Cuando se iba acercando a su cuartel general, el color de la piel asalmonada volvió a enrojecer, delatando que la familia que tenía por vecinos estaba a pleno rendimiento, concentrada al lado de su toalla. Los niños ya habían vuelto del agua y temblaban como si estuvieran viendo la escena cumbre de una película de miedo. Los padres daban muestras de que empezaban a levantar el campamento. Llegó a su destino y se sentó en la silla. La madre sacudía la toalla justo cuando una brisa azotó la playa y la cruzó bajo una espuma de arena seca. Los granos finísimos se adhirieron a su cuerpo, aún mojado, consiguiendo un reboce de croqueta. La boca, entreabierta, dejó filtrarse a los que, como átomos en ebullición, colonizaron una parte de la lengua y los intersticios molares. Al cerrar la boca como acto reflejo ya era demasiado tarde y la arena sonó como si masticara grillos.
Reunió su escaso equipaje con rapidez mientras la familia se ocupaba ahora de deshinchar el cocodrilo, con el fondo sonoro de los llantos y chillidos sin consuelo de los infantes, que querían seguir en la playa, y los gritos de los progenitores que pedían, sin demasiada convicción, obediencia militar.
Hablaba consigo mismo, persuadido de que prefería la psoriasis y las varices al suplicio de la playa. Sabía que era un tipo brusco y huraño, un cascarrabias, sí, pero no le importaba lo más mínimo. Estaba demasiado viejo para cambiar y su temperamento ya estaba cuajado, era inamovible. Por tanto, mientras subía por la rampa, farfulló unas frases que, afortunadamente, resultaron ininteligibles. Siguió caminando hacia su casa. Buscando el silencio.
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