Un tripulante llamado Murphy . Álvaro González de Aledo Linos. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Álvaro González de Aledo Linos
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788416848768
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la isla, que aún hoy es de su propiedad, aunque se puede visitar. Desde el mar la torre defensiva es impresionante porque está construida en una península de la costa Sur que apenas sobresale del agua, y parece que el edificio está flotando. A la costa Sur hay que darle un amplio resguardo, por lo menos de una milla, porque está llena de restingas de piedras como las que se ponen en el monte para atravesar un lodazal. En la esquina Sureste está el islote pelado de Saint-Féréol. Todos estos peligros, eso sí, están bien balizados con marcas cardinales.

      Aunque el pronóstico volvía a dar vientos borrascosos del Oeste de fuerza 7 a 8 por la tarde y por la noche (hasta fuerza 9 en Córcega) durante la mañana iba a haber solo brisas de dirección variable de fuerza 1, y se cumplió. Hicimos toda la travesía apoyados un poco por el motor, para crear viento aparente. Uno de esos días exasperantes en que quisieras abrir las aguas como Moisés y seguir por el fondo con las bicis. Porque a los marinos nos molesta más el poco viento que el demasiado, pues este último lo puedes gestionar reduciendo la vela pero contra el calmazo solo te queda meter motor, algo insoportable. Cuando me veo obligado a navegar con velas y motor utilizo una distribución de velas poco ortodoxa si quiero ceñir mucho para no dar bordos innecesarios. Como el génova queda por fuera de los obenques no se puede cazar todo lo que quiero. Entonces le rizo un poco y reenvío la escota al winchi de las drizas por dentro de los obenques. No pinta muy bien pero me permite ganar unos 10 grados al viento sin que el génova se acuartele, lo que en las travesías largas es un puntazo. Pues así hicimos una parte de la travesía de ese día.

      Al hacer el café de media mañana comprobamos que el agua sabía a plástico. Entonces nos acordamos de que el sobrante de la ducha solar (esa bolsa de plástico negro que se expone al sol para que caliente) lo habíamos vertido en el bidón del agua de beber y nos propusimos no volver a hacerlo. Ese día no nos quedó más remedio que aguantarnos pues no la podíamos tirar. Más adelante apareció el mar lleno de burbujitas por doquier. Al mirarlo mejor vimos que eran pequeñas medusas y que las había por millones. Cogimos alguna con el esquilero y comprobamos que eran las llamadas “marinero de viento” (Velella Velella). Son pequeñitas y tienen una burbuja de gas, como la carabela portuguesa, que les permite usar el viento para desplazarse. A diferencia de la carabela, su “vela” es triangular y su pequeño flotador semisumergido hace un poco la función de una quilla, de modo que pueden desplazarse “ciñendo” ligeramente, y no solo arrastradas a favor del viento. Tienen los tentáculos pequeñísimos y su picadura es muy grave y dolorosa. Nos propusimos preguntar en Mónaco por su presencia, pues cuando hay medusas en el agua hay que ponerse guantes para subir el fondeo y las amarras que han tocado el agua, porque pueden haber dejado sus tentáculos en la cadena. Al volver a pasar por estas aguas en la navegación de regreso a España volvimos a encontrarlas pero secas, como un resto cartilaginoso, algo sorprendente que no habíamos visto nunca. Ya os lo contaré más adelante.

      A las 10:30 h llamé por teléfono a las dos marinas de Mónaco (Fontvieille y La Condamine o Port Hercule) para saber sus precios y nos encontramos con la desagradable noticia de que ninguna de las dos tenía plazas libres esos días. No lo sabíamos, pero estaban preparando el Grand Prix de Fórmula 1 y la ciudad estaba abarrotada. Entonces probé en la Marina de Cap d’Ail (sí, cabo de Ajo, como el nuestro de Cantabria pero dicho en francés). Es el último puerto francés antes de Mónaco y es como un bicho raro con la tripa francesa y la espalda monegasca, porque la frontera entre Francia y Mónaco pasa por la calle de los pantalanes. Una acera es francesa y la otra de Mónaco. Allí me dijeron que había tenido suerte porque para un barco tan pequeño sí tenían sitio. Además solo costaba 11 euros la noche y en realidad estaríamos en Mónaco. Murphy: 5, Corto Maltés: 7. Así pues, dirigimos nuestra proa hacia Cap d’Ail. Toda la travesía estuvimos siendo sobrevolados por helicópteros de los que hacen el trayecto entre Mónaco y Cannes, y adelantados o cruzados por megayates que hacían la misma línea. Ya habíamos entrado en la zona de costa conocida como “La Riviera” que grosso modo abarca desde Marsella hasta La Spezia, en Italia, y la Guía Imray nos advertía del abundante tráfico de superyates, que como no caben en los puertos pasan la noche fondeados fuera, y de la dificultad de encontrar amarres y de sus precios. Como la línea costera tiene dirección Nordeste y está protegida por altas montañas, está relativamente preservada del mistral (del Noroeste) y en general de los vientos del Oeste, y en verano lo que prevalece es la brisa marina que aquí viene del Este-Sureste y raramente sobrepasa la fuerza 5. Por eso la región tiene un clima moderado durante todo el año. Aparte de su peculiar geografía y clima en el contexto del mediterráneo, históricamente también es peculiar pues entre 1388 y 1860 perteneció a Italia.

