CAPÍTULO 2:
SUCESORES.
Un nuevo mundo regido por mandamientos que aseguraban la prevalencia de su raza, de sus generaciones futuras, hasta que el destino jugó un importante rol en la vida de Sanel, el joven patriarca del reino. Sosteniéndose de la balaustrada del balcón de su hogar, admiró a su pueblo, rodeado de murallas tan altas que no permitían el paso a la maldad de sus antiguos hermanos, hogares simples y él siendo el guardián del templo que habían creado para su Dios, siendo la voz de sus hermanos, aquellos sus hermanos que habían logrado procrear, mientras que él no había podido traer a la vida a ese ser que sería su sucesor. Dejando que la brisa elevara sus cabellos castaños, volvió el rostro y sus ojos avellanas se fijaron en su esposa que descansaba en la comodidad de su lecho, Deania le había entregado su vida y su futuro, robándole el corazón, sus bellos ojos verdes, su piel canela había logrado impregnarse en lo más profundo de su piel. Apretando con fuerza los puños, clavó sus uñas en la piel, cerró los ojos y por primera vez en años deseó no regir ese reino, deseo no ser el patriarca de aquel pueblo que absorbía su vida, ya que día a día lograba ver la frustración de su esposa, el brillo que poco a poco se iba perdiendo en su mirada jade, dos años sin que su vientre lograra dar el fruto deseado, dos años intentando traer a un sucesor.
Para Sanel, era una tortura ver a su esposa entre la tristeza y el llanto cada vez que recordaba que sus herederos jamás fueron concebidos, sintiéndose seca y marchita por dentro, sin poder conciliar el sueño, el joven patriarca volvió al interior de su habitación, tomó su capa y salió de allí mezclado entre el polvo de la oscuridad, la incomodad y la abrumadora noche. Con pasos sigilosos, siguió su camino hacia el otro lado de su hogar, visitar el templo sería la mejor opción, pero algo en su interior le pedía dar la vuelta y regresar con su esposa, pero no hizo caso a ese presentimiento que atenazaba sus entrañas, por un momento el camino le pareció demasiado largo, lo atribuyo a su miedo, al miedo de enfrentar a su padre y decirle, reclamarle porque había sido injusto con él, requería mucho valor y agallas, pero su padre sería el único que le brindaría el consuelo que necesitaba en esos momentos, tres años intentando traer a su mundo un nuevo heredero, pero solo consiguió aumentar la pena y la frustración de su adorada esposa.
Levantó la mirada, observando el templo, aquella monumental casa que le daba vida a la voz del padre, aquel templo sencillo que le daba la sensación de confort y compañía, tragó saliva acercándose a las rejas blancas. Su nerviosismo era extremo y muy notable, sus dientes castañeaban pero no por el frío de la noche, todo era nuevo para él, abriendo la puerta blanca, vaciló por un momento en dar el primer paso al inmenso templo, dándose cuenta que esas rejas tan blancas y sencillas le esperaban abiertas, rejas que habían deteniendo a los hombres que deseaban la exterminación de su raza y con la idea de derrocar a Dios de su trono.
Admirando la belleza de aquel santuario, pastos recién cortados, las flores recién saliendo de sus capullos, los árboles con los frutos ya maduros, las aves durmiendo en su nido, mientras que algunos animales dormían en el calor de los arbustos, soltó un suspiro lleno de frustración, era momento de saber la cruda verdad.
Subió los grandes escalones, deteniéndose un minuto a reconsiderar las cosas, volvió la cabeza para ver el camino que lo había traído hasta allí, pero la noche no le permitió ver la salida, no le permitió huir de aquella misión que tenía.
Adentrándose a la gran mansión, se adentró a las profundidades de esos cimientos que él mismo había construido, no dio ni dos pasos cuando la inmensa puerta se cerró tras él obligándole a dar un respingo ante la intensidad del golpe, tragando el duro nudo que se había formado en su garganta siguió su camino mientras que las antorchas de las paredes comenzaron encenderse solas mostrándole el camino que debía seguir, siguió por los largos pasillos hasta que el gran marco que daba a una habitación con techo ovalado tan alto que era imposible alcanzarlo con las manos, con la respiración entrecortada, Sanel tuvo la ganas irrefrenables de girar sobre sus talones y salir de allí, pero pensó en su esposa y su futuro, pensando que quizás sus fines eran egoístas por tratar de conseguir algo que no podía obtener, quizás un poco iluso por pretender que su padre se lo concedería, pero faltándole el respeto por dudar de su poder y compasión, recriminándose mentalmente por dudar de su creador.
