Así, entre aritmomanía y monstruos devastadores, podríamos acabar esta introducción, culminándola con alguna cita de Marx sobre el carácter vampírico del capitalismo. Pero han pasado muchos años y su vigencia está precisamente en los cambios que ha traído la profundización de su lógica: el monstruo ha ampliado sus dominios. Dicho de otro modo: el vampirismo se ha propagado. Así que en este punto nos puede resultar más útil citar a Sadie Plant, que nos ofrece un análisis de su actual estadio epidemiológico:
El capitalismo hace de todos nosotros «aritmomaníacos» avanzados: nosotros también, como los vampiros, intentamos correr, pero nos retiene la necesidad de contar y dar cuenta de todo. La vida en una economía capitalista es una cuestión de cálculo constante: empleamos nuestro tiempo en pesar pros y contras, memorizar códigos pin y contraseñas, haciendo presupuestos y evaluaciones, rindiendo cuentas. Calorías, colesterol, niveles de azúcar en sangre, recuento de células, de polen, de precipitaciones, temperatura, likes, amigos, seguidores: no hay límite a lo que puede contarse, ni límite para lo que cuenta[6].
La lucha entonces debería ser principalmente contra el número, al menos en esta forma «aritmomaníaca»: trasladar a prosa los cálculos que pretenden privarnos de voz y rescatar aquellas cifras que desmienten los discursos de segregación y austericidio. En palabras de Groys: «en el capitalismo, la confirmación o refutación definitiva de toda acción humana no es lingüística sino económica: no se expresa con palabras sino con números […] la revolución comunista es la transcripción de la sociedad del medio del dinero al medio del lenguaje»[7]. El medio contable en su versión maníaca es la manifestación de esa destrucción temida por los antiguos pueblos mediterráneos: el no-muerto, sin semillas que lo distraigan, solo puede abandonarse a su necesidad vital de extraer nuestra sangre, hasta la última gota.
Podríamos continuar con la metáfora: recordemos la ciudad de Flint, Michigan, en 1989, retratada en aquella escena de Roger and Me, en la que varios jóvenes explican a Michael Moore cómo malviven vendiendo su propia sangre. Treinta años después, una de las profesoras en huelga de Oklahoma confesaba a la periodista Amy Goodman que para llegar a fin de mes su marido debía vender su plasma, mientras ella limpiaba centros comerciales[8]; en un artículo-publicitario online de ese mismo año, la «Branded Content Editor» de una revista digital nos recomendaba unirnos a aquella profesora y su marido, dejarnos chupar la sangre, y ganar así hasta 70 dólares a la semana «más galletas gratis»[9].
Sin embargo, si bastara con un análisis metafórico del funcionamiento del capitalismo, la lucha política, y libros como este, serían superfluos. La metáfora vampírica explica algunas cosas, pero desde luego no nos ofrece demasiadas pistas sobre el modo en que este sistema económico ha logrado seducir a millones de personas (mientras coaccionaba o no dejaba alternativa a todas las demás). Esto es, ¿cómo es que el vampiro ha logrado mostrarse como un joven seductor, cargado de promesas convincentes de bienestar futuro? ¿Cómo ha sido capaz de convencernos de que no conviene nunca mirar hacia atrás?
Una respuesta, fértil y en absoluto secundaria, ha consistido en centrarse en el modo en que, como sujetos, como trabajadores, hemos percibido la relación entre esas «promesas» y nuestra vida cotidiana. Si quebramos esa percepción cotidiana (nos decimos) se mostrará en toda su fealdad el engaño –o si volvemos a la metáfora, el elegante seductor no-muerto quedará privado de su máscara, o de su tapadera, y lo veremos como realmente es, un ser sediento de sangre.
No me aventuré, desde el comienzo de este trabajo, a discutir esta concepción.
