Las mentiras del sexo. Antonio Galindo Galindo. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Antonio Galindo Galindo
Издательство: Bookwire
Серия: Psicología
Жанр произведения: Сделай Сам
Год издания: 0
isbn: 9788472457225
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normal”. Y que se perciba “menos normal” no significa que sea anormal, sino que es diferente. Pero es un fenómeno psicosocial que lo diferente suele verse con recelo y desconfianza inicialmente.

      Este convencionalismo (invento) de lo normal (que se gestó en años de historia) ha estado en permanente cambio, pero puede considerarse aún que quienes viven una sexualidad no monogámica ni heterosexual no siguen el sistema, es decir, son diferentes por contraste con lo que se considera “normal” y ello debido al enorme peso que sigue teniendo ser monogámico y heterosexual en nuestra cultura. Veamos de dónde procede este fenómeno.

      ¿CÓMO SURGEN LAS FAMILIAS?

      Aunque hay diferencias en el uso del sexo según las diferentes culturas, los antropólogos –véase una relación de escritos en Velasco (1995) y Harris (1986)– coinciden en asociar el uso del sexo al interno de las familias (y no al externo de ellas) como principal lugar de manifestación y vinculándolo básicamente con la necesidad de la reproducción.17 La familia es el mínimo grupo de relación que parece encontrarse en prácticamente todas las culturas y se configura como núcleo básico de unidad social. ¿Quiere eso decir que no hay –en las diferentes culturas– manifestaciones sexuales más allá de lo que es el fin de la reproducción para hacer crecer las familias? Sí las hay, y de hecho existen ritos de iniciación en algunas culturas, encuentros sexuales fuera de las parejas oficiales, etc., que muestran que el sexo tiene muchas manifestaciones. Pero llamo la atención sobre lo siguiente: la sexualidad utilizada para la reproducción se encuentra en el origen de la formación de las familias como grupo social básico con la función de convertirse en unidades de producción. Y además la familia es un hecho evolutivo, no el único modo de asociación entre personas, que responde a unos objetivos como ya he argumentado en el epígrafe anterior. Los propósitos iniciales de las familias fueron crecer en población y servir de unidad económica.

      Con el fin del nomadismo y el inicio del sedentarismo –y el consiguiente hecho de empezar a cultivar la tierra (medios de producción)– se fue creando la necesidad de tener más personas (mano de obra) que pudiesen colaborar en las tareas de siembra, riego, recolección, etc. ¿Y qué mejor alternativa de colaboración que la extensión de la propia familia a través de un vínculo determinado, el sanguíneo o el parentesco (Beattie 1986, Lévi-Strauss 1991, Schenider [1971] en Dumont, 1975)?18 Así pues, nuestro modelo sexual se asocia indefectiblemente al progresivo surgimiento de la propiedad privada y las familias como sistema básico de producción. Y una conclusión más radical de este planteamiento extrapolada a nuestros días sería que hacemos el amor o tenemos sexo según lo marca nuestro sistema de consumo y de propiedad privada.

      Por lo tanto es importante entender que lo que hoy conocemos como familias tiene su origen en una conveniencia evolutiva de la especie humana, y ello no quiere decir que el uso básico del sexo haya de ser la reproducción, sino que sólo hay indicios claros de que la reproducción, originariamente, fue una razón poderosa. No nos extrañe, por lo tanto, cómo esta creencia y este propósito siguen vigentes en nuestras cabezas y son la causa de algunos problemas que tienen la sexualidad como trasfondo:

       Chicas que se quedan embarazadas sin tener una pareja reconocida pueden seguir siendo un problema. Y pueden sufrir traumas, angustia o trastornos emocionales.

       Muchas personas piensan que hacer el amor fuera de la pareja se considera una traición entre quienes forman la propia pareja (otras personas, en cambio, no lo piensan).

       Muchos están solos deseando tener una familia.

       Vivir solo (sin ser cura o monja) puede tener la connotación social (falsa, pero existente) de que se pueda ser homosexual o un bicho raro (y para muchas personas ambas cosas pueden pertenecer al mismo saco de lo “anormal”).

