Lope asesinó también al teniente Vargas y dirigió un manifiesto a los rebeldes, que le siguieron. Los sublevados proclamaron general y príncipe del Perú a Fernando de Guzmán, y mariscal de campo a Lope de Aguirre.
Como Guzmán reconviniera a Lope por su inútil crueldad, el feroz vasco, que no admitía reconvenciones, se vengó de él, asesinándolo y cometiendo después una serie de atropellos y de crímenes.
A la cabeza de sus hombres, subyugados por el terror (ahorcó a ocho que no le parecían bastante fieles), bajó por el Amazonas y recorrió, después de meses y meses, la inmensidad del curso de este enorme río, y se lanzó al Atlántico.
No contaba Lope más que con barcas apenas útiles para la navegación fluvial; pero él no reconocia obstáculos y se internó en el Océano. Lope de Aguirre era todo un hombre.
Resistió en alta mar, cerca del Ecuador, dos terribles temporales en sus ligeras embarcaciones, y fué bordeando con ellas las costas del Brasil, de las Guayanas y de Venezuela.
Allí donde arribaba, Lope se dedicaba al pillaje, saqueando los puertos, quemando todo cuanto se le ponía por delante, llevado de su loca furia.
El fraile de la flotilla se permitió aconsejar, suplicar a su capitán que no fuera tan cruel. Aguirre le escuchó atentamente, y atentamente lo mandó ahorcar.
Sintiendo quizá remordimientos en su corazón endurecido, llamó a su presencia a un misionero de Parrachagua, para confesarse con él; y como el buen sacerdote no quisiera darle la absolución, ordenó lo colgaran, sin duda para que hiciese compañía al otro fraile ahorcado.
Los aventureros poco adictos a su persona iban sufriendo la misma suerte.
De los cuatrocientos hombres que salieron con Ursúa, no le quedaban a Lope más que ciento cincuenta, y de éstos, muchos iban, por días, desertando.
Aguirre, al verse sin la tripulación necesaria para sus barcos, les pegó fuego, y luego se refugió, con su hija y algunos compañeros fieles, en las proximidades de Barquisimeto, de Venezuela.
Allí, en el campo, en una casa abandonada, Aguirre escribió un memorial a Felipe II, justificándose de sus desmanes, y para dar más fuerza a su documento, lo firmó de esta manera audaz, cínica y absurda:
Lope de Aguirre,
el traidor.
Las tropas del rey, unidas con algunos desertores de Aguirre, fueron acorralando al capitán vasco como a una bestia feroz, para darle muerte.
Quebrantado, cercado, cuando se vio irremisiblemente perdido, Lope, sacando su daga, la hundió hasta el puño en el corazón de su hija, que era todavía una niña.
—No quiero—dijo—que se convierta en una mala mujer, ni que puedan llamarla, jamás, la hija del Traidor.
Después mandó a uno de sus soldados fieles que le disparara un tiro de arcabuz.
El soldado obedeció.
—¡Mal tiro!—exclamó Lope al primer disparo, al notar que la bala pasaba por encima de su cabeza.
Y cuando sintió, al segundo disparo, que la bala penetraba en su pecho y le quitaba la vida, gritó, saludando a su matador, con una feroz alegría:
—Este tiro ya es bueno.
Realmente, Lope de Aguirre era todo un hombre.
Después de muerto le cortaron la cabeza y descuartizaron el tronco, conservándose la calavera en la iglesia de Barquisimeto, encerrada en una jaula de hierro."
Esto es lo que cuenta Cincunegui en sus Recuerdos históricos de Lúzaro, y, poco más o menos, es lo que decía el libro de casa de mi abuela, aunque con muchos más detalles y comentarios.
El leer aquellas aventuras de Aguirre me producía un poco la impresión que produce a los niños Guignol cuando apalea al gendarme y cuelga al juez. A pesar de sus crímenes y de sus atrocidades, Aguirre, el loco, me era casi simpático.
VII
EL FUNERAL DE MI TÍO JUAN
Una impresión de la infancia que me causó gran efecto, fué el funeral de mi tío Juan de Aguirre.
Durante mucho tiempo constituyó un misterio el paradero del hermano mayor de mi madre, hasta que se supo que había muerto.
Comprobé, con esa penetración que es frecuente en los chicos, que en mi familia existía cierta reserva al referirse a mi tío Juan; ni mi madre, ni su hermana Úrsula, ni mi abuela, querían hablar del desaparecido, y este misterio y esta reserva excitaron mi fantasía.
Nuestra criada la Iñure, que era muy supersticiosa, me aseguró que el tío Juan no había muerto.
—¿Pues dónde está?—le pregunté yo.
—Está lejos de aquí.
—¿Y por qué no viene?
—No puede venir.
—Pero ¿por qué?
Al último, y después de grandes recomendaciones para que no dijera nada a mi madre, la Iñure me contó que mi tío Juan se había hecho pirata, que le habían llevado a un presidio de Inglaterra, donde estaba preso con cadenas en los pies y unas letras impresas con un hierro candente en la espalda. Por eso, aunque vivía, no podía venir a Lúzaro.
La historia de la Iñure me sobreexcitó aún más, y exaltó mi imaginación hasta un grado extremo. De noche me figuraba ver a mi tío en su calabozo, lamentándose, desnudo, con las letras grabadas en la espalda, que se destacaban de un modo terrible.
Por esta época, y para que se fijara más en mí la memoria de mi tío, se celebró su funeral en Lúzaro. Al parecer, mi abuela recibió del cónsul de un pueblo de Irlanda una carta participándole que Juan de Aguirre había muerto. ¿Pero era verdad? La Iñure aseguró, rotundamente, que no.
Recuerdo muy bien el día del funeral; tan grabado quedó en mi memoria.
Mi madre me despertó al amanecer; ella estaba ya vestida de negro; yo me vestí rápidamente, y salimos los dos al camino con la Iñure.
Era una mañana de otoño; el pueblo comenzaba a desperezarse, las brumas iban subiendo por el monte Izarra y del puerto salía, despacio, una goleta.
Llegamos a Aguirreche; estuvimos un momento, y después, mi abuela, la tía Úrsula y mi madre, vestidas con mantos de luto, y yo con la Iñure, nos dirigimos a la iglesia.
La alta nave se encontraba obscura y desierta; en medio, delante del altar mayor, la cerora y el sacristán iban vistiendo de negro un catafalco mortuorio; en el suelo se entreveían una porción de objetos, trozos de madera, en donde se arrollan las cerillas amarillentas, y cestas con paños negros.
Mi abuela, mi madre y mi tía se reunieron con la cerora, y las cuatro anduvieron de un lado a otro, disponiendo una porción de cosas.
La Iñure quería que me sentara en uno de los bancos próximos al túmulo, donde tenían que colocarse los parientes a presidir el duelo; pero a mí me daba miedo estar allí solo.
Anduve detrás de mi madre, cogido a su falda, sin dejarla hacer nada, hasta que vino el viejo Irizar, con su traje negro y su sombrero