Al principio querían que nosotros nos mantuviéramos por nuestra cuenta. Pero existe lo dicho en la Convención de Ginebra. Yo lo sabía, muchos lo sabíamos. Así que el gobierno mexicano tenía que darnos techo, darnos de comer y preservar nuestra salud. Que se jodan. La verdad no nos peleamos mucho con ellos. No son más que un puñado de guardias, igual de jodidos que nosotros. Así que los hicimos a nuestro modo. No nos va mal. No, no es como Barcelona. No comemos vieiras ni ostras, como las que devoramos en aquellas tardes calurosas. Pero nunca falta comida en mi plato. Son un puñado de guardias, todos al mando de un tal Tello y un Salinas que ni pistola usan. Hasta podemos beber alcohol. ¡Claro que lo conseguimos del pueblo! Se compra de todo si tienes pesos. A algunos no les gusta eso, unos mojigatos que dicen llamarse Comité Antifascista de Perote; se quejaron con una carta al presidente mexicano por las borracheras de los fines de semana. Tú sabes que los alemanes cuando tomamos, tomamos, ¿verdad?
No sé qué más platicarte. Mi vida ya no tiene sobresaltos. Se repite cada día una y otra vez, esperando a que esto termine o que me respondas una carta. Maldita guerra, me hizo huir de ti. No quería. Te lo juro. Me asusté. Pero quiero regresar, quiero verte. ¿Recuerdas Barcelona? Yo ya no sé si la recuerdo. Creo que la estoy perdiendo, como a ti.
Te quiero.
Por favor, contéstame.
Johann Lang, “Barcelona”
VIII
–Mire, le voy a platicar cuál es mi trabajo. Se trata de recibir la deportación selectiva de las personas acusadas de ser afines a los países del Eje y mantenerlos confinados… ¿Eres alemán? Vienes aquí. ¿Descendiente de alemanes con relaciones con los nazis? Tu cuarto te espera. ¿Hiciste propaganda a favor de Hitler? Seguro te recibiremos —expuso con un dejo de sarcasmo el licenciado Antonio Salinas. Lo hacía como si se tratara de una charla en un café en los portales de Córdoba, afable. Se encontraba en uno de los cuartos cerrados de la fortaleza. Las paredes de esa sección estaban manchadas con hongos que disfrutaban la humedad y oscuridad. Una bombilla apenas si lograba iluminar a los presentes.
El director del centro de confinamiento permanecía sentado en una silla de madera. Frente a él, su nuevo prisionero: Von Graft. Esto no era tan alegre como el día en la fonda del camino. Al llegar a la fortaleza de San Carlos, el comité de bienvenida de los soldados estacionados le dieron una divertida fiesta. Su labio estaba hinchado y una fea cicatriz se abría en su ceja. Los moretones en su cuerpo eran visibles, deberían doler. Aún golpeado y esposado, dos soldados lo vigilaban en todo momento. Disfrutaba la escena, recargado en la pared fumando, el capitán César Alcocer con la camisa de su uniforme remangada. Parecía que él mismo había ayudado con el excitante recibimiento.
—¿Quién decide si serás prisionero de este campo? —continuó el licenciado Salinas—. Desde luego, no nosotros: el gobierno de los Estados Unidos. Los gringos proporcionan las listas de sospechosos. También hacemos nuestras propias investigaciones. No creas que somos tan huevones. Sí, ése es mi departamento, la Dirección de Investigaciones Políticas y Sociales de la Secretaría de Gobernación. Trabajo con el licenciado Tello.
El licenciado se levantó, con pereza avanzó hacia el capitán ofreciéndole un cigarrillo. Von Graft se lo llevó a la boca, mientras el encendedor lo prendía. Salinas hizo lo mismo, con otro cigarro para él. Después de darle dos fumadas, regresó a la silla.
—Si es posible, los espías son deportados a Alemania con apoyo de Estados Unidos. En México no tenemos condiciones para repatriarlos. No tenemos marmaja —hizo el gesto de dinero con una mano. Alzó las cejas y tomó aire—. Pero, mientras, aquí vienen las personas denunciadas de cometer delitos contra la seguridad nacional, que hicieron propaganda contra el gobierno o están acusadas de sabotaje. Son al menos unos trescientos presos, pero ya sabes, entran y salen —al voltearse hacia el capitán, Von Graft pareció bajar la mirada para no sentirse aludido. Las mordidas eran comunes, servían para que el sistema funcionara—. Pero eso no aplica para todos… —marcó con un tono marcial el oficial—. Ciertos prisioneros no van a salir hasta que termine la guerra, como los tripulantes de barcos alemanes que estaban atracados en puertos mexicanos, incautados por el gobierno. Y los espías como usted, Von Graft.
—Soy un empresario —se defendió el alemán escupiendo al suelo. Un coágulo de sangre salpicó el piso.
—Yo no lo decido, señor Von Graft. Y no me importa. Como le dije, tengo un trabajo aquí, y lo cumpliré. Por eso lo invito a que usted haga lo mismo.
—¿Y cuál es mi trabajo?
—No causar problemas —el alcaide entrecruzó las manos, continuando con tono moderado. Había aprendido que era un trabajo de resistencia, de sólo aguantar. Su filosofía simple trataba de expandirla entre sus confinados—. ¿Sabe? Somos una comunidad pequeña, pero tratamos de respetarnos. Hay familias allá afuera, así que no permitimos desplantes o groserías. Espero que se comporte a la altura.
—¿Me dejará libre en el campo? —preguntó desesperado Von Graft.
—No lo sé aún. Sé que los periódicos lo incriminaron con los asesinatos de Tacubaya, pero la puritita verdad es que no creo en la prensa. A mí me huele medio cochinón toda su investigación… Algo no me cuadra con usted. Ya sabemos que la policía es trácala, así que es mejor andar con pies de plomo.
—Yo ni siquiera estaba en la ciudad… ¡Estaba en un rancho de San Ángel! ¡Me incriminaron! —se exaltó el prisionero. Un puño le golpeó el labio herido, sacándole una lluvia de saliva y sangre.
—¡Silencio! El licenciado está hablando… —el capitán Alcocer sonrió sobándose su mano después del golpe. Los ojos de odio de Von Graft se clavaron sobre él.
—No, capitán… Aquí no maltratamos. Piense que es una central de emigración. Preferiría que no vuelva a tocar al señor —indicó el licenciado, mientras Alcocer sólo bajaba la cabeza aceptando la orden—. Como le dije, señor Von Graft, queremos ser civilizados. Le pido que guardemos las formas y esto funcionará bien —el licenciado Salinas torció su cabeza cual maestro dando clase.
—Intentaré no ser un problema —murmuró Von Graft limpiándose el labio.
—Aquí todos se portan bien, la compra de comida la controlamos junto con la jefatura de los marinos alemanes llevada por el señor Heinrich Hesse. Ellos se entienden de sus cosas, entre el dinero que da Gobernación y el que reciben de Alemania por medio de la embajada de Suecia, a todos nos va bien.
—Hay cafés, barberías, teatro, pastelería y telégrafos. Es una pequeña ciudad. Como tal, queremos mantener esta situación —explicó el capitán interviniendo en la exposición.
—Recibí un telegrama esta mañana, ¿sabe? ¿Le gustaría saber de quién? —preguntó el encargado de la cárcel.
—¿El pato pascual?
—No, el mismo licenciado Alemán. Al parecer, una conocida suya está intercediendo por usted. ¿Conoce a la actriz Hilda Krüger?
—Rubia, buenas caderas, besa bien…
—Me hizo llegar una donación para que lo cuidáramos.
Karl von Graft alzó su ceja derecha al escuchar eso.
—¿Y la golpiza que me dieron ayer?
—Eso fue por parte del personal de la Secretaría de Defensa. Yo trabajo para Gobernación… —respondió como si se tratara de un problema burocrático.