Solamente había tres hombres más en la cantina. Uno de ellos estaba un poco embriagado, era un pequeño burgués, si se juzga por su aspecto, que estaba apaciblemente sentado frente a una botella de cerveza. Junto a él tenía un amigo, un hombre grueso y de mucha estatura, de barba gris, que totalmente ebrio, dormitaba en el banco. Se agitaba en pleno sueño de vez en cuando, extendía los brazos, comenzaba a chasquear los dedos, al tiempo que movía el pecho sin levantarse de su silla, y empezaba a entonar una burda tonadilla, esforzándose para recordar las frases.
Acaricié a mi mujer durante un año entero... a... ca... ricié a mi mu... jer.
Duran... te un año entero.
Me he vuelto a topar con mi antigua en la Podiatcheskaia...
Sin embargo, ninguno daba muestras de compartir su excelente humor. Su entristecido amigo miraba estas manifestaciones de felicidad con actitud casi hostil y recelosa.
El aspecto del tercer cliente era el de un funcionario retirado. Se encontraba sentado alejado de ellos, frente a un vaso que de vez en cuando, se llevaba a la boca, al tiempo que lanzaba una mirada alrededor de él. Este hombre también parecía presa de una conmoción interna.
Capítulo II
Al trato con las personas Raskolnikof no estaba habituado y, como ya hemos dicho recientemente, incluso evadía a los demás. Sin embargo, ahora, repentinamente, se sintió atraído hacia ellas. Algo parecido a una revolución acababa de producirse en su ánimo. Sentía la necesidad de mirar personas. Se sentía tan cansado de las angustias, de los sufrimientos y de la sombría exaltación de ese extenso mes que acababa de vivir en la más completa soledad que tenía la necesidad de fortalecerse en otro mundo, cualquiera que fuese, y aunque solamente fuera por unos momentos. Por eso se encontraba a gusto en esa cantina, a pesar de la inmundicia que reinaba en ella. El cantinero se encontraba en otra estancia, pero aparecía frecuentemente en la sala. Al bajar los escalones, lo primero que se veía eran sus botas, sus elegantes botas bien pulidas y con anchas vueltas rojas. Usaba una camisa y un chaleco de satén negro muy sucio y no tenía corbata. Su cara parecía tan llena de aceite como un candado. Detrás del mostrador se encontraba sentado un joven de catorce años; otro más joven todavía atendía a los clientes. Pedazos de cohombro, rodajas de pescado y panecillos negros se exhibían en una vitrina que despedía un hedor pestilente. Era insoportable el calor. Tan cargada de vapores de alcohol se encontraba la atmósfera, que parecía que en cinco minutos, podía embriagar a un hombre.
En ocasiones nos sucede que gente a la que no conocemos nos inspira un interés repentino cuando por primera vez la vemos, incluso antes de hablar con ella. Fue precisamente esta impresión la que provocó en Raskolnikof el cliente que se mantenía alejado y que tenía apariencia de funcionario retirado. Después de un tiempo, cada vez que recordaba esta primera impresión, Raskolnikof la atribuía a algo parecido a un presentimiento. Él no dejaba de mirar al supuesto funcionario, y este no solamente no cesaba de mirarlo, sino que daba la impresión de que estaba ansioso de iniciar una charla con él. A los otros hombres que se encontraban en la cantina, sin excluir al cantinero, los veía con un gesto de desagrado, con arrogante desdén, como a gente que considerara de una educación y de un nivel muy inferiores como para que merecieran que él les hablara.