Lo que sí estaba claro es que ha habido, desde hace demasiado tiempo, una tenaz obsesión por ignorar la primera parte de esa relación entre las promesas y la realidad. La falsedad de una promesa puede establecerse de tres maneras: desde la experiencia acumulada, en las contradicciones presentes en su enunciación, o a partir de su resultado futuro. El capitalismo contemporáneo, con los epítetos que decidamos ponerle según la disputa de moda (neoliberal, posmoderno, etcétera), ha tenido un éxito incuestionable en eliminar la primera vía. Sin Historia, sin memoria, o mejor: sin un tiempo estable en el que apoyar ambas, el registro de los engaños acumulados queda inutilizado.
Esto tiene que ver con el fracaso de los dos otros enfoques: hoy somos todos expertos en desentrañar las contradicciones del presente; y pese a todo la estructura socioeconómica del campo en el que las discutimos nos lleva a la invención constante de nuevas tendencias, nuevos conceptos, nuevas modas en nuestro propio estudio del capitalismo en sus microtendencias presentes. (Por no hablar del cortocircuito entre vida laboral «intelectual» y el desarrollo teórico marxista, que también imponen las circunstancias económicas actuales: no sólo es que el ambiente incite a las y los intelectuales marxistas a la creación y seguimiento de nuevas modas teóricas, sino que, para encontrar su hueco como analistas, tienen que crear su propia «marca» de análisis del capitalismo. De este modo, nos encontramos con que «la clave definitiva» para el análisis del capitalismo presente está primero en un estilo musical, y luego en una moda lingüística, y después en un término importado de otro contexto sociopolítico, o en una nueva aplicación de móvil, etcétera, etcétera.) Sin embargo, incluso a pesar de esta proliferación infinita de análisis, que bloquea más que resuelve, podríamos decir que andamos sobrados de teoría. O al menos tenemos más que suficiente para apañárnoslas. Excepto en lo que respecta al tercer ámbito: el del futuro.
Carentes de pasado, y estando todos centrados en cada forma de «nueva explotación» o «nuevo rostro del capitalismo», se nos escapa el modo en que una y otra vez las promesas liberales se apoyan en un futuro siempre inasible, y por eso, irrefutable. Aquí comenzó la andadura de este libro: ¿y si la utopía que deberíamos estar estudiando no es otra que la liberal?[10].
Una vez empieza a contemplarse el desarrollo histórico del capitalismo y su legitimación liberal con estos anteojos, muchas preconcepciones bien ancladas en la tradición de la izquierda deben quedar, como mínimo, en suspenso: ¿no hay acaso un hilo utópico común, y previo, al liberalismo y a los primeros experimentos socialistas?
La respuesta, que antecede y proseguirá a la redacción de este libro, trae consigo muchos problemas y sorpresas que aquí no podían abordarse. En primer lugar, respecto a la izquierda llama la atención la pertinaz manía de disputar un campo, el utópico, que como ya han señalado otros estudios[11] es tan antiguo como la literatura, y tan viejo como Ur. Y es especialmente chocante en la medida en que la novedad acaso más potente del marxismo fue la ruptura teórica (cuando no retórica) con el pensamiento utópico. En segundo lugar, y partiendo de ahí, llama también la atención que se haya pasado por alto hasta qué punto la matriz utópica originaria[12], que podríamos empezar a perfilar a partir del Poema de Gilgamesh[13], el Pentateuco, y varios diálogos de Platón, tiene tantos puntos en común con lo que se suele considerar un subconjunto de ella. Me refiero a la modalidad que, por resumir, podríamos denominar a partir de una de sus formas más reconocibles, la robinsonada (aunque la ampliemos para incluir sus referentes inmediatamente anteriores). Desde Nicolás de Oresme hasta Harriet Martineau; desde Defoe hasta el Marqués de Sade, podría trazarse perfectamente una historia de la utopía literaria cuyo cauce nos llevara con más claridad hasta Voltaire o Ayn Rand (u Horatio Alger, como veremos más adelante) que hacia H. G. Wells o Bogdánov.
En todo caso, parecía claro que la utopía liberal era un objeto de estudio en un incomprensible estado de abandono, que merecía ser retomado. Sin embargo, esto me llevó a algunos callejones sin salida: el estudio del liberalismo, como