—Ya falta poco para Thornfield.
Me asomé otra vez. Pasábamos ante una iglesia cuya torre vi ancha y baja contra el cielo, y cuya campana estaba tocando el cuarto. También vi una estrecha galaxia de luces sobre una colina, señalando una villa o aldea. Unos diez minutos más tarde; se apeó el cochero para abrir unas puertas, que se cerraron de golpe después de pasar nosotros. Subimos lentamente por una calzada hasta encontrarnos ante la fachada larga de una casa. Brillaba una vela tras la cortina de un mirador; las demás ventanas estaban a oscuras. El coche se detuvo en la puerta principal, abierta por una criada. Me apeé y entré.
—Haga el favor de venir por aquí, señora —dijo la muchacha, y la seguí a través de un vestíbulo cuadrado rodeado de altas puertas. Me acompañó a una habitación, cuya iluminación doble de velas y chimenea me deslumbró al principio, en contraste con la oscuridad a la que se habían acostumbrado mis ojos. Sin embargo, cuando recuperé la vista, se me presentó delante un cuadro acogedor y agradable.
Una habitación pequeña y cómoda, una mesa redonda junto a un fuego alegre y, sentada en un sillón anticuado de respaldo alto, la señora mayor más encantadora imaginable, con velo de viuda, vestido negro de seda y delantal inmaculado de muselina blanca: exactamente como había visualizado a la señora Fairfax, solo un poco menos elegante y más plácida. Hacía calceta; un gato grande estaba sentado gravemente a sus pies: no faltaba detalle para completar el ideal de felicidad doméstica. Es difícil concebir mejor presentación para una nueva institutriz; no había esplendor que me abrumara, ni elegancia que me desconcertara. Al entrar yo, se levantó la anciana y se adelantó amablemente para recibirme.
—¿Cómo está usted, querida? Me temo que habrá tenido un viaje pesado, ¡va tan despacio John! Debe de tener frío, acérquese al fuego.
—¿La señora Fairfax, supongo? —dije.
—Sí, así es. Siéntese, por favor.
Me llevó hasta su propio sillón y empezó a quitarme el chal y a desatar las cintas de mi sombrero. Le rogué que no se molestase tanto.
—Vaya, no es molestia. Seguro que tiene las manos entumecidas de frío. Leah, prepara un poco de ponche caliente y unos emparedados. Aquí tienes las llaves de la despensa.
Y sacó del bolsillo un manojo de llaves de aspecto doméstico, que entregó a la criada.
—Venga, acérquese más al fuego —continuó—. Ha traído su equipaje, ¿verdad, querida?
—Sí, señora.
—Mandaré que lo suban a su cuarto —dijo, saliendo apresurada.
«Me trata como si fuera una visita —pensé—. No esperaba semejante recibimiento. Preveía solo frialdad y distancia; no corresponde con lo que he oído hablar del trato a las institutrices, pero no debo regocijarme demasiado pronto».
Regresó, quitó personalmente de la mesa su calceta y uno o dos libros para hacerle sitio a la bandeja que traía Leah, y me sirvió ella misma el tentempié. Me sentí algo confusa al verme objeto de más atenciones que nunca antes hubiera recibido, y menos de parte de una persona superior, pero como ella no parecía encontrarlo fuera de lugar, pensé que lo mejor sería aceptarlo como algo natural.
—¿Tendré el gusto de ver a la señorita Fairfax esta noche? —pregunté después de comer.
—¿Qué ha dicho, querida? Estoy algo sorda —respondió la buena señora, acercando su oído a mis labios.
Repetí más claramente mi pregunta.
—¿La señorita Fairfax? ¡Oh, quiere usted decir la señorita Varens! Así se llama su futura alumna.
—¿De veras? Entonces, ¿no es su hija?
—No, yo no tengo familia.
Debería haber insistido con mis preguntas para averiguar qué relación tenía con la señorita Varens, pero recordé que no era cortés hacer demasiadas preguntas, y estaba segura de que me enteraría más adelante.
