Se empeña ella en limpiar el estropicio de la cocina a pesar de que Plaza le dice no, mujer, no importa, de verdad. Es verdad que no le importa porque a Vicente Plaza le disgusta su casa y se congratula de sus pequeños accidentes, contemplar cómo se arruina. Pero después de insistir Castillejos, ya remangándose el vestido, poniéndose de rodillas en el suelo y pidiendo un paño, Vicente Plaza experimenta la antigua tibieza de la servidumbre femenina. La deja limpiar y mientras tanto le prepara la cama de su habitación y vacía la escupidera por la ventana. Le enseña la estufa y le indica el carbón está casi todo quemado pero algo calentará. Plaza enciende la chimenea y da unos golpes a los cojines del canapé. Conforme se desviste va doblando las prendas del uniforme o extendiéndolas, sorprendido de reencontrarse con esa vieja costumbre.
9
Aunque viven entre dos iglesias y detrás tienen una parroquia, las tres parejas de campanas que llaman a misa de las doce no despiertan ni a Domingo Torres ni a Juan Antonio Yandiola. Cuando las campanadas se extinguen Torres empieza a roncar, y son los ronquidos lo que despierta a Yandiola. Se tapa la cabeza con la almohada, se pone de cara a la pared, luego chasquea insistentemente la lengua. Entra en una duermevela agotadora que hace suyos los golpes en la puerta. Sólo cuando se vuelven violentos se levanta con el corazón loco, y para hacer las dos varas que separan su cama de la puerta tiene que saltar por encima de los dos sillones nuevos y tiene que chocarse con las dos estufas nuevas. Domingo Torres da un espasmo de sueño profundo y sigue durmiendo.
Un hombre apuesto y bien abrigado dice hola. La respiración abrumada de Yandiola responde buenos, días, perdón, no le, entretengo, más, y tiende la mano. ¿Mensaje, verdad?, añade. El hombre asiente y pregunta ¿es usted el señor don Domingo Torres? Yandiola recoge la mano tendida y se la mete por la pechera del camisón. El cambio de temperatura del cuarto caldeado y líquido al rellano frío y seco le ha despertado también la piel. Eh… No, responde. El señor don Domingo Torres, por favor, dice el mensajero. Yandiola se gira hacia el interior del cuarto y ve el bulto bajo las mantas. Está indispuesto. Puedo dárselo yo. Le agradezco, responde el mensajero, pero debo hacer la entrega personalmente. Yandiola mira al mensajero unos segundos, se gira de nuevo hacia el interior del cuarto y grita señor don Domingo Torres, señor don Domingo Torres, y el bulto ronronea apenas. Domingo es que no se levanta los domingos, sabe usted, le dice Yandiola al mensajero, y cruza los brazos y se reclina en el quicio de la puerta. El mensajero se acerca a Yandiola y dice disculpe, señor… Yandiola, dice Yandiola. Señor Yandiola, retoma el mensajero. Me hace el favor de despertar a su amigo Domingo aunque sea domingo. Yandiola bosteza en su cara y musita Do Domingo, y luego alza un poco la voz, Domingo. El mensajero respira con resolución, dice con su permiso y traspasa el umbral de medio lado. Sortea ágilmente los muebles de la habitación atestada. Se sube en los dos sillones, salta por encima de las dos consolas, eh, cuidado con rayarlo, advierte Yandiola sin efusividad, hasta que el mensajero alcanza el catre. Grita ¡señor don Domingo Torres!, y la cabeza de Torres aparece por el lado opuesto de la cama qué berridos, qué pasa, dice ahogado en bostezos. El mensajero lo destapa y pone delante de él una pequeña valija. El señor don Domingo Torres es usted. Ay, sí, qué frío, responde. Disculpe que le moleste en domingo y en su casa, pero no podía esperar a entregarle el mensaje mañana en la imprenta. Es urgente. Domingo Torres mira al mensajero pero no atiende. Dice gracias, se abraza al paquete y se vuelve a tapar. El mensajero salva otra vez los obstáculos del mobiliario, pasa por encima de las piernas de Yandiola y masculla a los buenos días. Yandiola empuja la puerta para cerrar de un portazo pero se le queda entornada y tiene que volver, girar el pomo y encajarla.
Torres trastea el cofrecillo abollado y Yandiola oye las monedas amortiguadas por las tres capas de cobertores. Una mano de Domingo Torres asoma y tantea el aguamanil hasta que encuentra su navaja de afeitar. La mano regresa a la cama, la navaja rompe los cierres y Domingo Torres saca el rollo. Bracea entre las mantas hasta abrirse un hueco de cara a la pared.
