Recuerda, si algo te asusta o te preocupa, sólo tienes que llamarme. Estaré aquí al lado.
—Tranquilo. Gracias por todo, Judd.
Se quedó durante unos segundos mirándola, con la luz del farol parpadeando sobre sus rasgos. Era su marido. Aquélla era su noche de bodas. Hannah experimentó una sensación de irrealidad. Quizá al día siguiente, cuando se despertara, descubriera que todo aquello no había sido más que un sueño…
Quizá al día siguiente recibiera carta de Quint, y todo volviera a estar bien…
—Que duermas bien, Hannah —volviéndose, se metió en su dormitorio y cerró la puerta. Hannah hizo lo mismo. La luz del farol proyectaba extrañas sombras sobre el papel de pared. Podía oír a Judd al otro lado, cruzando la habitación, quitándose las botas, abriendo y cerrando un cajón.
Y él debía de oírla a ella igual de bien, se recordó mientras se desnudaba y se ponía su camisón de franela. Incluso podría oírla cuando usara su retrete. Necesitaría tener cuidado con cada ruido que hiciera.
Apagó le vela del farol y se arrebujó bajo las sábanas. Después de tantos años de haber dormido con sus hermanas, Hannah se sentía como perdida en la inmensidad de aquella cama. Estiró brazos y piernas, tocando las cuatro esquinas a la vez. La sensación de vacío resultaba aterradora.
Estaba agotada después de un día tan duro, y sin embargo le costó conciliar el sueño. La cama era demasiado blanda, la habitación demasiado silenciosa. Echaba de menos el rumor de la respiración y el cálido aroma de sus hermanas durmiendo a su lado.
Finalmente se quedó dormida. Tuvo un sueño inquieto, plagado de imágenes deslavazadas: el tren llevándose consigo a Quint; Edna Seavers dando órdenes a Gretel; los sombríos ojos grises de Judd y sus manos grandes, llenas de cicatrices; bebés con alas flotando sobre una luna llena…
Un sonido la despertó. Se sentó rápidamente, escrutando la oscuridad mientras su cerebro se despejaba. Cuando ya se había despertado del todo, volvió a oírlo: un gemido lastimero salpicado de jadeos y palabras susurradas.
—No, oh, Dios, no…
—¿Judd?
Se levantó de la cama para acercarse a la pared que separaba las dos habitaciones. Pegando la oreja, escuchó el ruido de un cuerpo al agitarse. Los gemidos y exclamaciones ahogadas continuaban.
—¿Judd? —golpeó suavemente la pared. Había oído que había hombres que volvían de la guerra padeciendo horribles pesadillas. Si eso era lo que le estaba sucediendo a Judd, podría ser peligroso despertarlo. En todo caso, sería una imprudencia entrar en su habitación.
Golpeó de nuevo la pared, más fuerte esa vez, pero Judd no dio señal alguna de haberlo oído. La noche que le había propuesto que se casara con él, le había dicho algo sobres sus fantasmas personales. ¿Se habría referido a eso?
Sin saber qué más hacer, esperó pegada a la pared. Hacía una noche cálida, pero ella estaba temblando. ¿Sería peligroso? ¿Podría hacer algo para ayudarlo? ¿Se atrevería? Algo duro y pesado, quizá la mesilla de noche, cayó al suelo. Luego, bruscamente, se hizo el silencio. Volvió a golpear la pared.
—Judd, ¿te encuentras bien?
—Sí, sí —gruñó—. Una pesadilla, eso es todo. Ya te dije que las tenía. Sigue durmiendo, Hannah.
—¿Puedo ayudarte en algo?
—¡No!
Su tono enfático la disuadió de seguir insistiendo. Todavía temblando, volvió a acostarse. Esperó que Judd hiciera lo mismo, pero escuchó el rumor de sus pasos en la habitación y el tintineo de la hebilla de su cinturón: se estaba vistiendo.
Momentos después oyó abrirse y cerrarse la puerta y el taconeo de sus botas en la escalera.
Cinco
Para el amanecer del día siguiente, Hannah ya estaba levantada y vestida. Pero no había señal alguna de Judd. Su cama estaba hecha, su despacho envuelto en silencio. Sólo cuando vio la esquina de un billete asomando debajo del escritorio que había en la mesa, recordó la promesa que le había hecho de que le dejaría algún dinero en efectivo.
Había sido un gesto de gran generosidad, pero Hannah no podía permitirse aceptar ese dinero. Después de esconder bien el billete, cerró la puerta del despacho y abandonó la habitación.
Cruzando el porche, salió al patio. Lo primero que advirtió fue la ausencia del potro negro de Judd en el corral. Los mozos habían acabado de desayunar y estaban ensillando sus monturas. Dos hombres llevaban las mulas a la carreta. Hannah pensó en preguntarles a qué hora se había marchado Judd y por qué había salido tan temprano. Pero entonces recordó que era su esposa. Aquellos hombres habrían dado por supuesto que habían pasado la noche juntos.
Los hombres la saludaron tocándose su sombrero y montaron en sus caballos. De pie en el porche, vio cómo se alejaban hacia el prado donde el ganado esperaba a ser conducido a los pastos del norte. Gretel estaba trabajando; podía oírla limpiando y rascando el hollín del horno de la cocina de carbón. Algo le dijo que la mujer no acogería de buen grado su oferta de ayuda.
Pal, el perrillo de lanas de Quint, se acercó tímidamente al porche. Sentándose en los escalones, Hannah lo abrazó y hundió la cara en su espeso pelaje.
—Tú también lo echas de menos, ¿verdad, chico? —susurró.
Pal agitó alegremente el rabo y le regaló una cariñosa lametada. Hannah suspiró. Al menos tenía un amigo en aquel lugar.
Llevándose al perro, atravesó el patio y encontró el sendero que llevaba por entre los sauces hasta el lugar donde el arroyo se arremansaba en una charca. Los mirlos revoloteaban entre los juncos. Una rata de agua trazó una lenta estela en la calma superficie de la poza. Hannah se sentó en un tronco caído. Con una mano apoyada en el lomo del perro, se dedicó a admirar el color cambiante del cielo, del rojo fuego al azul aguamarina.
Quint y ella habían ido allí muy a menudo, de adolescentes. Un lugar secreto donde habían compartido sueños y confidencias. Sentados en aquel mismo tronco, habían saboreado sus primeros besos, apenas un roce de labios, antes de sucumbir a la pasión…
Una lágrima resbaló por su rostro. Durante años había soñado con convertirse en la esposa de Quint, y ahora era como si todo hubiera salido al revés. Se había convertido en la señora Seavers. Pero estaba casada con el hermano de Quint.
Levantándose, desanduvo el camino hasta el corral. Los hombres se habían llevado la mayoría de los caballos, pero habían quedado unos pocos, que en aquel momento estaban comiendo su primera avena del día. Los dos enormes percherones que tiraban de la carreta del heno estaban al lado de la valla: ambos parecían ansiosos de recibir su