CASANDRA.—¿Quién eres para hablarme así?
MINERVA.—Un numen.
CASANDRA.—No me suena tu voz cual suena la de los númenes y los oráculos. Voz me parece de la tierra, de la pedestre prudencia y de la senil sabiduría. Los númenes deben alentarnos cuando un generoso arranque nos alza del suelo. Quizás entonces nos parecemos a los númenes. ¡Númenes somos quizás!
MINERVA.—¡Insensata! ¡Nadie me ha desdeñado que no se haya arrepentido! Otro consejo y desóyelo si quieres. La Quimera va a salir de su guarida…
CASANDRA.—Sí; percibo el sofocante calor de su resuello.
MINERVA.—Olfatea la presa. Apártate, huye: la atrae tu presencia.
CASANDRA.—¿La tuya no?
MINERVA.—No. Para ella soy invulnerable. (Salen CASANDRA y MINERVA).
ESCENA III
BELEROFONTE armado con coraza, espada y escudo, un PASTOR.
PASTOR.—Estamos en la madriguera del monstruo. Esa es la entrada. Te he guiado bien; ahora déjame volver a mi aprisco. Me tiemblan las rodillas y un sudor helado corre por mi frente. Yo no soy héroe, sino pobre pastor.
BELEROFONTE.—No temas, quédate sin miedo. La Quimera va a perecer. Verás su cuerpo deforme tendido en tierra. ¿No te agrada la lucha? De pastores de ovejas han salido pastores de pueblos.
PASTOR.—Cuando la infanta Casandra venía al aprisco, y con sus propias manos ordeñaba las ovejas, yo deseaba haber conquistado un reino para que no se burlase de mí y no me abofetease si la cogía por la cintura. Por temor al monstruo hace tiempo que no viene. ¿Volverá si la Quimera sucumbe? Entonces dame espada y escudo. Antes que tú, pelearé.
BELEROFONTE.—A tus rebaños, pastor. No son para ti estas empresas. Déjame solo. ¿No oyes un ronquido extraño? ¿no percibes tufaradas de boca de horno?
PASTOR.—¡La Quimera se revuelve en su antro! Mi vista se nubla, mis dientes castañetean… (Huye despavorido).
ESCENA IV
BELEROFONTE, MINERVA.
MINERVA.—Alienta, hijo de Glauco, domador del corcel divino. Libra a la tierra de ese endriago que trastorna las cabezas y me impide hacer la dicha de la humanidad, apagando su imaginación, curando su locura y afirmando su razón, siempre vacilante. Muerta la Quimera, empieza mi reinado. Invisible estaré cerca de ti. Cuando el monstruo se te venga encima, no busques su vientre ni su pecho; métele la espada con rapidez por la abierta boca. Serenidad y puños, Belerofonte.
ESCENA V
BELEROFONTE, después la QUIMERA.
BELEROFONTE.— Un traqueteo horrible estremece la cueva. Ya se siente cerca el ruido… ¡Qué bocanada ardiente! Me abrasa… Mi sangre se incendia… ¡Ya asoma… Dioses! El cielo se oscurece… ¡Ah! (La QUIMERA se arroja sobre BELEROFONTE, que vacila, pero se rehace, e introduce la espada por la boca del monstruo. Lucha breve. La QUIMERA exhala un rugido pavoroso de agonía).
BELEROFONTE.—¡La espada se derrite al ardor del hálito de la Quimera! ¡El metal quema sus entrañas!
(Cae la QUIMERA, expirante. Se retuerce y queda inmóvil).
ESCENA VI
BELEROFONTE, MINERVA, CASANDRA.
BELEROFONTE.—¿Por qué he luchado con ella? ¿Por qué la he matado? He corrido un riesgo espantoso, inaudito. ¿Quién me ha metido a mí en tal empresa?
CASANDRA.—¿Por qué estoy aquí? ¿Cómo se me ha ocurrido dejar mi palacio magnífico, mi lecho de marfil cubierto de tapices de plumón de cisne? Ahora tengo frío, y las asperezas de la sierra me han lastimado las plantas. ¡Cómo me duelen!
BELEROFONTE.—Y en el palacio de Yobates quieren asesinarme vilmente, a traición. ¡No seré yo quien vuelva allá! Desde aquí mismo me pongo en salvo. (Vase por la izquierda sin mirar a CASANDRA).
CASANDRA.—Ea, yo regreso a mis jardines. Allí me lavarán los pies y me servirán leche y frutas. Me siento desfallecida de hambre. ¿Estaría loca, para no mandar que me esperase ahí cerca el carro, cuyos caballos enjaezados de púrpura me trasladan de una parte a otra tan velozmente? En fin, no habrá más remedio que andar a pie. ¡Es divertido! (Vase por la derecha).
MINERVA (ya sola).—¡Gloria al héroe! ¡La Quimera ha muerto!
I
ALBORADA
L
os últimos tules desgarrados de la niebla habían sido barridos por el sol: era de cristal la mañana. Algo de brisa: el hálito inquieto de la ría al través del follaje ya escaso de la arboleda. En los linderos, en la hierba tachonada de flores menudas, resaltaba aún la malla refulgente del rocío. El seno arealense, inmenso, color de turquesa a tales horas, ondeaba imperceptiblemente, estremecido al retozo del aire. La playa se extendía lisa, rubia, polvillada de partículas brilladoras, cuadriculada a techos por la telaraña sombría de las redes puestas a secar, y festoneada al borde por maraña ligera de algas. A la parte de tierra la limitaba el parapeto granítico del muelle, conteniendo el apretado caserío, encaperuzado de cinabrio.
Un muchacho de piernas desnudas, andrajoso, recio, llevaba del ronzal a un caballejo del país, peludo y flaco, a fin de bañarlo cuando el agua está bien fría y tiene virtud. Volvió la cabeza sorprendido, al oír que le hablaba alguien y ver que un señorito bajaba corriendo desde el repecho de la carretera de Brigos hasta los peñascales, término del playal.
—¡Rapaz! ¡Ey! La panadería de Sendo, ¿adónde cae?
—Venga conmigo, se la enseñaré —contestó en dialecto el muchacho, tirando del ronzal del jaco y volteando hacia al caserío en dirección a la plaza—. Por callejas enlodadas, donde cloqueaban las gallinas, guio al forastero hasta la panadería, situada frente a la iglesia parroquial. La puerta del humilde establecimiento estaba abierta. El forastero echó mano al bolsillo y dio una peseta a su guía, que se quedó atónito de gozo, apretando la moneda en el puño, temeroso quizá de que le pidiesen la vuelta. Al ver que el forastero entraba en la panadería sin acordarse más de él, besó la peseta arrebatadamente, la escondió en el seno y partió disparado.
La tienda del panadero, estrecha, comunicaba con la cocina y el horno; este, con un salido a la corraliza. En la tienda no encontró el forastero a nadie. Un olor vivo y sano a cocedura, a pan nuevo, le alborotó violentamente el apetito. Una mujer todavía joven, sofocada y arremangada de brazos, se le presentó, saludándole con un «felices días nos dé Dios».
—Muy felices, señora…