Sin darse cuenta de una espesa neblina que cubrió sus pies, siguió su camino rumbo al altar, donde una mesa de piedra granito descansaba cubierta con una seda blanca, ocultando algo debajo. Sucumbiendo ante el miedo, sus poderes perdieron el control, haciendo que sus ojos se tornaran como esferas de luz rojas, encendiendo las llamas con mayor potencia a su alrededor, cerrando los ojos con fuerza, trató de mantener el control de sus acciones, apaciguando con un gemido el control de su fuerza, el fuego de su interior deseaba propagarse y extenderse.
Al tranquilizar su agitado corazón, observó a su alrededor, notando la mesa y los objetos que la ocupaban, se acercó, levantó la mano y tomó la seda entre sus dedos, pero la voz de Dios lo detuvo.
Elevando la vista al inmenso y alto techo notó un conjunto de nubes que se arremolinaron, un viento cálido le advirtió de su presencia —Sanel, te visto entrar al templo —su voz resonó con fuerza, como un rayo partiendo la tierra, como el viento elevando y acariciando la piel.
Sanel por un momento no deseó seguir viendo los rayos y luces que rodeaban las nubes, no deseaba seguir con aquella idea tonta, pero era demasiado tarde —¡Padre! —dudó, pero ante su vacilación, se arrodilló ante la presencia, agachando la cabeza.
—¡Hijo mío! Levántate y dime ¿Qué te trae a mi templo a esta hora?
Levantando la mirada, observando la fuente de poder del padre, levantándose con miedo, se frotó la mandíbula como un súbito gesto de cansancio —¡Padre! —suspiró con el más grande dolor de su corazón —He venido por algo tan importante para mí, pero mi miedo, las dudas tratan de invadirme —su cubrió los ojos, frustrado —No puedo —sollozó, sus hombros cayeron en cansancio —Deania, ella no puede concebir —cayó rendido al suelo.
—¿Esa es tu pregunta?
—¡No! Tengo tantas, tengo muchas, pero solo una importa —confirmó con amargura, una amargura que se notaba en el inescrutable color de su mirada —¿Tendré aquel primogénito que tanto soñé? —sus lágrimas cayeron ante sus manos.
—Sanel, acaso no te demuestro mi amor cada día, cada noche.
—Pero padre —replicó.
—No, no dudes de mi amor, jamás lo hagas, sabes bien que tus hermanos, los mortales también sufrieron ese mal, dudaron de mí, dudaron de sí mismos, no caigas en ese juego, no permitas que la oscuridad entre a este pueblo limpio —espetó el padre.
—Lo sé, sé que he dudado de ti, pero qué más puedo yo hacer cuando mi esposa no puede dar vida al hijo que tanto desea.
—¿El que desea ella o el que tú anhelas tanto? —aquella interrogante impuesta por su padre le dejó resignación.
—Creo que es verdad, siempre dices la verdad, ese hijo solo es un capricho mío, algo que deseo en la vida más que nada, Deania solo sigue mis sueños y no los propios.
—Pero aun así, tendrás tu herencia —ante aquellas palabras, Sanel levantó la vista, sin comprender como es que una herencia sería dejada sin que tuviera frutos —Ve hacia la mesa de granito, en ella se oculta tu legado hijo mío, en ella encontraras las respuestas que necesitas, pero no hoy —hizo una pausa significativa, mientras que Sanel se retorcía las manos sobre su regazo por el nerviosismo de la noche —Tendrás hijos, tus hijos tendrán hijos y sus hijos también tendrán hijos, tu sangre se esparcirá por tu pueblo, una larga cadena de primogénitos varones asegurar tu legado y el mío, pero para ello, todos deben pagar un precio ante los deseos ocultos del corazón.
—¿A qué te refieres con ello padre? —confundido, dio unos