Lady Carmel puso cara de preocupación. Era lo que correspondía, por aquel entonces, ante cualquier mención de Europa, y de hecho hubo momentos, mientras Andrew seguía en el extranjero, en los que había estado muy preocupada de verdad. Ahora, sin embargo, era una expresión puramente automática, como la de devoción en la iglesia. Cogió una rama de rododendro para probar el efecto que hacía en un jarrón blanco craquelado y de inmediato se le aclaró el semblante.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó Andrew—. ¡Deja eso de una vez!
Sobresaltada en su ensimismamiento, lady Carmel dejó caer la rama y, al volverse hacia su hijo, se asustó también por la amargura de su rostro. Las palabras de reproche murieron en sus labios y lo cogió suavemente de una manga para que se quedase quieto.
—¿Qué ocurre, querido?
—¡Pero si te lo estoy diciendo!
—¿Es por tu amigo? Pobre hombre. Si ha tenido problemas, razón de más para ser amables con él. A ese respecto sí confiarás en nosotros, ¿verdad?
Andrew la miró a los pálidos ojos azules y, de pronto, se tranquilizó. Había al menos una cosa que no cambiaba, inalterable: la hospitalidad de la casa de su madre.
—Claro que sí. Siento haber sido grosero, pero quiero que os déis cuenta de que tenerlo aquí sería una… una responsabilidad.
—Uno siempre es responsable de sus invitados, jovencito.
—Una responsabilidad peligrosa. He hablado con papá y a él no le importa, pero creo que no se lo toma en serio. Por favor, madre, escúchame: no sabemos si los nazis siguen aún detrás de él. Creemos que no, pero es posible. Si prefieres no correr el riesgo, sería muy normal y no tienes más que decirlo.
En todo aquel fantástico y, a su juicio, bastante increíble galimatías, lady Carmel solo distinguía una cuestión importante.
—Pero ya le has invitado.
—Sí, pero no ha querido aceptar porque no lo había consultado con vosotros primero.
—Parece un hombre muy educado. Y ya que no hay nazis por aquí, no veo razón alguna para decirle que no venga. Sería una auténtica descortesía.
—¿Puedo volver a Londres y trasladarle tu invitación, entonces?
—Por supuesto, querido. También puedo escribirle yo misma una nota y enviársela por correo.
Pero Andrew, que gustaba de hacer viajes relámpago tan a menudo como podía, insistió en ir él en persona y, tras dar a su madre un beso de sincero afecto, la dejó terminar con sus flores en paz. Creía haber hecho todo lo posible, aunque, como le habrían faltado palabras para expresar su desilusión si se hubiera negado, tampoco tenía ganas de hacer nada más. Mientras cruzaba a grandes zancadas el jardín, en dirección a las cuadras, pasó junto a un pequeño estanque ornamental repleto de patos. Chapoteaban y se zambullían, levantando salpicones de agua, y las brillantes gotitas les rodaban por el suave lomo impermeable como si fueran de mercurio. Andrew no tenía mucho sentido del humor, pero se fijó en aquellos patos y esbozó una sonrisa burlona.
II
Lady Carmel, que llevaba el bouquet para la escalera principal, cruzó el vestíbulo con cuidado, subió al primer rellano y depositó su carga en el lugar que le correspondía. Era, en este caso, el amplio alféizar de una ventana, y puesto que la luz entraría por detrás de las flores, estas debían ser de colores intensos y formas notables. Los lirios, las peonías y las dedaleras eran perfectos en sus respectivas estaciones, pero no había nada, pensó lady Carmel, que igualara a los rododendros, y le parecían tan asombrosamente magníficos que llamó a quien fuera que estuviese rondando por el piso de arriba para que bajara a verlos.
Resultó ser la señora Maile, que salía del cuarto de la ropa blanca, y menos mal, pensó la gobernanta, que desaprobaba tajantemente la costumbre de su señoría de distraer a las doncellas de su trabajo para que fuesen a admirar las flores.
—¡Mire, Maile! ¿Alguna vez ha visto algo tan hermoso?
—No, milady —contestó la señora Maile por cortesía. No es que fuera insensible a la belleza de las flores: un centro de claveles rosas, en un jarrón de plata pulida adecuado, le gustaba como a la que más.
—Ya están todos, salvo el de la mesa de la biblioteca —continuó lady Carmel—, y para ese aún tengo que cortar. Si alguien me necesita, estaré fuera. ¡Ah, Maile!
—¿Sí, milady?
—Va a venir un amigo del señor Andrew, un caballero extranjero, a pasar una larga temporada con nosotros. Creo que llegará en un par de días. Ha estado muy enfermo —Lady Carmel tradujo por instinto la fantástica verdad en esta razonable ficción— y necesita descansar. ¿Qué le parece la habitación del ala este?
—Es muy tranquila, milady. Y da el sol por la mañana.
—Que sea esa, entonces. Puede utilizar el vestidor como despacho, al parecer es una especie de profesor.
—Sí, milady. Ya he tenido noticias de Postgate, milady: la nueva muchacha estará aquí el martes.
—Magnífico —repuso lady Carmel.
III
La señora Maile siguió su camino y fue al saloncito del servicio, donde acababan de llevar el té de las once para ella y para el señor Syrett. El mayordomo ya estaba allí, leyendo su ejemplar del Times, que dejó a un lado con educación en cuanto entró su colega. Era un hombre de corta estatura, con la cabeza más grande de lo normal y una mata de pelo grueso y plateado tan perfecta que a menudo se hacían apuestas, entre los más pipiolos del personal, sobre si era o no un peluquín. Pero nadie llegaba a averiguarlo.
—¿Alguna novedad, señor Syrett? —preguntó ceremoniosa la señora Maile.
—Nada importante —contestó el señor Syrett—. Parece que las cosas van volviendo a su cauce.
—Me alegro de oírlo. Su señoría acaba de decirme que esperamos la visita de un amigo del señor Andrew y que se quedará aquí una temporada. Un profesor extranjero.
La expresión del mayordomo se tornó de inmediato sumamente reservada. Desconfiaba de cualquier amigo del señor Andrew, pues aún no se había recuperado de aquel verano tan espantoso merced a las vacaciones que fueron a pasar allí los miembros de una sociedad cinematográfica de Cambridge. En el fondo, aunque habría preferido morir antes que admitirlo, creía que el heredero de Friars Carmel no estaba a la altura de su elevada posición.
—Es mejor que los actores —lo consoló la señora Maile.
—Extranjero —repitió el señor Syrett en tono sombrío.
—Los extranjeros pueden ser personas muy distinguidas —replicó la señora Maile, que nunca olvidaba que era la más veterana del personal doméstico por una diferencia de tres años.
—Si están relacionados con el cuerpo diplomático, sí.
—Pues podría ser. Cuando el señor Andrew se fue al continente, llevaba cartas de presentación para los círculos más exquisitos, y una persona que el señor Andrew haya conocido en una de nuestras embajadas es lo bastante buena tanto para usted como para mí. Además, al parecer es un hombre tranquilo que se está recuperando de una operación. No creo que dé problemas. Nunca olvidaré —añadió la señora Maile con toda intención— los tejemanejes de aquella joven.
Fue un golpe muy astuto, pues la llegada, el año anterior, de la honorable Elizabeth Cream, ahora conocida como «aquella joven», había sido recibida por el señor Syrett con el entusiasmo más imprudente: