HISTORIA SIN VENTANAS
– YONNIER TORRES –
Empujé la puerta del baño. Puse las manos sobre la pared. Me miré al espejo. Quise descifrar la expresión de mi rostro. Siempre he sido malo para establecer definiciones:
Si me circunscribiera a los ojos podría haberme decidido por la tristeza.
Si me fijara en los labios la elección habría sido el abatimiento.
Mirando todo el conjunto decidí que lo más cercano era el de samparo.
Recosté mi frente a la frialdad del cristal durante unos segundos y luego abrí la llave del grifo. El agua cayó sobre la fina hoja de metal y el olor a sangre comenzó a desaparecer. Regresaron los olores habituales que sostiene todo baño de una gasolinera. Miré hacia las paredes en busca de una ventana por la cual pudiera escapar en el caso de ser descubierto, como sucede en toda historia donde hay un cuchillo, un lavamanos para escurrir la sangre, un baño que colinda con el patio y un bosque de pinos adornado por el vaho caliente de la luna llena.
Pero justo dos horas antes, cuando Salvador Fleján se quitó la cha queta de cuero negro, o de algo parecido al cuero negro y la puso encima de la mesa, quedé convencido de que ésta no sería una historia convencional. No habrían ventanas, no habría vencidos o vencedores, ni siquiera créditos finales.
Salí del baño. Saqué del bolsillo un billete de veinte pesos y le dije al dependiente que me alcanzara una botella de ron.
Su auto está listo, dijo el hombre mientras se limpiaba las manos con un paño mugriento, revisé el aceite y le dejé el tanque lleno.
¿Cuántos kilómetros faltan para llegar al próximo pueblo?, pregunté.
Treinta, más o menos. Si desea dormir encontrará un motel a la entrada. Guíese por los carteles en la carretera.
El hombre prendió la radio. Sintonizó una emisora donde trasmitían un tema de Ozzy Osbourne y regresó a su puesto tras el mostrador.
Le di las gracias. Salí afuera. La claridad de la luna caía de lleno sobre el capó de mi auto. Me acomodé frente al volante. Giré la llave en la cerradura. Eran casi las doce de la noche.
Me sentía triste, abatido y, sin dudas, desamparado.
Durante el trayecto pensé en la verosimilitud de las acciones cotidianas, en el funcionamiento del motor de un auto y en las calamidades que sufrió Baudelaire mientras cortaba las rosas de un jardín ante la mirada escrutadora de su prometida, del jardinero y de su perro rottweiler. Pensé en casi cualquier cosa que me pudiera alejar el recuerdo de aquella cantina, donde Ernesto Torres, entusiasmado ante la presencia de un coro de borrachos que fungía como público diestro, anunció la entrada de Salvador Fleján con el tono de quien dicta sentencia.
El tipo era muy diferente a como yo lo imaginaba. Según su biografía había nacido en el año 1966, en la ciudad de Caracas, capital de Venezuela. Tendría, a la altura de lo que narro, unos cuarenta y cinco años. O sea, veinte años más que yo. Sin embargo lucía joven, era alto, no tenía facciones indígenas y ostentaba con orgullo un pelo rubio que le caía sobre las cejas. La mayoría de las personas que tienen el pelo rubio lo ostentan con orgullo, sobre todo si les cae sobre las cejas.
Los escritores jóvenes cometen estupideces, dijo Ernesto de forma categórica y de acuerdo con lo que hice, creo, ya sin lugar a dudas, que tenía razón.
Yo me atreví a irrumpir sin miramientos en su aula de la Facultad de Artes y Letras, mientras dictaba una conferencia sobre la nueva narrativa latinoamericana. Hablaba de la posmodernidad, los juegos intertextuales y la ruptura con los condicionamientos aristotélicos.
Subí al estrado, lo tomé por el cuello y le dije que me presentara de inmediato a ese tal Salvador Fleján.
