“Unánime condena”
Mientras leo las palabras de Abismoentrando, el rostro que imagino es el de sus veintipocos años. Aunque alguna vez he visto en Facebook fotos recientes, de Julio con sus cuarenta y cinco años, esas imágenes desaparecen debajo de la que hay en mí de un Julio veinteañero. Leo a Julio desde esa distancia, como si su Facebook fuera un conducto hacia el pasado, una isla temporal. Me gusta que siga usando como nick el nombre de nuestro grupo: lo mantiene vivo, me recuerda que aquello fue real, pasó de verdad. Y me da también un poco de asco que siga usando como nick el nombre de aquel grupo. Como si todo lo que ha pasado en estos veinte años hubiera sido, de alguna manera difícil de confesar, insignificante.
Firmé un Change.org pidiendo que no se aprobara la Ley Mordaza.
El presentador habla de una caída de siete puntos. Hay una imagen de la bolsa de Madrid. Las pantallas verticales con las columnas de las empresas del IBEX y la pantalla horizontal con la cinta continua de letras y números luminosos pasando por encima de esas cabezas, de esos trajes de espaldas. Todos mirando hacia arriba, hacia esas pantallas encajadas entre arcos y vidrieras de templo donde se manifiesta la voluntad superior de Los Mercados. Siento una absurda alegría por el desplome de la Bolsa. Pienso que han acusado el golpe. Que ha sido certero.
Imagino a toda la gente que no está viendo el telediario. El país de aquellos a quienes no está destinado el relato del telediario. Es una imagen oscura y borrosa, el mundo más allá de la Clase Media: radios emitiendo en árabe, en francés, en rumano; casas llenas de colchones, rostros sin forma saliendo de la noche, buscando comida en los contenedores, las colas de los comedores sociales, pisos ocupados, sin luz ni agua, con las persianas bajadas. Barrios enteros de gente que no lo está viendo, que no se ha enterado de este asesinato ni del anterior; gente que no se parece a nadie que conozcamos, cuyas miradas no tienen sentido. Lo imagino y sé que es mentira, que es así como debo imaginarlo según el telediario; ese es su papel en la serie: lo desconocido y amenazante, oscuro, ininteligible.
Anita Arreche no ha puesto ninguna imagen, ningún enlace a la noticia. No hay toro de Osborne. Solamente este texto: “El fin no justifica los medios. La violencia solamente engendra más violencia. Yo, hoy, no me acuerdo de sus palabras o de sus actos. Solamente puedo pensar en su mujer, en sus hijos, en esa familia rota. Creo que la única palabra que se puede decir hoy es SALVAJADA.” Veo la foto de perfil de mi hermana: su hijo Miguel, mi sobrino Miguel, de espaldas, con el pelo rubio de niño de tres años sobre el pecho de su madre, a la que tampoco se le ve la cara. Una foto de perfil sin perfiles, sin rostros, pura maternidad cautelosa y celosa de su intimidad pública. Escucho también la voz de mi hermana al leer sus palabras. Esa seguridad irritante, esa falta total de duda nacida desde el núcleo de la maternidad y la familia, desde los editoriales de los periódicos nacionales. Veo el rostro oculto de Miguel, el salvaje. Lo imagino jugando con sus muñecos, poniéndolos sobre una alfombra, decapitándolos gozosamente. Pienso en la palabra “salvajada” y pienso en niños. No le doy a megusta. No hago ningún comentario. Siento cómo la ausencia de mi megusta se instala en el rostro de mi hermana ante su ordenador. La imagino juzgándome, confirmando sospechas, odiándome sin esfuerzo, con la inercia de un sentimiento ejercitado a lo largo de los años, como un tic totalmente asimilado y llevado con orgullo. Hay una satisfacción inevitable en ser juzgada. La confirmación de una existencia, la limosna que cae sobre una mano extendida casi sin querer.
