Aun así, era un momento de decisiones desesperadas. Miró a Rafe, reparando en sus fuertes hombros y en sus labios sorprendentemente sensuales. ¿Sería capaz de hacerlo? ¿Podría seducir a un hombre como él? ¿Sería capaz de hacerle olvidar que se suponía que quería destruirla?
Se imaginó a sí misma con un vestido elegante, tacones, el pelo suelto y rizado y revuelto por el efecto de un ventilador invisible. «Como en las películas», pensó. Pero en vez de hacer una entrada sensual, probablemente se tropezaría con el dobladillo del vestido y terminaría cayéndose al suelo. Sí, sería realmente impresionante.
La imagen era tan nítida que sonrió, y entonces volvió a mirar al hombre en cuestión. Que, por su parte, no parecía tan divertido. Mostraba una expresión férrea que le advertía que él no estaba jugando y que si realmente pensaba que podía interponerse entre él y su objetivo, se arrepentiría. La temperatura de la sala pareció descender varios grados. Nerviosa, Heidi se cruzó de brazos.
–¿Heidi?
May se acercó a ella.
–Lo que he dicho lo he dicho en serio –le aseguró–. Sé que llegaremos a un acuerdo. Soy consciente de que Glen no pretendía hacerme ningún daño. Él solo quería ayudar a un amigo.
Heidi se preguntó si ella habría sido tan generosa en el caso de que la situación hubiera sido la inversa.
–Te lo agradezco. Mi abuelo no es un mal hombre. Aunque a veces sea un poco impulsivo.
May sonrió. Sus ojos oscuros brillaban con humor.
–A veces, esa es una cualidad excelente.
–Siempre y cuando al final no termines necesitando un abogado.
–Exacto.
May era una mujer muy guapa, con arrugas alrededor de los ojos. Era de la misma estatura de Heidi, aunque algo más gruesa y vestía una ropa que favorecía sus curvas. Heidi tiró de las mangas del único vestido bonito que tenía. Era un vestido de seda negra con una manga tres cuartos. Le llegaba a altura de las rodillas y podía ponérselo tanto para una reunión de negocios como para un funeral. Lo había encontrado en una tienda de segunda mano de Albuquerque unos cinco años atrás, junto con unos zapatos a juego.
–Tendremos que reunirnos –dijo May mientras sacaba su teléfono móvil–. Déjame tu número y estaremos en contacto.
–Ha sido muy agradable –comentó May mientras Rafe la acompañaba a su habitación en el hotel.
¿Agradable? Habían pasado la mañana delante de una jueza que había dejado su caso en suspensión durante un tiempo indefinido. Le había humillado regañándole en público por no haber leído el contrato. Estaba deseando salir de Fool’s Gold y no regresar nunca más. En aquella ciudad nunca ocurría nada bueno.
Abrió la suite de su madre y la siguió al interior. Por muchas ganas que tuviera de regresar a San Francisco, sabía que no podía marcharse. Por lo menos hasta que no supiera qué planes tenía su madre.
–Sabes que no se ha resuelto nada –le recordó a May.
May dejó el bolso encima de la mesa que había frente a la puerta y se dirigió hacia el salón, un espacio luminoso y elegantemente decorado.
–Lo sé, y me parece bien. La jueza me ha parecido muy justa. Y ya tengo muchos planes para el rancho.
–El rancho todavía no es tuyo.
–Pero la jueza ha dicho que puedo hacer mejoras si Heidi está de acuerdo.
–¿Y no crees que sería preferible esperar hasta que esté todo resuelto? Podríamos volver a...
–No pienso marcharme –su madre se sentó en el sofá con la espalda erguida y expresión desafiante–. En ese racho fuimos muy felices. Ya has visto el estado en el que se encuentra. Quiero arreglarlo. Aunque no pueda conservarlo, quiero dejar en él una parte de mí misma. Quiero que mejore gracias a mí.
Rafe se dejó caer en una butaca, al otro lado de la mesita del café y contuvo un gemido.
–¿A qué te refieres exactamente?
La determinación de su madre pareció ceder mientras fijaba la mirada en algún punto indefinido.
–Quiero crear un hogar. ¡Oh, Rafe, pasamos unos años tan maravillosos en Fool’s Gold! Sé que nos faltaba el dinero y que apenas teníamos cosas nuevas, pero éramos una verdadera familia.
Rafe decidió ignorar el hecho de que los recuerdos del pasado de su madre y los suyos tenían muy poco en común.
–Comprar el rancho no te va a devolver el pasado, mamá. Tus hijos ya no son unos niños.
–Lo sé, pero he soñado con Castle Ranche desde que tuve que marcharme –miró a su hijo con los ojos llenos de lágrimas–. Sé que para ti fue una época difícil. Permití que me cuidaras y que te hicieras cargo de tus hermanos. Solo eras un niño, pero nunca tuviste la oportunidad de comportarte como tal.
–Estaba bien. Fuiste una madre maravillosa.
–Eso espero, pero reconozco mis defectos. Vivías muy preocupado por mí. A lo mejor esa es la razón por la que ahora no eres capaz de ser feliz.
Rafe pensó con añoranza en una buena batalla legal contra otra empresa, o en la posibilidad de ganar un contrato teniéndolo todo en contra. Ambas eran cosas que le apasionaban. Pero la verdad era que cualquier cosa sería preferible a estar hablando de sus sentimientos con su madre.
–Soy completamente feliz.
–No, no lo eres. Lo único que haces es trabajar. No hay nadie en tu vida.
–Hay montones de personas.
–Pero nadie en especial. Necesitas enamorarte.
–He estado enamorado –y no le había parecido tan maravilloso como se suponía que debería ser.
Había tomado la que supuestamente era la decisión más inteligente: enamorarse de una joven que debería haber sido perfecta. Era guapa, inteligente y cariñosa. Le había interesado más que nadie que hubiera conocido y había sido capaz de imaginarse envejeciendo a su lado. Si eso no era amor, ¿qué podía serlo?
Pero aquel corto matrimonio de dos años había terminado cuando su mujer le había pedido el divorcio. Lo único que había sentido entonces había sido una vaga impresión de fracaso e insatisfacción.
–No estabas enamorado –replicó May–. El amor es mucho más poderoso. El amor te hace enloquecer. Y tú nunca has perdido la cabeza por nadie.
–De acuerdo, tienes razón. Pero ahora voy a encontrar a alguien, así que soy feliz.
May arrugó la nariz.
–Has contratado a una casamentera, Rafe. ¿A quién se le ocurre hacer una cosa así? Cuando llegue el momento, encontrarás a la persona adecuada. Igual que yo encontré a tu padre.
–Mamá... –comenzó a decir Rafe.
–No, ahora tendrás que escucharme. Sé que tengo razón. Tienes que encontrar a una mujer por la que estés dispuesto a arriesgarlo todo.
Como si eso pudiera suceder, pensó Rafe.
–Encontraré a la mujer adecuada –le prometió–, nos casaremos y tendremos hijos.
Si no hubiera tenido tantas ganas de tener hijos, jamás habría considerado la posibilidad de volver a casarse. Pero era lo suficientemente convencional como para desear una familia tradicional. Madre y padre. Había sido incapaz de conseguirla por sus propios medios, así que había contratado los servicios de una profesional. Para él, contratar a una persona