Estimado Domingo:
Mi salud mejora, gracias por interesarse, y la mejoría se debe sobre todo al aliciente que nuestro heroico menester representa. He cogido peso y color, ayer paseé por el jardín. Hay que ver. Uno no se enferma en seis años de lucha sanguinaria y ahora, con nada que cambie el tiempo, una neumonía. Mi cuerpo está acostumbrado a la acción. La comodidad del despacho y la rutina me lo corrompen. Y también que uno tiene ocho años más que hace ocho, todo sea dicho. Disculpará entonces mi indisposición para verle personalmente, aun mediando tan poca distancia entre su casa y la mía. Además, es más seguro de esta forma. Yo ya noté que me miraban con extrañeza sus compañeros los otros escribientes de la Imprenta Real, el día que me presenté con los dos soldados que se dicen guardas de mi persona pero que en verdad están para no quitarme el ojo de encima. ¡Se pensaban, incluso usted mismo, que había hecho aparición la Junta Censora! Qué más quisiera yo, querido amigo, que tan delicada institución estuviera en mis manos o en las suyas, como lo estuvo en Cádiz, y no entre las pezuñas del séptimo diablo y sus diablillos. Tiempo al tiempo, tiempo al tiempo.
El golpe se dará el día diez y ocho del corriente. Es la fecha más propicia según me informa nuestro comisario encargado, y no le falta razón. No es ningún secreto que Su Bajeza Real gusta de visitar los domingos la casa de cierta meretriz, gitana no sé pero andaluza seguro, apodada Pepa la malagueña. Visitas para las cuales, por la discreción que su inmerecido rango le impone, ni se hace acompañar por su escolta habitual, ni va en su Real carruaje ni viste sus Reales ropas. Muy al contrario, va a caballo en la sola compañía de su amigo de correrías el Duque de Alagón y de un par de Guardias de Corps de los más veteranos, y los cuatro disfrazados. Además, el día diez y ocho todavía faltarán diez días largos para que sea carnaval, que es en carnaval cuando los hombres del Corregidor están más pendientes de hacer preso a cualquier desgraciado que parezca que va a un baile aunque sólo vaya a por huevos. En resumidas cuentas, el domingo es un día insospechado, y es la insospecha lo que pretendemos. Así pues, el viernes próximo día diez y seis tienen que estar ganados todos los que deban intervenir, incluidos los de cuerpos francos y oficios viles, y el sábado y el domingo dejarlos sólo para afinar detalles de situación y táctica, pero de eso se hace cargo el comisario valenciano. Usted no tiene más que comunicar a sus ángulos la cercanía del atentado, darles dinero, revolucionarlos un poco y esperar órdenes. También les dice usted que vayan sobornando a los menos instruidos, mendigos incluso, para que corran el rumor y creen confusión y barullo el día en cuestión en las inmediaciones de la Venta del Espíritu Santo, el arroyo de Abroñigal y la calle Alcalá sobre todo, que de ello podrán sacar beneficio. Pero ni una palabra más, ni rey, ni conjura, ni Constitución.
También disculpará usted la entrega irregular de esta carta, en su casa en vez de en su trabajo, y en su día de descanso, pero la empresa está a punto de consumarse y los preparativos deben ser ultimados, y pasado mañana es martes y trece. Para ese día hay orden expresa y tajante de no realizar ningún movimiento en ningún nivel del triángulo, ni en los altos ni en los bajos; ni citarnos, ni escribirnos, ni mandar emisarios, ni darnos dinero, ni mencionar el asunto, ni pensarlo siquiera. En día de mal agüero, que toda la estructura se paralice. Por eso mismo, ya mañana día doce una comitiva triangular de orden inferior se reúne para hacer algunas compras, nombrar algunos cargos y adelantar trabajo. Dedique usted el martes trece a sus poemas y a sus escritos.
Al respecto de sus escritos, tengo el honor de hacerle llegar las enhorabuenas de nuestro amado y blanco, blanquísimo patriota desde su penoso exilio inglés, con quien tuve la suerte de contactar hace unos meses, dadas nuestras afinidades ilustradas. Porque lo admiro a usted, Domingo, y creo en su talento, le hablé al blanco patriota de usted y de sus inolvidables colaboraciones en La Abeja Madrileña, de aquellos gloriosos tiempos en que zumbaba en los oídos de los facciosos. También le he enviado algunos ejemplares de Las Amenidades Literarias y me ha respondido que le conmueve ver la calidad de las letras españolas sobrepuestas a las adversidades, a la pobreza