—Estoy tan contenta —prosiguió, sentándose frente a mí y colocando el gato en su regazo—, estoy tan contenta de que haya venido usted. Será muy agradable tener compañía aquí. Por supuesto, siempre es agradable, pues Thornfield es una casa estupenda, aunque esté algo abandonada en los últimos años, pero es un lugar respetable. Sin embargo, en invierno, ya sabe usted, se está un poco triste sin compañía, incluso en los mejores sitios. Digo sin compañía, aunque Leah es una muchacha agradable, desde luego, y John y su mujer son muy buenas personas, pero al fin y al cabo solo son criados, y una no puede conversar con ellos como iguales: hay que mantenerlos a distancia para no perder la autoridad. Sin ir más lejos, el invierno pasado (si recuerda usted, fue muy riguroso, y cuando no nevaba, llovía o hacía viento), no vino a la casa un alma excepto el carnicero y el cartero entre noviembre y febrero, y me ponía muy melancólica sentada sola noche tras noche. A veces me leía Leah, pero creo que no le gustaba mucho la tarea, pues recortaba su libertad. En primavera y verano, me las arreglaba mejor; el sol y los días largos alegran muchísimo. Y luego, al principio del otoño, vinieron la pequeña Adèle Varens con su niñera. ¡Qué vitalidad trae un niño a una casa! Y ahora que está usted aquí, estaré contentísima.
Me embargó una gran simpatía por la encantadora señora mientras la oía hablar; acerqué mi sillón al suyo y le comuniqué mi sincero deseo de que mi compañía le resultara tan agradable como esperaba.
—Pero no la tendré levantada tarde esta noche —dijo—, ya son las doce, lleva todo el día viajando y debe de estar cansada. Si ya tiene los pies bien calientes, la acompañaré a su cuarto. He hecho preparar para usted el cuarto contiguo al mío. Es pequeño, pero pensé que le agradaría más que uno de los cuartos delanteros más grandes, que tienen muebles más elegantes, pero son tan tristes y solitarios que yo misma nunca duermo allí.
Le agradecí su elección considerada y, sintiéndome realmente fatigada después del largo viaje, me declaré dispuesta para retirarme a dormir. Cogió una vela y salimos de la habitación. Primero fue a ver si la puerta principal estaba bien cerrada, sacó la llave de la puerta, y seguimos hasta el piso de arriba. Los peldaños y el pasamanos eran de roble y la ventana de la escalera era alta con vidrieras reticuladas. Tanto la escalera como el rellano que daba a los dormitorios parecían pertenecer más a una iglesia que a una casa. Un aire frío, como subterráneo, invadía la escalera y la meseta sugiriendo ideas lúgubres de vacío y soledad, por lo que me alegró, al entrar en mi cuarto, ver que era pequeño de tamaño y amueblado de un modo moderno y sencillo.
Después de despedirse amablemente la señora Fairfax, cerré la puerta y miré alrededor, y la impresión inquietante que me habían producido el amplio vestíbulo, la oscura escalera y la larga y fría galería fue prácticamente anulada por el aspecto más alegre de mi cuarto, y recordé que, tras un día de fatiga física y ansiedad mental, por fin me encontraba en un refugio seguro. Me invadió un sentimiento de gratitud y me arrodillé junto a la cama y di gracias a Dios, sin olvidarme, antes de levantarme, de pedirle ayuda para el camino que se abría ante mí y fuerza para merecer la amabilidad que se me había brindado tan cordialmente antes de ganármela. Mi cama estaba libre de inquietudes aquella noche y mi cuarto de miedos. Cansada y contenta a la vez, me dormí profundamente enseguida y, cuando me desperté, ya era de día.
La luz del sol reluciendo entre las alegres cortinas azules de quimón daba a mi cuarto un aspecto animado e iluminaba las paredes empapeladas y el suelo alfombrado, tan diferentes de las desnudas tablas y el yeso manchado de Lowood que me llenó de gozo contemplarlos. Las cosas externas tienen un gran efecto en los jóvenes: pensé que empezaba una fase más bella de mi vida, llena de flores y placeres, además de espinas y trabajos. Despertados por el cambio de escena y la nueva esfera de esperanzas, mis sentidos estaban alterados. Me es imposible definir qué es lo que esperaba, pero sé que era algo placentero, quizás no para ese día ni ese mes, sino para un momento indefinido del futuro.
Me levanté y me vestí cuidadosamente, porque así lo exigía mi naturaleza, aunque con ropa