Me acompañaron al aeropuerto Odón Moles y Benito Badrinas. Almorzamos allí mismo y, después de los abrazos de despedida —de esos en que se vuelca todo el corazón—, a las 3:45 de la tarde subí al avión: un Constellation de 48 plazas, de la compañía colombiana Avianca.
Y en el diario de su viaje, dejaría consignado:
Madrid se pierde en la lejanía y empezamos a volar sobre las nubes. Pero no me interesa el paisaje. Tengo muchas cosas en las que pensar y sobre todo mucho que encomendar. El diálogo con el Señor y la Señora, con los Patronos y Custodios va a durar todo el viaje. Es una necesidad ineludible. En la tierra me separan ya muchos kilómetros del resto de la Obra y toda comunicación tiene que hacerse a través del Cielo.
Pienso en el custodio: ¿irá por dentro o por fuera del avión? Me gusta imaginarle volando por fuera al lado del avión, porque voy junto a la ventanilla y hablo mejor con él hacia fuera. Voy salpicando el Atlántico de jaculatorias a la Señora (Cor Mariae dulcissimum, iter para tutum) y de invocaciones a todos los Patronos[14]. Entre todos hemos de empezar la labor en Colombia. Ya nos vamos acercando a América y empiezo a sentir por dentro una alegría enorme. Una gran confianza y un cariño loco por Colombia. Ya me empiezo a sentir colombiano.
Por fin a las 2 de la tarde se divisa tierra. ¡Estamos en Colombia! Por dentro un poco de emoción. Y brota enseguida la acción de gracias y nuevas peticiones fervientes por esta tierra que va a ser el campo de labor. Aterrizamos en Barranquilla. Lo primero un saludo al Ángel Custodio de Colombia: ya somos muy amigos y vamos a estar en contacto íntimo probablemente mucho tiempo. ¿Cuál será la Patrona de Colombia? Es igual. Ella me escucha perfectamente.
BOGOTÁ
La Bogotá de finales de los años 40 era una ciudad con tranvías y con una mezcla variopinta de habitantes: desde hombres correctamente vestidos de oscuro, que tenían sus encuentros en el parque Santander, o en los alrededores de la Plaza de Bolívar, hasta personas muy sencillas y campesinos procedentes de todo el país.
Los bogotanos de pura cepa no se parecían a nadie en el país, salvo a ellos mismos. La tez rosada, saludable, parecía encendida por el sol y el aire vivo de la Sabana
El centro de Bogotá tenía un cierto empaque, a escala, y una dignidad de ciudad de provincia europea. Respondía al modelo de ciudad hispanoamericana que se había erigido como sede del poder, desde la época colonial. Al mismo tiempo, en los barrios de las periferias se acomodaban como podían, en casas muy pobres, montones de familias desplazadas por la violencia, que habían venido a la capital en busca de un futuro menos tenso y prometedor.
La ciudad se extendía, por el norte hasta la calle 87; por el sur, hasta la calle 24, y por el Occidente hasta la carrera 30.
En lo social, el país, pero especialmente su capital, se había ido convirtiendo por esos años en una especie de volcán humeante. Los temas candentes eran: el impuesto de valorización para la construcción de la avenida Caracas; el acaparamiento de víveres básicos en la canasta familiar; el alza desproporcionada de los precios, ocasionada por las sequías; los racionamientos de agua y de luz; la pobreza de mucha gente, que obligaba a los niños a hacer unos pocos años de primaria y luego, a trabajar.
Don Teodoro consignó algunos datos de la ciudad, tal como él los había palpado en poco más de un mes de su arribo a la capital. Lo hizo en algunas de sus primeras cartas a su familia de sangre —a su padre y a su hermana—, fechadas el 20 de noviembre, y el 1 y 19 de diciembre de 1951: «Bogotá es una ciudad alargada situada en el pie de una cordillera. Tiene de largo unos 20 kms., por 4 o 5 de ancho. La mayor parte de los edificios en el casco central son casas de 3 a 6 pisos. Se conservan bastantes casas del tiempo colonial y son de estilo español. Las calles en el centro estrechas. Pero la parte nueva es una zona de chalets de uno o dos pisos con jardín y calles anchas que se extiende unos 15 kilómetros. El tiempo es de primavera pero con muchas lluvias torrenciales. La ciudad, completamente motorizada: hay más coches que personas».