Era un individuo que había pasado los cincuenta años, robusto y de talla media. Sus pocos y grises cabellos coronaban una cara de un amarillo verdoso, abotagada por el alcohol. Dos pequeños ojos encarnizados, pero llenos de vivacidad, resplandecían entre sus abultados párpados. Lo que más sorprendía de ese semblante era la vehemencia que manifestaba —y quizá también cierta finura y un brillo de inteligencia—, pero por sus ojos cruzaban relámpagos de demencia. Vestía con un desgarrado y viejo frac, del que solamente quedaba un botón, que tenía abrochado, con el deseo, indudablemente, de guardar las formas. Un chaleco de nanquín permitía ver una pechera ajada y manchada. No tenía barba, esa barba distintiva del funcionario, pero hacía tiempo no se había afeitado, y una capa de pelo azulado y recio invadía sus mejillas y su barbilla. Sus gestos tenían una seriedad burocrática, pero parecía hondamente agitado. En la mugrienta mesa tenía los codos apoyados, metía los dedos en su cabello, lo despeinaba y con las dos manos, se oprimía la cabeza, dando evidentes muestras de desesperación y angustia. Al fin miró directamente a Raskolnikof y en voz alta y firme, dijo:
—Señor: ¿me puedo permitir dirigirme a usted para charlar de buena manera? A pesar de la sencillez y humildad de su apariencia, me incita mi experiencia a ver en usted una persona culta y no uno de esos hombres que van de cantina en cantina. Siempre yo he respetado la cultura vinculada a las cualidades del corazón. Yo soy consejero titular: Marmeladof, consejero titular. ¿Le puedo preguntar si usted también forma parte de la administración del Estado?
—No: yo soy estudiante —contestó el muchacho, un poco asombrado por ese lenguaje grandilocuente y también cuando se vio abordado por un desconocido de manera tan directa, tan a quemarropa. A pesar de sus deseos recientes de estar acompañado por seres humanos, fuera cual fuere, a la primera palabra que Marmeladof le dijo había experimentado su acostumbrado y desagradable sentimiento de rabia y repulsión hacia toda persona extraña que tratara de relacionarse con él.
—O sea, que usted es estudiante, o quizá lo ha sido —dijo con vivacidad el funcionario—. Precisamente lo que me había imaginado. Señor, aquí tiene el resultado de mi experiencia, de mi amplia experiencia.
Con un gesto de halago para sus virtudes intelectuales, se llevó la mano a la frente.
—Usted es hombre de estudios... Pero déjeme...
Se puso de pie, vaciló, tomó su vaso y se fue a sentar junto al muchacho. Hablaba con mucha soltura y vivacidad, a pesar de que estaba embriagado. Solamente se le trababa la lengua y decía frases incoherentes de vez en cuando. Cualquiera habría dicho que también él tenía un mes sin desplegar los labios al verle arrojarse sobre Raskolnikof tan ávidamente.
—Señor —continuó diciendo solemnemente—, no es un vicio la pobreza: esto es una realidad irrefutable. Pero también es verdad que la embriaguez no es una virtud, algo que lamento. Señor, ahora bien, la miseria sí que es un auténtico vicio. Uno mantiene la nobleza de sus sentimientos innatos en la pobreza; pero nadie puede mantener nada noble en la indigencia. Con el indigente se emplea la escoba, no el bastón, ya que de esa manera se le humilla más, para lanzarlo de la sociedad de los hombres. Y esto es totalmente justo, ya que el indigente se ultraja a sí mismo. Señor, he aquí la raíz de la embriaguez. El señor Lebeziatnikof, el mes pasado, le pegó a mi esposa, y mi esposa, señor, no es como yo en forma alguna. ¿Entiende? Déjeme preguntarle algo. Solo simple curiosidad. ¿Usted ha pasado alguna noche en una barca de heno en el Neva?
—No, jamás me he encontrado en un trance así —contestó Raskolnikof.
—Pues bien, yo sí me he encontrado. Ya llevo durmiendo en el Neva cinco noches.
Nuevamente llenó su vaso, lo vació y permaneció en una actitud soñadora. Efectivamente, briznas de heno se miraban aquí y allá, en sus cabellos y sobre sus ropas. Desde hacía cinco días no se había desnudado ni lavado, a juzgar por las apariencias. Sus gruesas manos, rojas, de uñas negras, estaban llenas de mugre. Aunque con mucha indiferencia, todos los presentes lo oían. Detrás del mostrador, los chicos reían. El cantinero había bajado especialmente para escuchar a aquel hombre. Tomó asiento algo apartado, bostezando indolentemente, pero con aire de gente muy importante. Marmeladof, al parecer, era muy conocido en la cantina. Indudablemente, ello se debía a su hábito de iniciar una conversación con cualquier desconocido que hallaba en la cantina, costumbre que se transforma en auténtica necesidad, particularmente en los alcohólicos