Si es cierto, como dice Dante, que venimos de Dios y estamos hechos a imagen y semejanza suya, ¿qué desea nuestra alma, nuestro espíritu y todo nuestro ser desde el momento en el que llega al mundo? Realizar esa imagen, volver a su origen, ir a su destino. Y lo explica con una comparación larga y articulada: «como el peregrino que va por un camino que nunca ha recorrido» —como un peregrino o como alguien que camina por la montaña y está buscando un albergue donde refugiarse— siempre mira hacia arriba, escruta las cosas, ve un tejado y dice «mira ahí, eso seguramente será el albergue»; después llega y descubre que no es el refugio que buscaba sino una simple choza, entonces avanza y vuelve a pasar lo mismo y, así, de choza en choza, atraviesa toda la realidad hasta que llega a la meta, al verdadero objeto de su deseo, al refugio seguro; «de la misma manera nuestra alma —este es el segundo término de la comparación—, tan pronto entra en el nuevo y nunca recorrido camino de esta vida, dirige su vista al término del sumo bien suyo, y por eso cualquier cosa que ve y que parece tener en sí misma algún bien, cree que es aquel bien sumo». El alma, nuestro ser, tiende hacia el bien con la B mayúscula, desea un bien infinito. A este bien lo llamamos felicidad. Pero, como al principio el alma aún no es experta, confunde cada fragmento de bien con el bien supremo. Todos lo comprobamos. Un bebé recién nacido se pega al pecho de su madre. ¿Cómo se manifiesta en él, como primer movimiento, el deseo de un bien infinito? Como hambre y sed, como apego al pecho de su madre; el pecho de su madre le parece el paraíso. Después, cuando va creciendo, entiende que no es cierto y empieza a desear algo más, «y por esto vemos a los pequeños desear por encima de todo una manzana [mirad a los niños, se vuelven locos por un helado, aquí dice una manzana]; luego, siguiendo adelante, desear un pajarillo [después de la manzana, el juguete, que es algo más], y más adelante [y, por fin, llegamos a los adultos] desear un vestido elegante, y luego un caballo [la moto, el coche], y luego una mujer, y luego algunas riquezas modestas, y luego riquezas ingentes, hasta culminar en un objeto supremo. Y esto sucede porque en ninguna de esas cosas encuentra lo que va buscando, y piensa encontrarlo más allá aún. Por lo cual podemos decir que los objetos del deseo están situados unos delante de otros ante los ojos de nuestra alma de una manera en cierto modo piramidal».
La realidad se presenta ante nosotros como una especie de pirámide, cuyo vértice, es decir, el punto más pequeño, nos parece el objeto adecuado a nuestro deseo. Lo aferramos y descubrimos que tampoco es eso, porque nos desilusiona. Poco a poco, aprendemos que el deseo es siempre mayor de lo que hemos conseguido. Y, entonces, el deseo va pasando de un objeto a otro y, tras suscitar grandes expectativas, siempre llega la desilusión; hasta que, en un determinado momento, la razón —racionalmente, de manera absolutamente razonable— se abre a la posibilidad de Dios. Porque en esta dinámica uno empieza a entender que nada le basta para vivir, que el deseo es siempre mayor de lo que tiene a su alcance; y, entonces, se abre a la posibilidad de que a su deseo infinito le corresponda un objeto, un bien también infinito.
Basta con leer a Leopardi para encontrar definiciones muy agudas y profundas de este dinamismo humano, y así barrer la sospecha de que se trata de una cuestión de curas o de gente piadosa. ¡El hombre está hecho así! De hecho, Leopardi —que no era cristiano sino materialista— realiza anotaciones como esta:
[…] el no poder estar satisfecho de ninguna cosa terrena ni, por así decirlo, de la tierra entera; el considerar la incalculable amplitud del espacio, el número y la mole maravillosa de los mundos, y encontrar que todo es poco y pequeño para la capacidad del propio ánimo; imaginarse el número de mundos infinitos, y el universo infinito, y sentir que nuestro ánimo y nuestro deseo son aún mayores que el propio universo, y siempre acusar a las cosas de su insuficiencia y de su nulidad, y padecer necesidades y vacío, y aún así, aburrimiento, me parece el mayor signo de grandeza y de nobleza que se pueda ver en el alma humana.4
Incluso si tomamos el universo entero, el número infinito de los mundos, «todo es poco y pequeño para la capacidad del propio ánimo» humano. Y Leopardi llama «tedio» a este sentimiento que está clavado, dice en una poesía, como «columna adamantina»,5 es decir, de diamante, en el corazón de cada uno. El aburrimiento, la desazón, es una experiencia que todos tenemos. Un objeto suscita nuestro deseo, pero cuando llegamos a aferrarlo nos quedamos defraudados, porque ese objeto que deseábamos no es capaz luego de cumplirlo.
