Trabajando sobre esta cuestión de la vida interior, he descubierto hasta qué punto nuestro modo de vida contemporáneo nos «externaliza», nos exilia de nosotros mismos, y restringe nuestra libertad.
Esta necesidad es universal. Sería un error creer que nuestro discurso solo va dirigido a los ricos, a aquellos que disfrutan de una gran comodidad material y de influencia política, cuyo deseo fuera el de mimar su pequeña libertad interior a modo de mullido cascarón, mientras que quienes exteriormente están oprimidos por motivos económicos o físicos no podrían sacar provecho de él. A mí me parece que este modo de razonar es sesgado y empobrecedor, y que la libertad interior incumbe a todo el mundo.
NO PARTIR AL HOMBRE EN DOS
Matthieu: Lo diré una vez más: nuestras reflexiones sobre la libertad interior en modo alguno minimizan la importancia de la libertad exterior. Hay muchísimos seres humanos prisioneros todavía hoy de un régimen totalitario, o que no son libres, por el motivo que sea, de sus movimientos, de sus palabras o de sus actos. Otros, demasiado numerosos, son prisioneros de la pobreza y de un acceso limitado a la sanidad y a la educación. Debemos emplear todos nuestros medios para acudir en su auxilio. Pero no por ello hay que descuidar la búsqueda de la libertad interior, que es el objeto de nuestras charlas. No se trata de decirle al galeote: «Continúa remando mientras cultivas tu libertad interior, ¡y todo irá bien!». Oponer libertad exterior a libertad interior tiene tan poco sentido como oponer la salud física a la salud mental, que se completan y se influyen mutuamente. De modo que es perfectamente posible esforzarse por alcanzar el punto óptimo de ambas. Es más, muchos de nosotros suman un proceso de liberación interior a un compromiso por la libertad de los demás, en especial en el ámbito de las asociaciones humanitarias.
Hay individuos que gozan de condiciones exteriores favorables y que, en su interior, se sienten prisioneros de su condición mental. También a la inversa, he visto buen número de eremitas que irradiaban una gran libertad interior y que, aquí, serían considerados personas sin techo… Asimismo, he conocido tibetanos que habían sufrido años de reclusión en campos de trabajos forzados o en prisiones chinas, y que decían haber sobrevivido gracias a la libertad interior que habían cultivado. Ani Palchen, una princesa tibetana que se hizo monja, y gran resistente, permaneció encarcelada en un calabozo del ejército chino durante seis meses en completa oscuridad: ¡se servía del canto de los pájaros para distinguir el día de la noche! Algo similar cabe decir del médico del Dalai Lama, Tenzin Choedrak, que encontró en una forma de libertad interior la fuerza para soportar el encierro y la tortura. Ambos aseguran que fue el hecho de no sucumbir al odio hacia sus carceleros lo que les salvó la vida. No se trata de promulgar la resignación o el sacrificio, sino de subrayar la importancia y la necesidad del camino interior. La libertad interior no es, pues, algo privativo de los ricos, ni privilegio de aquellos que están bien y a quienes todo sonríe, sino que incumbe a cada uno de los seres humanos, así en la alegría como en el dolor.
Christophe: ¡Es tan increíble lo que logran esas personas! Cuando te escucho, Matthieu, me digo a mí mismo que no les llego ni a la suela del zapato. Incluso me pregunto cómo hacer para que tales ejemplos sean motivantes, ¡y no más bien desmoralizadores! Creo que algo que puede ayudarnos es no dejar de cultivar en nosotros la capacidad de admiración por los demás: intentar ver siempre aquello que las demás personas, tanto si son corrientes como excepcionales, tienen para enseñarnos, y pensar que aunque no lleguemos a recorrer más que un pequeño trecho de un camino como el suyo, ¡eso será ya apasionante y liberador!