      El puerto de Cap d’Ail (43º 43,41’ N; 7º 24,87’ E) se reconoce de lejos viniendo del Oeste, por los grandes rascacielos del principado de Mónaco (al que algunos conocen como “la pequeña Manhattan” o “el Nueva York de juguete”) y los 9 arcos del Estadio Louis II. De más cerca su entrada parece un búnker, toda de hormigón en la punta de un largo dique y con un letrero enorme anunciando “Port de Cap d’Ail”. La capitanía está nada más entrar a babor y llegamos hacia las 13 h. El marinero nos dijo orgulloso que estaban ampliando el puerto para acoger más megayates, de los que en ese momento tenían creo recordar que once. Pues si en Cannes la náutica era la desmesura, en Mónaco era el despropósito. Después de hacer los trámites aproveché que la gasolinera estaba en el mismo muelle de la capitanía para comprar gasolina. Tenía encima de los surtidores una botavara enorme de un barco clásico como adorno. Eché 5 litros y me faltaban unos céntimos. Tomás, el gasolinero, me dijo que no me preocupara, que conmigo no se iba a hacer rico. El barco que venía después echó 400, y me dijo que algunos megayates echan 5.000 litros (¡!). Se los tiene que traer un camión cisterna para no vaciarle a él su depósito y tardan más de dos horas en llenar. La marina tenía wifi pero en la práctica solo se cogía en las inmediaciones de la capitanía, y teníamos que ir allí para conectarnos. Nosotros andamos siempre buscando wifi para contar las anécdotas del viaje en el blog del Corto Maltés y para contactar con nuestras familias, y es una de las servidumbres incómodas de navegar. Pues en Cap d’Ail había megayates que tenían para ellos solos tres redes wifi: una para los dueños, otra para los invitados y otra para la tripulación. Y más adelante en la Isla de Elba, en Portoferraio, su capital, vimos otros superyates con cinco redes, y como había tantos aquella intrincada red de wifis llegaba a ocultar y entorpecer la recepción de la de la capitanía.

      Nos asignaron un puesto en la punta del pantalán de visitantes, que está justo en la proa del de megayates, pero las tomas eléctricas estaban ocupadas y nos desplazamos hacia atrás por el pantalán. Total que al final nos quedamos casi tocando la proa de uno de los megayates, y allí a su lado el Corto Maltés parecía el barquito de los Clik de Playmobil. Pero es que los pequeños también eran una desmesura. Al lado nuestro un barco un poco más grande que el Corto Maltés tenía cuatro fuerabordas de 300 caballos (¡1.200 caballos!; el Corto Maltés tiene 8) y vimos barcos que tenían que entrar al puerto marcha atrás porque dentro no cabían para dar la vuelta. Aunque el pantalán estaba organizado para amarrar en perpendicular nos dejaron ponernos como quisiéramos porque estaba casi vacío, y nos pusimos abarloados para bajar más cómodamente las bicis.

      No nos importó quedarnos en Cap d’Ail en vez de entrar en uno de los dos puertos de Mónaco. En este último caso tendríamos que haber hecho más formalidades de entrada y no llevábamos su banderola de cortesía, que curiosamente es como la de Cantabria pero al revés: rojo sobre blanco en horizontal, en vez de blanco sobre rojo la de Cantabria. Como tampoco llevábamos a bordo una de Cantabria para darle la vuelta, tendríamos que haber comprado la de Mónaco solo para una noche. Además nos preocupaba que la Guía Imray, al detallar las regulaciones específicas del puerto de Mónaco, decía entre otras cosas:

      “Está prohibido dejar a los barcos sin tripulación”.

      Nos imaginamos que el comentario y la norma serían para los megayates, que tienen varios marineros contratados para su manejo, y no para barquitos como el nuestro cuya tripulación asciende a dos, y no digamos los que navegan en solitario. Pero si hubiera sido así nos habría fastidiado la visita, porque los funcionarios de Mónaco son superestrictos. Por la calle había carteles avisando a los turistas que les podían multar por ir descalzos o con el torso desnudo