Waters carraspeó.
—Preferiría no desvelar la identidad de la dama, por caballerosidad. Pero no, no se trata de mademoiselle Villa.
—Está bien, pero ya sabes que las hazañas contadas saben el doble mejor —se rio de su propia ocurrencia. Le gustaba conocer los detalles de la vida de su tripulación. De acuerdo con el código pirata, el capitán era elegido democráticamente, cada hombre tenía un voto. En esas circunstancias conocer los entresijos de la vida de cada tripulante podía resultar más que beneficioso para quien pretendiera mantenerse en el puesto. Y Arripay no pensaba soltarlo. Se atusó la cuidada barba—. He estado pensando en un negocio que podría salirnos muy bien. Los castellanos mantienen una discreta vigilancia, pero no sería tan complicado alcanzar el puerto de Fisterra. Hasta mis oídos ha llegado que la iglesia de Santa María das Areas guarda un tesoro muy apetecible.
Los ojos le brillaron ante la perspectiva de apoderarse de él.
—Es peligroso, señor. Si nos interceptan nos veríamos en problemas.
—¿Y cuándo no hemos estado metidos en problemas? ¡Somos piratas!
—Esta vez sería distinto, defendemos la postura de un traidor al rey de Castilla. Puede que nuestro propio monarca no quiera mediar si somos detenidos. No creo que merezca la pena correr el riesgo.
—Estamos hablando de un crucifijo muy valioso. Sería un gran golpe, el crucifijo es venerado en todo el país. Y su valor es cuantioso. Podríamos venderlo por una fortuna. O fundirlo.
—Razón de más para ser prudentes, capitán. Levantaría las iras del poder eclesiástico también. Presionarían al rey. Esperemos a que el conflicto del conde Enríquez se resuelva y luego decidiremos lo que hacer.
—¡Pero lo tengo todo pensado! —Desplegó un gran mapa sobre la mesa y señaló con el dedo la serpenteante silueta de una vía fluvial—. ¡Mira! El río Ulla es navegable. Podemos usar uno de los barcos pequeños en lugar del Mary. Nos adentraríamos a través del canal y seguiríamos por tierra. De ese modo les pillaríamos completamente desprevenidos.
Samuel le miró y señaló otro punto en el mapa.
—Os olvidáis de esto…
Arripay dirigió su mirada hacia el punto que su primer oficial había marcado. La antigua fortaleza de Castellum Honesti en Catoira. Construida, originalmente, para cerrar el paso a las incursiones vikingas y sarracenas hacia Santiago de Compostela contaba con un par de torres que formaban parte de una red con la que comunicar amenazas a otras poblaciones. No sería complicado que hicieran llegar la noticia de la presencia de piratas hasta la Torre de San Sadurniño y de ahí a las inmediaciones del cabo de Fisterra. Demasiado expuesto, demasiados escollos.
El capitán Paye se paró a pensarlo, su instinto pirata le impelía a salir al mar. Además, parte de su acuerdo con el conde incluía que el puerto les sirviera de base para incursiones en la costa, pero el ataque a Fisterra levantaría más ampollas que los simples saqueos a poblaciones costeras. El riesgo le atraía, estimulaba su sangre. Por eso había nombrado a Waters primer oficial, necesitaba a alguien de confianza y con una perspectiva más práctica y menos pasional que la suya para refrenar sus instintos. Empezaba a sentirse como un tigre enjaulado, pero sabía que su oficial tenía razón. Hay que conocer hasta dónde se puede llegar si uno quiere conservarse con vida y para la media de la profesión Arripay era muy longevo. Por fin, movió su pesada cabeza y suspiró.
—Está bien, señor Waters, me parece conveniente. Esperemos. No creo que esto dure mucho —dijo respirando profundamente-—. Y ahora comamos, esta inactividad me está dando un hambre de mil demonios.
Le invitó a sentarse y a compartir una botella de brandy francés. A pesar de su aspecto rudo, Harry Paye era un sibarita y gustaba de incluir en su mesa exquisiteces culinarias. Comieron despacio, deleitándose en los sabores y las texturas. El cocinero del barco era un francés hosco y protestón, pero con muy buena mano para las artes culinarias. Paye lo había alistado por la fuerza en una de sus campañas por las costas bretonas. El otro, sin familia y sin fortuna, había acabado por sentirse cómodo en el Mary. En ocasiones, el capitán le amenazaba con devolverle al mismo estercolero francés en el que le había encontrado y era entonces cuando Alain desplegaba toda su magia entre los fogones para convertir cualquier cosa en un manjar. Hoy debía de sentirse especialmente inspirado porque pese a que hacía rato que se sentía saciado Samuel no podía dejar de comer.