      Sí, hemos evolucionado algo en cuanto a las formas de unirnos: ahora ya no es un problema –o al menos no lo es tanto como antes– vivir en pareja sin estar oficialmente casados. Pero las creencias y los propósitos siguen ahí. Las familias continúan siendo centro de vinculación y de referencia social. Y fuera de ellas, las personas que inventan otros modos de relación no familiares (que viven en grupos, o también los solteros) son percibidas en muchos casos como extravagantes.

      Muchos de nosotros seguimos manteniendo como modelo ideal (cultural y económico) el de la familia unida por lazos de sangre. Y eso es algo que va más allá de nuestra conciencia, por ejemplo:

       Algunos solteros quieren tener pareja, pero si no la consiguen pueden sentirse incompletos por ello e incluso perder el sentido de la vida.

       El fin último de la vida añorada por muchas personas parece que sea tener pareja para tener felices relaciones sexuales dentro de ese vínculo que es privado.

       Hay mujeres y hombres solteros que buscan formar familias a través de la adopción de niños.

       Otros buscan pareja para no estar solos.

       Las reivindicaciones de legitimidad social (homosexuales, madres solteras…) denotan la voluntad de formar familias como argumento para conseguir lo que quieren.

      Mi hipótesis es que en algunos casos se puede estar buscando la pertenencia a una pareja o a una familia a toda costa y luego, bien puede causarnos hastío –si no existe el amor– o bien angustia cuando no se acaba de conseguir el modelo ideal. Da la sensación de que en este tema manda un automatismo inconsciente –que se explica a través de las creencias monolíticas que hemos descrito– más que un acto libre de voluntad y de deseo.

      Conclusión: la familia, antes de ser una realidad (que también lo es), es un deseo que tenemos incorporado en nuestra mente para el que estamos programados. A veces se vive con ilusión, pero otras con desesperación al no conseguirla.

      La idea de la familia la llevamos en nuestras creencias más profundas, es el esquema mental de base de muchos de nosotros y que sigue vigente en nuestra estructura social y cultural. Pero, insisto, sólo es una alternativa de agrupación social. No la única. Y ello no invalida que haya familias que se sientan orgullosas de serlo y que sean felices.

      A este respecto es importante destacar el sufrimiento que suelen causar en muchas personas los procesos de idealización. Idealización es el choque entre una idea y la propia realidad. Es decir, como mi empeño es que mi felicidad consiste en conseguir tener una familia, una pareja, un coche, una casa, un trabajo estable… – en definitiva un cliché que me han contado que es lo que tengo que conseguir para sentirme realizado–, pero la realidad es que no tengo todas esas cosas o no las consigo a pesar de mis intentos, entonces me creo que estoy condenado (una nueva creencia) a no sentirme realizado, a ser infeliz y a pasarme las horas y los días en el anhelo permanente de lograr algo que, en apariencia, está fuera de mi alcance. Este estado se denomina emocionalmente frustración.

      La frustración es una de las emociones más generadoras de negocio: a más creación de frustración (ideales más elevados que no alcanzaré), más intentos de conseguir esos ideales, de emplear tiempo y dinero –si es necesario– para lograr satisfacerlos. Y eso me conecta con una rueda o círculo vicioso de deseos, frustración y nuevos anhelos que jamás llegan a colmarse.

      Ésta es precisamente la dinámica interna de los problemas de ansiedad y de angustia de muchos trastornos emocionales: la de creer que la realización personal está fuera de mi alcance porque, en el fondo, he condicionado –sin darme cuenta– mi bienestar emocional al logro de objetos externos, en cosas que está bien que pueda aspirar a conseguir, pero si no lo consigo, vienen a visitarme el sufrimiento, el autodesprecio y la depresión personal, la sensación de falta de valía personal y, en el peor de los casos, la autodestruccción.

      ¿Qué ocurre, entonces, con quienes no encajan en este modelo ideal y no se adaptan al patrón que socialmente parece mayoritario? ¿Están condenados a ser marginados o a estar desesperados cuando intentan formar parejas y familias y no lo consiguen? ¿No tienen validez sus vidas? Claro que la tienen, sólo que se enfrentan a un choque con la cultura, nada más (y nada menos). Mi propuesta, por lo tanto,