Pasado un tiempo, tenía un aspecto miserable, aunque se mantenía todavía mirando hacia al mismo lugar. Las orejas alertas eran el único residuo que quedaba de su prestancia de los primeros días. Tenía el cuerpo enjuto y consumido, el pelo viscoso y la mirada vidriosa. La espera estaba llegando a su fin y algo parecido a la piedad, al perdón, entraba en su leal corazón de perro. Ellos, sus dioses, sabrían por qué lo habían hecho.
Hortensia, la mamá de Julia, vivía en el último piso del edificio vecino a la casa del perro. La escalera no tenía bombillos y Hortensia había ido perdiendo la vista, así que no salía nunca y solo se sentaba en el balcón a escuchar los sonidos de la calle. Hortensia, como Buck, tampoco leía periódicos. Le hubiera gustado escuchar el radio, sus novelones, como decía Julia, pero estaba roto hacía mil años. Antes de que se muriera, Manchita era su compañía. Hortensia le daba los buenos días, la regañaba y, a veces, le conversaba sus problemas. Con Manchita la existencia transcurría más entretenida. Hortensia la extrañaba tanto, qué se le iba a hacer, si ya no podía ni con ella misma, dime tú, cómo cuidar de otro perrito. La vecina que la ayudaba de vez en cuando nunca hablaba mucho, tenía sus propias tribulaciones, y gracias que venía a airear la casa y a traerle los mandados de la bodega. A Hortensia le daba hasta vergüenza molestarla y pedirle que, por favor, le leyera las cartas de la hija que, de tanto en tanto, llegaban de la Argentina. Cuando Julia le mandaba uno de aquellos paqueticos con jabones y la medicina para el corazón, Hortensia le regalaba los jabones a la vecina. Le hubiera gustado también escuchar la voz de Julia, pero, ave maría santísima, mira que las llamadas de ese lugar tan lejano eran caras. Y pasaban los años, y seguían pasando los años, en espera de que vinieran tiempos mejores. Bendito sea el cielo que la medicina y los jabones nunca le faltaban. Y, por suerte, estaba casi ciega, así que no podía distinguir al perro.
Un mes más tarde el perro ya no estaba. No lo habían vencido las nevadas, ni los lobos, ni el hambre, sino aquella tristeza que le impedía hacer otra cosa que seguir cuidando la casa y esperar, solitario, el regreso.
REUNIÓN
GILDA HOLST
A Simone de Beauvoir
Si de ser precisa se trata, tendría que tomar en cuenta la reunión de ex compañeros de mi esposo como punto de partida de los cambios que se han dado en mí. No se veían en ocho años. La mayoría ya eran profesionales, con sus respectivos papeles que defender: abogados, ingenieros, marihuaneros, comerciantes, psicólogos, médicos, escritores, y con sus respectivas esposas o enamoradas que presentar. Las presentaciones iban y venían, reconocimientos, las bromas del colegio, los apodos, el “te acuerdas...”, el “qué es de la vida de...”, el “te juro, hermano...” A las mujeres nos dejaron en un rincón, mirándonos con caras neutras y aburridas, obviamente sin nada de qué hablar. Poco a poco se empezó con lo del “qué vestido tan lindo, ¿dónde te lo compraste?”, y en la sección de los hombres ya se había superado la etapa de los carros adquiridos o carros comentados y de los goles del domingo y se encontraban en el cómo tirarse a las mujeres buenotas de la manera más efectiva. Sin embargo, los temas volvían siempre al colegio, al cura maricón, el hijo’e puta de Rodríguez, la media aritmética colgada en la pizarra, las risas. En la sección de mujeres ni siquiera se pretendía saber o hablar de otros temas que no fueran las empleadas y los niños. Me levanté y caminé hacia los hombres. Debí haber llevado una bandeja o haberme hecho la disimulada en las afueras del grupo, pero me instalé en el centro. Se hizo el silencio y vi la cara de Roberto desencajada saltando al suelo y entre zapatos terminar profundamente avergonzada. Los otros no sabían dónde mirar y se sentían incómodos sin saber qué hacer. Entre mis piernas, un olor a sexo se había empezado a filtrar y todo el mundo lo había percibido. Fue una suerte que en ese momento anunciaran la cena.
Cuando llegamos a la casa, Roberto me dijo desde sucia para abajo; por más que le aseguré que me había bañado antes de salir y que tampoco me explicaba lo que había pasado, no me creyó.
Los primeros días después del incidente no salí en absoluto, pendiente todo el tiempo de si se repetía el fenómeno. Me lavaba de tres a cinco veces diarias y me ponía talco y colonia otras tantas veces. Como no ocurrió de nuevo volví a mis actividades de siempre pero, eso sí, tomando precauciones estrictas. Jamás, bajo ninguna circunstancia, salía a la calle sin lavarme. Usaba pantalones y cada dos horas reemplazaba las toallas perfumadas. A Roberto lo noté contento porque en esos meses nunca tuve que decirle “espérate, que me voy a bañar”.
Todo igual, ningún indicio de lo que iba a venir. El lugar era pequeño, pocas personas, caras sin maquillaje, ropa sencilla, cerveza, humo y desde algún sitio, una canción. Después de dos horas todos conversábamos juntos, pero no cabía duda de que nuestra atención estaba en Andrés. Sorprendía con sus observaciones, nos hacía reír con sus chistes, escuchaba cuando era menester. A todas las mujeres nos miró con reconocimiento, reflexionaba sobre política, se sabía superior con la humildad debida y estaba feliz. Yo también intervine muchas veces pero dentro de los límites precisos para hacer continuar la conversación, afirmaciones de respaldo con la cabeza, unas cuantas miradas admirativas, un número discreto de apoyos verbales. Se empezó a discutir un tema del cual yo estaba bastante documentada. No me di cuenta de nada hasta que sentí mezclas de sorpresa, desdén y horror en las miradas detenidas en mi piel. Mi voz había sido templada y el contenido planteaba simplemente otro punto de vista. Intenté quedarme en el último reducto posible y dije: “puede ser que tengas razón”, pero fue inútil, Andrés siguió. Se levantaron tapándose las narices y se situaron en grupos en los extremos de la habitación. Nunca me había puesto tan roja en mi vida ni me he sentido tan humillada. Guardé mi cara en las manos y percibí ese horrible olor en todo mi cuerpo. Salí corriendo sin esperar a Roberto, que también salía disculpándose de toda la gente.
No cogí carro por temor de que el taxista me oliera. Caminé, caminé mucho, y cuando por fin llegué a la casa, corrí desesperada al baño y me lavé diez, quince, veinte veces y nada. El olor se dilataba en ondas, irrumpía en las cosas, impregnaba las paredes, se filtraba por las puertas y ventanas, no podía esconderme en ningún lugar, el olor me acusaba: en mi boca, ademanes, piel; hasta las palabras olían. No había nada que hacer, el olor quedó quieto, presente siempre. Roberto no regresó.
No salía, no podía resistirme a mí misma, pero cosa extraña, mi olfato empezó a habituarse. Acepté la idea de que tenía que ser así. La costumbre de tenerlo siempre hacía que a veces ni siquiera me acordara. Otras, yo misma lo buscaba. Adquirió vida propia, unas veces era muy fuerte, otras tenue y dulzón, otras, extraño y nuevo. Sigue habiendo mucha gente incapaz de tolerarme pero ya no me importa, me gusta percibirme con mis olores, y pensar que el final de la conversación fue una ridiculez, eso de que Andrés me dijera que yo pensaba así porque era una mujer y yo contestándole que no, que pensaba así porque estaba en lo correcto.
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