—¿Sabe? —se apresuró a decir—. Su sobrina parece de lo más encantadora. No ha de reprimirla, tiene que ayudarla a desarrollarse. Debe de tener una personalidad muy especial.
Luego se giró con un sobresalto y vio que el joven les sonreía, y el señor Porritt entendió de inmediato que era hora de marcharse.
II
—¿Quién demonios era ese? —preguntó el joven cuando se sentó.
La mujer hizo una mueca divertida.
—No tengo ni la menor idea. La gente siempre me habla en los parques. Parezco ese hombre de la selva que se quedaba sentado y dejaba que los animales le pasaran corriendo por encima.
—Algún día acabarán asaltándote.
—Querido, sabes que solo atraigo a hombres respetables.
Los dos se echaron a reír. El joven siguió con la mirada la menguante figura del señor Porritt y movió la cabeza de un lado a otro.
—¡Viejo crápula! ¿Te ha dicho que su mujer no lo entiende?
—En absoluto. Me ha estado hablando de su sobrina, una joven llamada Cluny Brown, diminutivo de Clover, que fue a tomar el té al Ritz.
—¡Querida, eres maravillosa! —exclamó el joven—. ¡Qué argumento! Pero ¿por qué al Ritz?
—Porque no sabe cuál es su lugar.
—Escandaloso. ¡Esa Cluny Brown es un escándalo! Me gustaría conocerla.
Como era imposible, la mujer pudo decir que a ella también, y luego, con la sensación de que ya habían hablado suficiente de Cluny y de que se estaba convirtiendo incluso en un fastidio, le pidió que la llevase a almorzar.
III
Eran las dos y media cuando el señor Porritt entró en casa de su cuñado Trumper en Portobello Road. La puerta principal abierta y un desplantador clavado en un arriate indicaban que Trumper se había puesto a arreglar un poco el jardín y lo había dejado a medias. Dentro, el estrecho vestíbulo desprendía un fuerte olor a linóleo y abrillantador de metales y el señor Porritt olisqueó con admiración y reconoció el mérito de su hermana. Sabía cómo mantener una casa. Limpia como los chorros del oro. Un sitio para cada cosa y cada cosa en su sitio. El señor Porritt colgó su gorra y entró en el salón; allí estaba Trumper, sentado en mangas de camisa y leyendo el News of the World.
—Ya estoy aquí —dijo el señor Porritt.
—Creíamos que te habrían atropellado —repuso Trumper.
—Me he confundido de autobús —le explicó su cuñado.
—¿Has comido?
—He picado algo.
El señor Porritt se sentó, se quitó las botas y las dejó con cuidado en la balda inferior de una estantería de bambú. En la balda de arriba había una estera de felpilla, una bandeja y una maceta, ambas de latón, y en la maceta un bonito ficus; todo el conjunto justo donde debía estar, en el mismo centro de la ventana-mirador.
—Te has dejado un desplantador fuera —dijo el señor Porritt.
—Ya —asintió Trumper—. ¿Y la joven Cluny?
—En la cama.
—¿Cómo, enferma?
—No, ha leído un artículo en el periódico —repuso el señor Porritt, que se acordó de su propio periódico olvidado en el autobús.
Ahora lo echaba en falta, pues aquel era el momento y el lugar en el que disfrutaría de su lectura. También era el momento y el lugar para Trumper y, apenas terminase, Addie se lo quitaría de las manos; es asombroso cómo no hay nada que moleste más a la gente que el que le quiten el periódico del domingo. El señor Porritt recordaba un ejemplo muy notable de esto por propia experiencia: cuando la hermana de su mujer apareció con la pequeña Cluny, tras la muerte de su marido, pobre tipo, y no podían hacer otra cosa sino acogerlas y ofrecerles un hogar. Floss y él estaban de acuerdo y lo hicieron de buena gana, y la madre de Cluny se comportó en todo momento como es debido, salvo por una cosa: siempre cogía el periódico del domingo antes de que el señor Porritt terminase de leerlo. Él nunca dijo nada, pero esa sola costumbre lo irritaba tanto que poco a poco le cogió manía. Durante un tiempo, incluso estuvo comprando dos periódicos. Fue peor. Su cuñada quería leerlos a trozos, un artículo de aquí y otro de allá, y cambiaba y desordenaba las páginas hasta que era imposible encontrar ni siquiera el fútbol. Aun así, era una mujer agradable, a su manera, y cuando murió —de neumonía—, el señor Porritt lo sintió más de lo que esperaba…
—Al parecer Eden ha dimitido —observó Trumper—. Supongo que sabe lo que se hace.
—Para mí que aun así tendremos problemas con Mussolini —repuso el señor Porritt— y con ese Hitler. No me fío de ellos.
—Ni yo. Lo que tendría que haber hecho este país…
Y en breve se habrían embarcado en una buena conversación, enjundiosa, masculina, pero en ese momento se abrió la puerta y Addie irrumpió en la habitación. Era cuatro años menor que su marido y cinco menor que el señor Porritt, pero nadie lo habría adivinado porque no aprobaba que uno quisiera parecer joven. Aprobaba el tener un aspecto cuidado, limpio y sufrido, y eso lo conseguía con creces.
—¡Aquí estás! —exclamó echando un vistazo a su hermano como para asegurarse de que estaba, en efecto, de una sola pieza—. ¿Qué ha pasado?
—Me he confundido de autobús —le explicó el señor Porritt.
—¿Has comido?
—He picado algo.
—¿Dónde está Cluny?
—En la cama.
—¿Cómo, enferma?
—No —dijo el señor Porritt con paciencia—. Ha leído un artículo en el periódico sobre cómo quedarse un día en la cama comiendo naranjas descansa los nervios y tonifica el organismo.
Por un segundo, Addie Trumper lo miró estupefacta. Se le tensó la mandíbula. Parpadeó. Tanto su marido como su hermano se prepararon inconscientemente para lo que venía.
—¡Anda la osa! —voceó Addie Trumper—. ¿Pero quién se cree que es?
Ahí estaba de nuevo, la inevitable pregunta que, por alguna extraña razón, Cluny Brown parecía suscitar siempre. Y, sin embargo, ¿podía haber una respuesta más sencilla? Su difunto padre conducía un camión, tenía un tío fontanero, su madre había sido la cuñada de ese fontanero, su otro tío era mozo de estación (en la Great Western)… ¿Cómo iba a dudar nadie de quién era Cluny? ¿Cómo podía haber ninguna duda respecto a quién creía que era? Era evidente. Y, aun así, si el señor Porritt no había oído esa pregunta mil veces, no la había oído ninguna. Él mismo se la hacía. Pero ni para él ni para Addie Trumper tenía respuesta.
—Lo que le hace falta a la joven Cluny —afirmó la señora Trumper cogiendo aire—, ya lo he dicho antes y volveré a decirlo, es entrar a servir. En una buena casa, con una gobernanta estricta. Acuérdate bien de lo que te digo.
Pero el señor Porritt no tenía intención de dejarse intimidar.
—Y yo ya te he dicho que no puedo prescindir de ella. Necesito a alguien que atienda el teléfono cuando no estoy en casa.
—¡Para qué te hará falta un teléfono!
El señor Porritt y Trumper intercambiaron una mirada fraternal. Claro que un fontanero necesitaba un teléfono: la mitad de los avisos, y todos los que eran urgentes, llegaban por teléfono. Aquella era una de las razones de la prosperidad del señor Porritt: