–¡Para! –oyó que le decía y, de mala gana, abrió los ojos. Se encontró con que lo miraba incrédula–. Nada de todo esto tiene gracia.
–Te equivocas. No sabes cuánto –contestó, levantándose. Ver cómo pasaba de la irritación a la preocupación volvió a provocarle la risa. Siempre había sido una mujer inteligente.
Se acercó al ventanal y se guardó las manos en los bolsillos. Así, a lo mejor, dejaba de desear tocarla.
–Muchos hombres más grandes y más fuertes que tú han intentado derribarme. ¿No te parece divertido que una mujer de apenas metro sesenta logre lo que ellos no han podido? A mí, sí.
–He entrenado defensa personal –contestó, y eso le hizo perder las ganas de reír, porque estaba clara la razón por la que había querido aprender.
–Yo, también –contestó, aunque él lo había aprendido por la vía dura.
Cuando accedió a declararse culpable, su abogado le dijo que iría a una cárcel de mínima seguridad, la clase de lugar a la que llevaban a los delincuentes de guante blanco. Pero fueran como fuesen, los delincuentes eran eso, delincuentes, y a ninguno le gustaba tener a un asesino entre ellos, menos aún a uno famoso, que había accedido a una sentencia menor gracias a sus influencias.
Tampoco ayudaba el hecho de que la historia de la muerte de Blaine y su rápida confesión apareciera en todas las redes. Y su negativa a hablar sobre lo ocurrido fue como echar leña al fuego. Se había limitado a decirle a su abogado que adujera que había sido un accidente. Pasaron meses antes de que los periodistas dejaran de perseguirlo.
–¿Por qué lo hiciste?
Sabía exactamente qué le estaba preguntando, pero prefirió fingir que había malinterpretado la pregunta.
–¿El qué? ¿Matarlo? Creo que es obvio. En realidad no pretendía matarlo. Por eso no me acusaron de asesinato.
Debería haber sabido que Piper no iba a dejar que se fuera de rositas con esa respuesta.
–Ya sabes que no me refiero a eso. ¿Por qué reconociste la culpabilidad? ¿Por qué no me dejaste que le dijera la verdad a la policía? Ni siquiera me interrogaron. ¿Qué les dijiste? ¿Por qué te negaste a verme y a hablar conmigo?
Con cada palabra, la voz de Piper había ido creciendo en intensidad hasta acabar rebotando en las librerías que los rodeaban. Si no tenía cuidado, todo el mundo abajo la oiría, y los años que había pasado encerrado no habrían servido de nada.
Se acercó a ella solo con la intención de pedirle que bajara la voz, pero el fogonazo de miedo que vio en sus ojos no le pasó desapercibido, y se detuvo antes de llegar a su lado.
–No habría supuesto ninguna diferencia –le dijo, consciente de que el calor que emanaba de su cuerpo le estaba haciendo hervir la sangre.
–Eso es una tontería. Lo habría cambiado todo. ¡Me estabas defendiendo!
–Lo maté –sentenció–. No tenías por qué volver a contar el horror por el que te hizo pasar delante de su padre y de su madre, así que daba igual.
–¡A mí no me daba igual!
Pero no lo bastante para… no. No iba a terminar ese pensamiento. No había querido que saliera en su defensa. No había querido que tuviera que sufrir más.
–Y luego, me dejaste completamente fuera. Eras mi mejor amigo, Stone. La persona en el mundo a quien le contaba todo.
–No todo –la corrigió.
–¿Por qué no me dejaste que te fuera a visitar? –contraatacó, después de un segundo de silencio–. Que estuviera ahí para ti, igual que tú lo estuviste para mí.
No había comparación, y de ningún modo iba a permitir que lo viera como estaba aquellos primeros meses, magullado y medio roto. También se había negado a que lo viera su madre, aunque seguramente eso Piper no lo sabía. La única persona a la que había permitido que lo visitara era su padre, y solo porque le había arrancado la promesa de que no le revelaría a nadie cómo se encontraba. Era la primera vez que lo trataba como a un hombre y no como a un muchacho. Quizás fuera la primera vez que había sido de verdad un hombre.
–Mira, Piper, tú no tenías por qué acercarte a ese lugar.
–Tú tampoco –espetó, la viva imagen de la infelicidad y la pena.
–Se acabó –resumió, encogiéndose de hombros–. Es historia. No hay por qué diseccionarlo ahora.
–Diseccionar el pasado es lo que hago para ganarme la vida como psicóloga –se explicó con la sonrisa más triste del mundo–. ¿No lo sabías?
Sabía perfectamente a qué se había dedicado aquellos años. Su padre le había puesto al corriente de todo aquel que le importaba.
–Aunque te diera la razón, que no te la doy, ¿qué hay de las cartas que te escribí y que tú me devolviste? ¿Eh?
Stone intentó no fijarse en que, al cruzar Piper los brazos, los senos se le habían subido bajo el vestido. O en cómo el tejido brillante le dibujaba la cadera que había ladeado exasperada. La erección que pugnaba detrás de los pantalones era bastante inconveniente.
Si fuera un hombre más débil, intentaría convencerse de que aquella reacción física tenía más que ver con el tiempo que llevaba sin disfrutar de las suaves curvas del cuerpo de una mujer. Pero sería una mentira, y procuraba no mentir nunca, sobre todo a sí mismo. Su reacción solo tenía que ver con la mujer que tenía delante porque era algo contra lo que llevaba luchando desde los dieciséis para no poner en peligro la amistad que tanto significaba para él. Y después… después, no la había merecido. Seguía sin merecerla.
Intentó encontrar algún centímetro más en aquellos condenados pantalones de esmoquin, pero por mucho que se moviera, aquella prenda parecía estarle estrangulando.
–¡Stone!
Sí, las cartas.
–No quería leerlas, así que te las devolví.
De no haberse encontrado sometido a aquella tortura, habría encontrado un modo más sutil de responder, pero ser franco podía ser la mejor solución a largo plazo.
Desde el minuto en que puso el pie en casa de sus padres, supo que, en algún momento, tendría que enfrentarse a Piper. Obviamente, tenía preguntas, mucha ira y nunca había rehusado enfrentarse a un desafío, pero llevaba días temiendo aquel encuentro.
Quizás aquellas palabras fuesen el empujón que los sacaría a ambos de la tristeza, que pondría punto final a aquella tortura porque, pasara lo que pasase, no podía tener a Piper en su vida.
Si ella no veía a un monstruo al mirarle, él sí. Y no solo por lo que le había hecho a Blaine, sino por todo lo que había hecho desde entonces. Y lo que no. Su vida se había congelado diez años atrás mientras que la de Piper había florecido. Había alcanzado el éxito. Había luchado contra los efectos secundarios de lo que había tenido que pasar, y estaba muy orgulloso de ella por haberlo logrado, pero no quería ser un recordatorio constante para ella, y no tenía ni idea de cómo impedirlo. ¿Cómo podía estar en la misma habitación que él y no volver mentalmente a aquella noche?
Ya había pasado bastante, y no podía ser la fuente de más dolor para ella, de modo que herirla en aquel momento era el mejor modo de evitar que hubiera más tristeza.
Sus palabras la atravesaron de lado a lado, aunque no era más de lo que se esperaba. ¿Qué otra explicación podía haber? Obviamente la culpaba de que su vida se hubiera convertido en un infierno. Nunca habría estado en la cárcel de no ser por ella.
Movió la cabeza e intentó respirar hondo. Perder la compostura en aquel momento no serviría de nada y lo miró en silencio durante varios segundos.
Ya