—Prueba el dulce de membrillo con queso —le animó Arripay—. Este queso asturiano huele a pies, pero su sabor te hace llegar al cielo más rápido que la teta de una novicia.
Era cremoso y verde y con tanta fuerza que picaba, pero adictivo. Cuando terminaron, el capitán se tumbó en la cama de su camarote. Aquel pantagruélico festín iba a necesitar horas de digestión. Sam salió y le dejó echarse una siesta, una costumbre española que habían abrazado con entusiasmo. Él mismo se hubiera echado a dormir puesto que la combinación de vino y comida le estaban produciendo sopor, sin embargo, prefirió dar un paseo. La tarde era fresca y le despejaría la cabeza.
Desde luego no cabía duda de que la villa era pequeña, Gixón crecería mucho en los siglos venideros, pero ahora mismo era bastante complicado no toparse con alguien conocido a cada paso. Yo había insistido en salir sola a pesar de las recomendaciones de Bernal y Constanza que, tras las preguntas de la condesa, no veían con buenos ojos que abandonara la protección de los muros de la casa. Sin embargo, me ahogaba entre ellos. Había tenido que ocuparme de mí misma desde hacía mucho tiempo, pero ahora no tenía ninguna preocupación doméstica o cotidiana. Mi ropa estaba limpia, mi habitación aseada y siempre había alguien cuidando de que hubiera algo delicioso sobre los fogones. Además, la tregua ya era una realidad a pesar de que el objetivo del conde de Noronha seguía intacto y había partido hacia Bretaña con el fin de reclutar más mercenarios. La plaza bullía, el trasiego de gente era constante y los comerciantes intentaban atraer a gritos a la posible clientela. Todos parecían haberse contagiado de la nueva situación y respiraban aliviados.
Pasé por delante del pomposo establecimiento de monsieur Dumont, por lo que parecía acababa de recibir el tan esperado cargamento de lana inglesa y daba instrucciones a sus ayudantes. De la panadería salía un olor delicioso. Me di cuenta de que había salido con tanta prisa que apenas había comido. Al ser un puerto de mar, la pesca era fresca y los puestos exhibían las capturas del día de un color brillante. Todavía quedaban algunos tenderetes con mercancía. Divisé la casa del Gremio de Mareantes. Muy cerca estaba el establecimiento que buscaba. Constanza había comentado la existencia de la tiendecita de un librero. Tenía ejemplares raros y si gozabas de su confianza hasta podía mostrarte textos prohibidos, la Iglesia actuaba con mano férrea a la hora de controlar el conocimiento que llegaba al pueblo. Un pueblo instruido cuestionaba, preguntaba y era menos crédulo, y eso mermaba su poder. En ese entorno el librero debía extremar precauciones. Mi intención era empezar a buscar información que me permitiera resolver el entuerto en el que estaba metida. Quizás el librero hubiera oído algo sobre saltadores. En algún lugar debían existir registros, datos, algo a lo que aferrarme. Mi abuela me había contado que hubo otras antes que ella, remontándose hasta tiempos inmemoriales de nuestro árbol genealógico. Me preguntaba cuántos saltadores habría y cuál sería la característica que compartían. No me consideraba especial en ningún aspecto, así que era difícil saber qué era lo que marcaba la diferencia con el resto de los mortales. Le estaba dando vueltas a cómo podía plantear mi petición al librero sin levantar sospechas ni comprometerle cuando me crucé con él.
—Mademoiselle Villa, qué placer volver a veros —me dijo mientras me tocaba el codo con suavidad. Me estremecí al sentir su contacto, pero me aparté con rapidez.
Había recuperado las pomposas maneras medievales con las que adornaba su condición de pirata y caballero y con ello se había esfumado la cercanía del tuteo.
—No puedo decir lo mismo, señor Waters.
En su rostro se dibujó una deliciosa sonrisa canalla que me encantó,