La base de la calculadora tenía forma de cuña para poder llevarla en el bolsillo de una camisa (obviamente masculina), una de las directrices principales de Hewlett. Cuando el dispositivo reposaba en la mesa, su forma cónica ocultaba esa base en la sombra, creando la ilusión de una calculadora aún más pequeña y delgada de lo que era en realidad. Para colocar las 35 teclas en un panel superior que medía poco más de 6 x 12 centímetros, Liljenwall dejó de lado el teclado convencional y desarrolló una nueva combinación basada en la ubicación, el color y la nomenclatura. La investigación que le llevó a imprimir símbolos y números en tres superficies, incluso con materiales distintos, no tuvo precedentes en el diseño de la electrónica y representó un nuevo estándar en la profesionalización de esta actividad. Y dado que un producto portátil se ve siempre desde todos los lados, el diseñador no permitió que quedaran expuestos a la vista ni tornillos ni soportes, y eligió también la textura de la caja tanto por la apariencia como por la necesidad de crear una superficie antideslizante. Sorprendentemente, dada la época y el lugar, muchos de estos problemas relacionados con la “ingeniería humana” se abordaron incluso antes de establecer los parámetros del diseño de los componentes electrónicos.
Figura 1.2
Darrell A. Lauer, diseño industrial corporativo: estudio en color de la calculadora científica modelo 35. Fuente: Hewlett-Packard Corporate Archives.
Si alterar el clásico dogma de que “la forma sigue a la función” fue la primera gran contribución a esa particular cultura del diseño, la segunda fue el éxito de la HP-35 en el mercado. Chung C. Tung, miembro del equipo de desarrollo creía que la calculadora sería usada por “un piloto que hace una corrección del vuelo, un topógrafo que trabaja en el campo, un hombre de negocios que calcula el retorno de la inversión durante una conferencia, o por un médico que valora los datos de los pacientes”. (29) Aunque estos ejemplos correspondían aún a prácticas profesionales, suponían ya un cambio significativo con relación a los tradicionales usuarios de HP. Era inevitable que las siguientes generaciones de calculadoras de bolsillo fueran utilizadas por quienes esperaban en la cola de la caja de una tienda de comestibles o por aficionados que comparaban las estadísticas de sus equipos favoritos. La HP-35 representó el primer ejemplo de una tecnología especializada que abandonó el laboratorio de I+D para hacerse un hueco en un mercado más amplio. (30)
Sin embargo, las compañías de tecnología orientadas a la investigación evitaron la tentadora llamada de lo que un periodista en Silicon Valley, Michael S. Malone, denominaba “el canto de sirena del negocio del consumo”. La incursión de Intel en el mercado de los relojes de pulsera resultó un absoluto fracaso que la compañía reconoció de inmediato: “Entramos en ese negocio porque lo vimos como un problema técnico y creíamos saber cómo resolverlo”, decía Robert Noyce. “Pero, en cierto sentido, los resolvimos tan bien que dejó de ser un factor importante. Todo aquello era en realidad un negocio que tenía que ver con la joyería, algo de lo que no sabíamos nada”. Gordon Moore continuó usando su Microma, lo que él llamaba “mi reloj de 15 millones de dólares”, como una forma de recordar el abismo que separaba las ecuaciones de la ingeniería de los caprichos del diseño orientado al consumidor. A Hewlett-Packard no le fue mejor con la calculadora de reloj HP-01, un llamativo prodigio de miniaturización cuyos veintiocho botones debían presionarse con un lápiz incorporado en la correa. (31) Incluso vender chips para productos de consumo (como televisores) era desagradable para quienes, como Jerry Sanders de AMD, querían estar a la vanguardia de la tecnología. La recesión de los años 1974 y 1975 solo sirvió para confirmar la locura de esta breve aventura.
Un año antes de que la HP-35 hiciera su espectacular aparición, la publicación semanal Electronics News comenzó a referirse en varios artículos a esa zona del condado de Santa Clara, limitada por la autopista 101 y la recién construida 280, denominándola Silicon Valley en referencia al sustrato material de la floreciente industria de semiconductores de la región. (32) El crecimiento de Fairchild Semiconductor y de sus sucesores (Intel, National Semiconductor y muchos otros) hizo de aquella zona un formidable rival del corredor tecnológico que se extendía a lo largo de la ruta 128 en Massachusetts. Esa transformación impulsó una red formada por proveedores, trabajadores por cuenta propia, fabricantes, abogados de patentes, capitalistas y profesores que convertirían a la península en el equivalente de lo que Manchester había sido para la Revolución Industrial siglo y medio antes. (33) Sin embargo, los productos característicos de Silicon Valley (osciladores de audio, analizadores de gas, unidades de disco), quedaban lejos de la vida diaria de la mayoría de la gente, y en la imaginación popular la expresión California Design recordaba todavía a los muebles artísticos de Sam Maloof o a la modernidad de Charles y Ray Eames. (34) La comunidad profesional seguramente compartía esa percepción. En un número especial dedicado al diseño de la Costa Oeste, la revista Industrial Design predijo imprudentemente que “a pesar del ambiente agradable y la proximidad de los centros de investigación científica, [la Bahía de San Francisco] nunca podría desafiar a Los Ángeles su primacía industrial en la Costa Oeste”. (35) Estas palabras fueron escritas en 1957, y cabe disculpar a los editores por no haberse dado cuenta de que ese año se abrió el Laboratorio de Semiconductores Shockley situado en el anodino límite que separaba Palo Alto de Mountain View.
Pero surgió una práctica profesional que estaba comenzando a tener un papel relevante en esa infraestructura que definía el emergente ecosistema industrial de la región. Casi sin excepción, los diseñadores de aquella primera generación se ocuparon de los encargos que recibieron, que fueron pocos y mediocres: Paul Cook, presidente y director ejecutivo de Raychem Corporation en Menlo Park, retuvo a su amigo Dan Deffenbacher (del cercano California College of Arts & Crafts) como consultor de diseño a tiempo parcial. Henry H. Bluhm fue el fundador, director y único miembro del departamento de diseño industrial de Magna Power Tools en Palo Alto. Fred Robinett dirigió el diseño en FMC, y Beckman Instruments tuvo como “director de diseño” a David J. Malk. El denominado “grupo de diseño” en Memorex (confinado al negocio de cintas de ordenador y discos), sin presencia en los medios de comunicación convencionales, fue responsabilidad de Ron Plescia. Al otro lado de la bahía, Elmer Stolz dirigió un equipo de cinco diseñadores que trabajaban para la Friden Calculating Machine Company en San Leandro, e impulsaron una calculadora automática de cuatro funciones concebida como “la máquina pensante del negocio estadounidense”. Algunos de estos pioneros, Clement de HP, Frank Walsh de Ampex, Jack Stringer de IBM, Ed Jacobson de Hiller Helicopter Company en Menlo Park, o Robert McKim, que aún no había encontrado su lugar en Stanford, se reunían con regularidad en casa de unos y otros en lo que McKim describía como “un grupo de apoyo a los diseñadores”. (36)
Figura 1.3
La calculadora electromecánica Friden modelo ST-W, desnuda y “desollada”. Cortesía del Old Calculator Museum. http://www.oldcalculatormuseum.com/fridenstw.html
Las compañías que proporcionaban servicios a la defensa militar tuvieron un papel importante, aunque poco reconocido, en el crecimiento de Silicon Valley. Con su aportación contribuyeron, no solo a la seguridad del país, sino también a la de un puñado de diseñadores. El presidente de Watkins-Johnson Co., un fabricante de tubos de microondas, retuvo en su poder la firma Tepper-Steinhilber