Sonó el timbre de la calle en la escalera del hotel, y Oliverio se sintió al pronto sin aliento, y tan alegre luego que arrojó el cigarro haciendo una pirueta.
Al fin entró sola. Entonces Oliverio se arrojó inmediatamente a una audiencia increíble.
—¿Sabe lo que me preguntaba mientras la esperaba? —dijo.
—No.
—Pues me preguntaba si estaría enamorado de usted.
—¡De mí! Está loco.
Pero al decirlo sonrió; su sonrisa decía que aquello se satisfacía.
—Eso es poco serio —dijo— ¿A qué viene esa broma?
—Hablo muy en serio —replicó él—. No afirmo que esté enamorado de usted; me pregunto si estoy en camino de llegar a estarlo.
—¿Y qué es lo que hace temerlo?
—Mi melancolía cuando no está, mi alegría cuando viene.
Any se sentó.
—No se alarme por eso —dijo—. Mientras duerma bien y coma con apetito, no hay peligro.
—¿Y si perdiese el sueño y el apetito? —preguntó riendo Oliverio.
—Avíseme.
—¿Y entonces?
—Lo dejaré en paz para que cure.
—Gracias.
Sobre el tema de aquel enamoramiento charlaron toda la tarde y muchas de las siguientes.
Aceptado aquello como una broma ingeniosa y sin valor, la condesa le preguntaba siempre en tono bromista cuando llegaba:
—¿Cómo vamos hoy de amores?
Oliverio le explicaba en tono entre serio y ligero los progresos de la enfermedad y el trabajo lento, íntimo y profundo de aquella ternura que sentía nacer. Hacía minuciosamente su propio análisis delante de ella, hora por hora, desde la separación de la víspera, con la indiferencia de un catedrático que explica, y la condesa lo escuchaba con interés, algo conmovida y turbada por aquella historia que parecía sacada de un libro en el que ella fuese protagonista.
Cuando Oliverio enumeraba con manera galante y despreocupada los cuidados de que era presa, se hacía su voz más temblorosa a cada paso, y llegaba a expresar sólo con una palabra o una entonación sola el estado de su corazón. Any le preguntaba siempre vibrante de curiosidad, con los ojos fijos en él y ávido el oído de regalarse con preceptos alarmantes, difíciles de oír y gratos de paladear. Alguna vez, al acercarse a ella Oliverio para rectificar la postura, le tomaba la mano y trataba de besársela; pero Any retiraba aquélla de los labios del pintor con vivo movimiento, y fruncía un poco el entrecejo.
—Vamos —decía— a trabajar.
Y volvía Oliverio al trabajo, pero no pasaban cinco minutos sin que la condesa lo llevara con una pregunta diestra al terreno en que lo quería tener.
Any sentía ya nacer el temor en su corazón. Quería ser amada, pero no con exceso; segura de no ser arrastrada, temía dejarlo aventurarse demasiado y perderlo, obligada a sumirlo en la desesperación después de alentarlo. Y sin embargo, si Oliverio hubiese renunciado a aquella amistad sentida, a aquellas confidencias llenas de impalpable amor como un río lleno de partículas de oro, la condesa hubiese experimentado pena real y muy parecida a una herida en el corazón.
Cada vez que salía de su casa camino del estudio una alegría viva y punzante la aligeraba; al poner la mano sobre el timbre del domicilio de Oliverio latía de impaciencia su corazón y le parecía que la alfombra de la escalera era la más blanda que hubiesen pisado nunca sus pies.
A menudo Oliverio aparecía ceñudo, nervioso e irritable, como si le obsesionasen impaciencias comprimidas pero frecuentes. Cierto día, después de entrar la condesa, Oliverio se sentó a su lado en vez de ponerse a pintar.
—No puede seguir ignorando que esto no es una broma y que la amo locamente —dijo.
Desbordaba de amor en su corazón, hubo de oírlo temblorosa y pálida; habló él, largo espacio sin pedir nada, con gran ternura, tristeza y resignación, y la condesa se dejó tomar las manos que Oliverio conservó entre las suyas.
Se había arrodillado Oliverio sin que ella se diese cuenta de ello, y con mirada de extraviado suplicaba que no lo hiciese sufrir... ¿Qué pena era la suya? Any no comprendía ni trataba de comprender, absorta con la angustia de verlo sufrir, angustia que al mismo tiempo tenía algo de goce.
De pronto vio la condesa lágrimas en los ojos de Oliverio y estuvo a punto de decir algo y besarlo como se besa a los niños que lloran. El repetía a cada paso: “sufro mucho”, y repentinamente vencida por aquel dolor, por el contagio de aquellas lágrimas, sollozó y sintió sacudidos los nervios y prontos para abrir los brazos.
Cuando se sintió tomada por Oliverio, y besada apasionadamente en la boca, quiso gritar, luchar, rechazarlo, pero se juzgó perdida porque consentía resistiéndose, se entregaba luchando y lo abrazaba diciendo:
—¡No quiero! ¡No quiero!
Quedó después alterada, el rostro entre las manos, y de pronto se levantó, recogió su sombrero caído en la alfombra, se lo puso vivamente y salió a pesar de los ruegos de Oliverio, que quería retenerla tomándola por el traje. Cuando se vio en la calle casi se sentó en el encintado de la acera; tan desplomada iba y de tal modo le flaqueaban las piernas. Pasó un coche, llamó al cochero y le dijo:
—Vaya despacio... por donde quiera.
Entró en el carruaje, cerro la portezuela, se acurrucó en el fondo, y se creyó sola entre los cristales levantados, sola para pensar. En un buen rato no hubo en su cabeza más que ruido del rodaje del coche y los saltos de éste sobre el empedrado. Miraba las casas, los que iban a pie o en coche, los ómnibus con ojos que parecían mirar el vacío, y no pensó nada, como si se concediese una tregua antes de volver sobre lo ocurrido.
Como tenía espíritu despierto y valiente, pensó que era una mujer perdida, y durante unos minutos estuvo bajo el peso de aquella desgracia irreparable, espantada como el que cae de alto y teme moverse porque adivina que tiene las piernas rotas y prefiere no intentar levantarse para no saberlo.
Pero en vez del dolor que esperaba y temía, notó que en su corazón sólo había calma y sosiego. Latía con dulzura después de aquella caída que había conturbado su alma, y no parecía tomar parte en el desorden de su espíritu.
—Sí, soy una mujer perdida —decía en voz alta para oírse y convencerse, sin que eco alguno de dolor de su carne respondiese a aquella queja de su espíritu.
Se dejó mecer por el movimiento del carruaje, aplazando las razones que le ocurrían sobre su penosa situación; no sufría, tenía miedo de meditar, de saber y de reflexionar, y no obstante, en el ser oscuro e impenetrable que constituye en nosotros la lucha eterna de las inclinaciones y las voluntades, notaba una paz inverosímil.
Pasada media hora en aquel extraño reposo comprendió al fin que la desesperación deseada no sobrevendría, se sacudió del letargo y murmuró:
—¿Qué me sucede? Apenas siento dolor por lo que ha pasado... ¿qué es esto?
Se reconvino entonces a sí misma, colérica por su ceguera y su debilidad. ¿Por qué no lo había previsto? ¿Cómo no comprendió que la lucha llegaría? ¿Cómo no notó que