Por mi parte, lo que me enseñan los relatos de estos seres humanos fuera de lo común es que preservar una pequeña porción de libertad interior («no dejes que la desesperación, el odio y el miedo tomen las riendas de tu espíritu, pues entonces caerías bajo su dictadura») puede permitirnos resistir a los embates de angustia que van ligados a la impotencia y a la pérdida de la libertad exterior. Puede parecer irrisorio buscar qué parte de nuestro territorio interior puede constituir un islote de resistencia, pero es vital. Y en todo caso, es lo que absolutamente siempre cuentan todos los supervivientes de estas grandes adversidades. Tenemos que escuchar la lección y comenzar el entrenamiento hoy mismo, ¡de inmediato! ¿Cuáles son las pequeñas miserias que me afligen en este momento? ¿Una enfermedad, un conflicto con personas allegadas, problemas de dinero? Y luego, preguntarme qué espacio de libertad hago el esfuerzo de cultivar en mí a pesar de todas estas cosas: qué lugar reservo para la felicidad a pesar de todo (tengo preocupaciones, pero estoy con vida), qué lugar para la esperanza (por fuerza tendrá que llegar una solución, ya sea de mí o de mi entorno). Seamos lo suficientemente sensatos como para iniciar este trabajo interior sin esperar a que la vida nos ponga a prueba encerrándonos en la oscuridad de un gran infortunio.
Alexandre: No tardemos más en eliminar la caricatura del sabio que contempla desde lejos cómo se desencadenan las pasiones humanas. No existe nuestra libertad interior por un lado y por el otro la injusticia, las desigualdades, un océano de sufrimientos. Todo está vinculado, todo es interdependiente. Tenemos que remangarnos todos, con decisión. Somos seres sociales hasta la médula, vivimos en comunidad, construyendo nuestra felicidad los unos con los otros.
La emancipación de todos y cada uno de nosotros, ¡esta es nuestra gran tarea! En 1789, la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano determinaba que la libertad consistía en poder hacer todo aquello que no perjudicara a los demás. Por desgracia, ¡cuántas personas, mujeres y hombres, viven hoy marginados y sucumben a una precariedad alienante, sin esperanza de poder disfrutar del derecho a una existencia tranquila, a unos mínimos para vivir! No encuentran más que obstáculos por doquier, estigmatización, puertas cerradas…
Debatir acerca de la libertad interior, apelar al trabajo en uno mismo, no debe apartarnos de un sano compromiso por un mundo más justo, más equitativo, más generoso, tal y como tú has subrayado, Matthieu. Por el contrario, el desprenderse de uno mismo, un gozoso desapego, induce a una libertad que se despliega en el vínculo, en el don.
Una vez desembarazados de nuestro fárrago pasional, podemos actuar para que cada cual disfrute de igualdad de oportunidades, de libertad política y social, de los recursos necesarios para dar inicio, de modo especial, al trabajo en uno mismo. Ciertamente, en último término todo hombre y toda mujer pueden alcanzar la paz interior. Pero, para ser honestos, si día y noche tienen que andar buscándose la vida, o si tienen que acarrear con una enfermedad grave sin ningún apoyo, es algo más complicado…
En el Tratado de las pasiones, Descartes definió la generosidad como la conciencia de ser libre sumada al deseo de hacer buen uso de esa libertad. Hacer buen uso de la libertad es emanciparse de todo aquello que lastra, desprendernos de nuestras cadenas, tender la mano, respaldar al de al lado, vivir con los demás como compañeros de equipo. Así pues, ¡en marcha! Y en el trayecto, ¿no es el mismo Aristóteles quien nos manda una llamada de atención? «Quien ha arrojado una piedra, no puede ya recuperarla; y sin embargo, dependía de él arrojarla o dejarla caer al suelo, pues el movimiento inicial estaba en él. Algo similar sucede con el hombre injusto y con el depravado, pues uno y otro podían evitar, en el punto de partida, convertirse en tales: de ahí que lo sean voluntariamente; pero una vez que son lo que son, ya no pueden no serlo». Si queremos iniciar una ascesis, empecemos por detectar los destellos, las señales precursoras que anuncian la ira, las emociones que nos enajenan. Imaginemos a un hombre como Gulliver, atado al suelo. Si no deja de zarandearse de un lado para otro, hasta agotarse, no tendrá ninguna opción de liberarse. ¿Cuál es su única