También da cuenta del ambiente religioso del país: «…las iglesias abarrotadas los domingos, muchas procesiones y muy nutridas, imágenes y estampas por todos lados, todo el mundo se descubre al pasar por delante de las iglesias, etc., etc. La gente es de un fondo naturalmente religioso y bueno».
De hecho, a los cronistas de la época siempre les llamó la atención las numerosas iglesias y conventos que tenía Bogotá. Eran iglesias con mucho empaque y de gran factura, que fueron superando la prueba del tiempo, y que demostraban la generosidad que acompañaba la fe de los colombianos. A su lado se fue formando paulatinamente la ciudad.
La afluencia de fieles y penitentes a los santuarios religiosos, y la concurrencia a las celebraciones de Semana Santa en las distintas ciudades del país, corroboraban la predominancia de la religión católica. Ha sido siempre mayoritaria en Colombia, y se ha expresado mediante la liturgia formal y la religiosidad popular. Los colombianos siempre le han profesado devoción a distintos “patronos”, cuya influencia ha variado de una región a otra del país: la Virgen de Chiquinquirá, el Sagrado Corazón de Jesús, el Santo Ecce Homo, la Virgen de Las Lajas, el Señor de los Milagros, el Divino Niño…
No es de extrañar, por eso, que en el Himno Nacional, en uno de sus versos principales, haya una alusión expresa a esa fe del pueblo colombiano:
La humanidad entera,
que entre cadenas gime,
comprende las palabras
del que murió en la cruz.
Por otro lado, Colombia siempre se ha distinguido por su devoción al Sagrado Corazón de Jesús. Fue una de las primeras naciones que se consagró, el 22 de junio de 1902. Poco después, el país alcanzó la paz y superó la “Guerra de los Mil Días”. El gobierno hizo un Voto Nacional e impulsó la construcción de un templo, hoy conocido precisamente como la Iglesia del Voto Nacional, en el parque de Los Mártires. Durante muchos años el presidente de turno renovó, en una ceremonia solemne, esta consagración, hasta que se introdujo un cambio en la constitución política del país que cesó esta costumbre.
Continúa su descripción don Teodoro en carta que le escribe a Odón Moles, el 16 de diciembre, en la que le dice: «Desde el Presidente de la República para abajo, todo son a pedir ayuda y colaboración para levantar el nivel espiritual, cultural y material del país. Hay posibilidades como digo formidables, pero está todo por hacer. Con gente y un poco de tiempo se podrán hacer aquí cosas estupendas».
Al ver las iglesias llenas y la piedad popular, vibraba el sacerdote al ver esas multitudes, y soñaba con llegar a todos, uno a uno, con ese apostolado de amistad y confidencia, tan característico de la espiritualidad de la Obra. Para eso había venido: para recordarles la llamada universal a la santidad y el valor santificador de todas las actividades cotidianas. Veía —son sus palabras— «un fondo de religiosidad ancestral y del buen natural de las gentes que son de suyo sencillas y piadosas. La juventud tiene ansias de ideales y capacidad de entusiasmo para enamorarse y lanzarse a la lucha».
AIRES QUE CORRÍAN POR COLOMBIA
Se podría pensar que san Josemaría había sido osado al encargar el inicio de la labor de la Obra a un solo hombre, con apenas unos dólares en los bolsillos, y en un país cuya situación política y social era al menos inquietante.
Una aguda polarización social y las elecciones presidenciales de 1946 tuvieron como consecuencia una explosiva polarización política. Colombia se convirtió en un país partido vertical y horizontalmente. Estando así las cosas, el 9 de abril de 1948, a la una de la tarde, un hombre sacó tranquilamente su revólver y disparó tres veces, provocando pánico en la calle. Frente al edificio Agustín Nieto, en pleno centro de Bogotá, cayó un señor de abrigo oscuro y sombrero.
Minutos después se supo que aquel señor era Jorge Eliécer Gaitán. El pueblo había encontrado en él quién expresara sus inquietudes sociales. Era un caudillo que tomó como bandera de su discurso político