Así que vivir a la altura del propio deseo es tener una herida abierta, una tensión dramática por buscar a quien nos pueda salvar de la muerte, que parece arrebatárnoslo todo. Porque no hay escapatoria, nosotros sufrimos y morimos. Y aunque la muerte no nos arrebate la persona que amamos, es como si su sombra funesta habitase las cosas. Quizá hoy no nos resulte familiar este sentimiento, esta conciencia; es más, vivimos en un mundo que nos dice exactamente lo contrario: «Son todo tonterías, no le hagas caso, conténtate con lo que has conseguido hoy».
Hace años, me llamó la atención uno de los informes anuales del CENSIS (Centro Studi Investimenti Sociali), que revelaba que el problema de nuestro tiempo es justamente que nos cuesta desear:
En su 44.ª edición, el informe CENSIS interpreta los fenómenos socioeconómicos del país en una coyuntura confusa. Las consideraciones generales introducen el informe subrayando que la sociedad italiana parece desmoronarse bajo una ola de impulsos desordenados. El inconsciente colectivo ya no tiene ley ni deseo. Y disminuye la confianza en la larga deriva y en la clase dirigente. Volver a desear es la virtud civil necesaria para reactivar la dinámica de una sociedad demasiado apagada y aplastada.6
El informe del CENSIS —un ente público, que cada año realiza una fotografía de la vida y del estado de salud del sistema italiano— se aventura a realizar un juicio cultural, un juicio de valor de este tipo: el problema que tiene nuestro país es la disminución del deseo; tenemos menos deseo de construir, de crecer y de buscar la felicidad. Por eso, existen manifestaciones evidentes de fragilidad y malestar, comportamientos desnortados, indiferentes, cínicos, pasivamente adaptativos, condenados al presente, sin ningún calado de memoria ni perspectiva de futuro, es decir, sin historia. Hombres sin historia, jóvenes que no tienen nada nada por detrás y nada por delante, por tanto atenazados por un oscuro temor frente a la vida, incapaces de encontrar la energía necesaria para dar un paso. «Volver a desear es la virtud civil necesaria para reactivar la dinámica de una sociedad demasiado apagada y aplanada». ¡Es impresionante! Entonces no podemos prestar un mayor servicio a nosotros mismos y a nuestro país que retomar a Dante, el poeta del deseo.
La palabra «deseo» viene del latín de-sidera, que es un vocablo maravilloso porque quiere decir «aquello que tiene que ver con las estrellas». En latín sideria significa «estrellas», lo cual quiere decir que cada cosa que nos atrae —incluso la más pequeña, la más simple, más banal y pobre, y, en realidad, cualquier movimiento en la vida— es una señal que remite a un único deseo, el deseo de las estrellas. Por eso, la decisión de Dante de culminar los tres cantos de la Comedia con la palabra «estrellas» —«salimos para ver de nuevo las estrellas» es el último verso del Infierno, «purificado y dispuesto a subir a las estrellas» el último del Purgatorio y «el amor que mueve el sol y las demás estrellas» cierra el Paraíso— es una suerte de firma, una declaración poética muy potente.
¿Qué quiere decir Dante? Es como si, antes de meternos de lleno en su obra, nos dijera: «Chicos, podemos hacerlo. Vuestros deseos no son pasiones inútiles como sostienen algunos» (Las pasiones tristes7 es el título de un libro de hace unos años…), lo que realmente os hace humanos es precisamente la potencia del deseo. «Desead lo imposible», escribían los protagonistas del mayo francés, cuando aún era un movimiento que reivindicaba lo auténtico, antes de que todo terminara en política. Deseadlo todo, porque Dios os crea así, os ha hecho para desearlo todo, para desear lo infinito y lo eterno.
Para la concepción cristiana que tiene Dante, no hay