Imagino niños. Niños durmiendo ya, ajenos al telediario, al mundo en el que habitamos todos los telediarioespectadores. Un mundo oscuro e incomprensible. Niños ricos y niños pobres, durmiendo ahora, habitando otra realidad, siempre. De pequeña hicimos un informativo en el instituto. Yo hacía de presentadora. Lo hacíamos en inglés. Las noticias eran de risa, absurdas. No veíamos el telediario. No sé a qué edad empecé a verlo, pero ya antes fui presentadora de uno, delante de toda la clase, que se reía de mis chistes, escritos en inglés.
“No detendrán el Progreso. Seguiremos trabajando por España y por el Empleo.”
El THC empieza a abrazarme por dentro, al principio con esa sensación de culpa y de remordimiento, que también he aprendido a disfrutar. El placer morboso de la derrota.
Firmé un Change.org pidiendo la legalización de la venta de marihuana.
Desde la ventana, Madrid está callada, como siempre a esta hora, vuelta hacia dentro, hacia los sofás y los pijamas. Es la hora del Prime Time. Los carriles de la M30 son demasiado grandes y demasiado negros. Siempre hay más vecinos que fuman en las ventanas a esta hora, dando la espalda a sus familias, encerrados en la insignificancia del cielo nocturno de las grandes ciudades, sin nada concreto que mirar. Están pensando en la reacción de Los Mercados, en la posible venganza; están rezando para que no caiga sobre su sueldo, sobre su empleo o su hipoteca. Pueden pasar demasiadas cosas y todas malas: la prima de riesgo, subida del Euribor, reducciones de plantilla, deslocalizaciones. Están pensando en divorcios y en coches nuevos.
Hay siempre un extraño resplandor hacia el oeste. Desde donde debería comenzar el apocalipsis, donde debería haber caído un meteorito; o tal vez es un resplandor de hordas con antorchas y barricadas de calles ardiendo. Imagino la M30 llena de coches en huida hacia algún sitio, buscando una salvación imposible. La calle tomada por la gente, todas las casas vacías, el presentador del telediario hablando para nadie, un millón de salones huecos, de sofás vacíos, con la voz del presentador en medio del silencio, mientras abajo toda la ciudad ha salido a hacer una revolución definitiva.
Había una canción sobre eso: “La revolution ne será pas televisée”. Me gustaba. La gritaba, como si yo fuera la canción. Todavía puedo sentir una brasa de vergüenza ante la imagen de mí misma gritando esa canción.
La hora del Prime Time era el tiempo que antes compartía con Gustavo. Era la hora de estar juntos en silencio. Es la hora en que las parejas se sientan en un sofá y comparten la misma serie, la misma película, el mismo concurso. Es un tiempo sagrado, al final de la jornada, para olvidar todo lo que se ha hecho y todo lo que no se ha hecho. Estábamos unidos por la pantalla, consensuábamos la serie o la película, huyendo de la vulgaridad de la programación establecida para gente siempre casi analfabeta. Elegíamos con un gusto exquisito y cosmopolita, que luego publicábamos en Facebook.
También entonces hablaba sola, pero de una manera distinta, como si la voz entre comillas estuviera mucho más lejos, al fondo de muchos kilómetros de pasillo.
Sé que hay bares ahí fuera, como en otra dimensión, inaccesible en el tiempo.
Estoy en mi tiempo de ocio. Madrid entera está descansando, encerrada detrás de las ventanas. España entera es ahora un sofá y un televisor encendido. El tiempo de ocio, el merecido descanso, los pies en alto, liberados de la tiranía de los zapatos, de los tacones, de las medias; la sangre volviendo a circular, la sangre otra vez nuestra y no de ellos.
El Prime Time vuelve a llegar todas las noches, aunque Gustavo ya no esté. Y esas dos horas entre el Telediario y la cama son un fantasma que dilata el tiempo. Podría hacer todas las cosas que nunca hice.
La película que empieza ya la he visto, más de una vez.
Hay un millón de artículos por leer, hay una imagen de mí leyendo esos artículos y siendo una intelectual, terminando la tesis, dando charlas, siendo respetada y admirada. Hay una imagen de mí como esas personas que parecen seguras de lo que hacen y lo que piensan y del lugar que ocupan en