Sus alumnos se quedaron perplejos, pero no intercedieron en el conflicto. Para un alumno no hay acción más gratificadora que ver cómo a su maestro lo toman por el cuello, lo tiran al piso y le aciertan un par de patadas en las costillas, sobre todo cuando segundos antes hablaba de la nueva narrativa latinoamericana.
A la entrada del pueblo se levantaba un cartel de neón anunciando la proximidad de la posada. Tomé la senda de la derecha, reduje la velocidad y parqueé el auto frente a lo que parecía una recepción. En la puerta colgaba un sonajero de campanitas plásticas. La recepcionista se despertó, se acodó sobre el mostrador y abrió un grueso libro de huéspedes.
Su rostro denotaba tristeza, abatimiento y, sin dudas, desamparo.
La recepción, o lo que parecía una recepción, estaba compuesta por un sofá de cuero gastado, o de algo parecido al cuero gastado, dos butacones, una mesita de centro sobre la cual descansaba un cenicero, un par de plegables del balneario Costa Azul y en la pared una imitación del cuadro El grito; un poco desagradable, sobre todo para la recepción de una posada, o lo que parece la recepción de una posada.
La señora me pidió el carné de identidad. Creí prudente decirle que lo había extraviado, darle un nombre falso, una dirección falsa, incluso falsear mi edad, mi procedencia social y mi estado civil.
Me extendió la llave de la habitación número doce.
Le pedí que tocara temprano a mi puerta. Luego me arrepentí de haberle hablado con tal nivel de ambigüedad. Tocar temprano a mi puerta puede dar lugar a varias interpretaciones, tampoco sabía a ciencia cierta cuál era la idea de temprano que podrían tener en ese lugar.
Subí las escaleras. Me tiré sobre la cama y miré a los rincones buscando un minibar. Ya había terminado mi primera botella de ron, pero la sed, como el insomnio, sobre todo después de haber acuchillado a alguien, suele ser persistente.
El cuarto era pequeño, estaba compuesto por una cama, un espejo frontal, un armario y un baño con los olores que sostiene todo baño, ya sea de motel o de gasolinera. Del techo colgaba una lámpara amarilla y como era de suponer, dado el estado absurdo y poco convencional de esta historia, no había ventanas en la habitación para escapar, en el caso de que me descubrieran, en el caso de que los policías se apostaran alrededor del edificio con sus fusiles y sus altoparlantes.
El motel estaba en silencio. Traté de dormir, acomodé la almohada bajo mi cabeza, pero los ojos de Salvador Fleján se interponían en el sueño y me hacían despertar de un tirón.
Creí, al verlo entrar en la cantina, que me pediría disculpas, que estaba dispuesto a esclarecer la situación y jurar que no lo volvería a hacer. Sin embargo, en una historia truculenta y macarrónica, escenas como ésas no son comunes.
Ernesto es un tipo astuto. Ésa fue una de las cosas que no tomé en cuenta. Él decidió el lugar: Hay un bar cerca de la avenida, me dijo, Salvador vendrá en el primer vuelo de Caracas. Debe llegar sobre las ocho de la noche. Espéralo a las diez. A esa hora el bar estará prácticamente vacío.
Sus palabras fueron ciertas, para las diez menos cuarto sólo quedaban media docena de borrachos y un barman que movía el dial del radio de un lado para otro. Después de varios intentos atrapó Summertime, limpió algunos vasos de cristal y me dijo que la cerveza estaba caliente, la había acabado de poner en el refrigerador.
La posada mantuvo el silencio durante toda la noche. El lugar se me antojó parecido a los pueblos abandonados en las novelas del boom latinoamericano, donde el tiempo parece no correr y los personajes se sientan en el portal durante las tardes de lluvia, respiran ese aire que tan bueno es para los males respiratorios y de paso para la tristeza, el abatimiento y, sin dudas, el desamparo.
Clavé la vista en las figuras que se dibujaban en el cielo raso de