Escudriñó la oscuridad, preguntándose si Bastigal podría encontrar el camino para volver a casa. ¿La reconocería como su casa? Solo llevaban viviendo allí algo más de dos semanas. Ni siquiera había acabado de desempaquetar las cosas de las cajas.
Le pareció oír un ruido abajo, en el jardín, y el corazón le dio un brinco. ¿Sería Bastigal? Se puso una rebeca y salió fuera. Hacía una noche muy bonita, y a la luz de la luna el jardín no parecía tan descuidado como durante el día. Volvió a oír el ruido. Parecía provenir del lateral de la casa. Sin embargo, cuando torció la esquina, no fue a su perro a quien se encontró.
–¿Señora Blaze?
La madre de David volvió la cabeza y la miró curiosa. Aunque había una sonrisa en sus labios, tenía la mirada perdida. Iba en camisón, y también llevaba un sombrero de paja y unas botas de goma de color fucsia. Su mano sujetaba unas tijeras de podar, y a sus pies había un montón de tallos con espinas del rosal que tenía delante. Entonces Kayla se dio cuenta de que la mujer tenía varios arañazos en los brazos y de que estaba sangrando.
Era la primera vez que la veía desde que había llegado a Blossom Valley. Había pensado en pasar a saludarla, pero aún no lo había hecho.
En ese momento comprendió por qué la señora Blaze no le había dicho a su hijo que se había mudado a la casa de al lado. Tenía la sensación de que ni siquiera la reconocía.
–Soy yo, Kayla –le dijo con suavidad–, Kayla Jaffrey.
La señora Blaze frunció el ceño, se volvió de nuevo hacia el rosal e hizo ademán de cortar otro tallo, pero erró y solo cortó el aire.
–Mi apellido de soltera era McIntosh. Soy la amiga de su hijo, David.
¿Por qué había dicho eso en vez de decirle que era la viuda de Kevin? Aunque tampoco importaba demasiado, porque la señora Blaze se limitó a mirarla contrariada. Era evidente que estaba perdiendo la cabeza.
Kayla le quitó con cuidado las tijeras de podar, las dejó en el suelo y le puso su rebeca sobre los hombros.
–Vamos, la acompañaré a casa –le dijo a la anciana, ofreciéndole su brazo.
–Pero… los rosales.
–Yo me ocuparé de ellos –le prometió Kayla.
–No sé, es que… me gusta ocuparme de ellos yo misma. No puedo fiarme del jardinero. Si los rosales no se podan con cuidado… –se quedó callada, abriendo y cerrando la boca, como si estuviese intentando recordar qué pasaría si no se podaban bien.
–Yo cuidaré de sus rosales –le repitió Kayla.
–¿Tú eres jardinera?
Kayla vaciló un instante, pero decidió que no había nada de malo en una mentira piadosa.
–Sí, mire qué suerte ha tenido.
–Pues entonces no te olvides las tijeras –la increpó la señora Blaze.
En su tono de impaciencia, Kayla adivinó una necesidad desesperada de mantener el control que estaba perdiendo sobre sí misma y lo que la rodeaba.
Se agachó para recoger las tijeras y volvió a ofrecerle su brazo a la mujer, que esa vez lo tomó y dejó que la llevase hasta la casa. Kayla, al ver el cuidado jardín, había pensado que era la señora Blaze quien se ocupaba de él, pero sin duda debía de hacerlo otra persona, ese jardinero al que se había referido antes. Y seguramente no vivía sola, sino que tendría una empleada del hogar interna.
Subieron las escaleras del porche y llamó a la puerta con los nudillos. Al ver que no acudía nadie a abrir, llamó de nuevo, esa vez con más fuerza. Al cabo de un rato, se oyó ruido de pasos bajando las escaleras.
No le parecieron los pasos de una mujer, sino más bien de un hombre, y dedujo que debía de ser David, ¿quién si no?, pero no se esperaba la sorpresa que se llevó cuando se abrió la puerta y vio a David medio dormido, medio desnudo e increíblemente sexy.
Capítulo 7
DAVID, que tenía el pelo alborotado y parecía aún medio dormido, se quedó mirándolas entre aturdido y divertido.
Kayla se quedó mirándolo a él también. Solo llevaba unos pantalones de pijama y nada más. Tenía un cuerpo de infarto; estaba más musculoso que años atrás, cuando había trabajado de socorrista.
A la luz de la luna parecía que fuese una escultura esculpida en mármol: los anchos y poderosos hombros, el pecho bien definido, los músculos del abdomen… Kayla tragó saliva.
David parpadeó, como si se hubiese despertado del todo, y ya no pareció que la situación le hiciese tanta gracia. Cuando volvió a mirarla de arriba abajo, Kayla recordó de repente que estaba en camisón, y aunque aquel camisón, corto y de algodón, era perfecto para las noches de verano porque no le daba nada de calor, no era muy apropiado para presentarse en casa de nadie.
De pronto se sentía casi desnuda, y se notaba el pulso acelerado en la garganta.
–Mamá, entra en casa –le dijo David suavemente a su madre, abriendo la puerta del todo y haciéndose a un lado.
Su madre lo escrutó con la mirada y frunció el ceño.
–No sé quién eres, pero no creas que no sé que me falta la billetera.
–La encontraremos, no te preocupes –le contestó él con paciencia, y en el mismo tono amable.
Sin embargo, a Kayla no le pasó desapercibido el dolor en sus ojos.
–Y alguien tiene que podar los rosales –lo increpó su madre.
David contrajo el rostro, y en ese momento apareció una mujer detrás de él, vestida con un uniforme de hospital blanco, de camisa y pantalón.
–No sabe cuánto lo siento, señor Blaze; yo…
David le lanzó una mirada cortante, dándole a entender que no quería oír sus excusas, y llevó a su madre con ella.
–Llévela de vuelta a la cama y cúrele esos arañazos que se ha hecho en los brazos.
–Sí, señor.
A Kayla, para quien David seguía siendo aquel chico con el que había correteado en los días de verano y que había hecho tantas travesuras en el colegio, se le hacía raro ver a alguien dirigirse a él en un tono tan respetuoso.
David salió al porche y cerró la puerta tras de sí.
–Gracias por traerla –le dijo–. ¿Dónde estaba?
Kayla apartó la vista de su torso y lo miró a la cara. La preocupación en el rostro de David la hizo olvidarse por un momento de su resentimiento hacia él.
–La he encontrado en mi jardín, podando los rosales –Kayla le tendió las tijeras.
Él las tomó y se quedó mirándolas un momento antes de girar la cabeza hacia la puerta de la valla, que estaba abierta.
–Me parece que va a haber que ponerle un candado –murmuró.
–No sabía lo de tu madre –dijo Kayla suavemente–. Todavía no me había pasado a saludarla. Y como el jardín está tan cuidado pensé que tu madre estaba bien.
–He contratado a una persona para que se ocupe del mantenimiento de la casa y del jardín –le explicó él, mirando a su alrededor con tristeza–. Nadie diría que aquí vive una mujer con Alzheimer, ¿no?
–Lo siento mucho, David; no tenía ni idea –repitió ella.
David esbozó una sonrisa algo tensa.
–No quiero que sientas lástima