Llegué a Silicon Valley para ver a algunos de los patrocinadores del Media Lab, pero finalmente empleé la mayor parte de mi tiempo entre diseñadores de Europa, Asia y Nueva York. Ahora, cuando estoy a punto de cumplir cincuenta años, lamento de veras no haber pasado más tiempo en California, algo que, de algún modo, trato de compensar poniendo allí muchas de mis energías.
Me enseñaron que somos capaces de aprender todo aquello que no sabemos. He leído innumerables páginas en Internet, he visto muchas horas de documentales y he conocido a un gran número de personas del ecosistema de Silicon Valley. Pero estoy seguro de que, si hubiera leído este libro que tengo en mis manos, podría haberme ahorrado mucho de ese tiempo para llegar a la misma conclusión: el diseño tuvo siempre un papel relevante en Silicon Valley, pero nadie llegó a comprender su verdadera importancia.
El libro de Barry me sirvió para renovar mi afecto por Hewlett-Packard, una compañía que hoy parece una empresa de ordenadores e impresoras pero que, para nosotros, los empollones del MIT, era la que fabricaba los mejores osciloscopios y dispositivos de cálculo de su época. Las calculadoras de HP eran motivo de admiración en los años ochenta, no sólo por su funcionalidad, sino también por su diseño, aunque por entonces esa palabra fuera para mi desconocida. Al escuchar a Barry hablar de la HP 35, (1) e imaginar lo que debió suponer dejar de llevar encima una regla de cálculo, me daba cuenta de que aquel dispositivo era el iPhone de la comunidad geek de aquel tiempo.
Todo eso nos lleva al asunto que da sentido a este libro: cada una de las pequeñas innovaciones que llevaron a cabo las empresas de alta tecnología estuvieron siempre unidas al nacimiento de un estudio de diseño o de una consultora en Silicon Valley, o al hecho de que una cercana institución académica, como la San José State University (no sólo Stanford), contribuyera con uno o dos de sus graduados a ese ecosistema de la innovación. Cada encuentro con un antropólogo, con un diseñador de videojuegos, con un financiero o con un valiente como Bill Moggridge (que vino de Gran Bretaña, movido sólo por la intuición de que “esto de la informática” podría llegar a ser algo grande), ha dejado su huella. Y lo que importa y perdura es el papel esencial que cada uno desempeñó en esas décadas.
El ecosistema del diseño en Silicon Valley, considerado un verdadero crisol de las disciplinas creativas por los expertos en tecnología que allí se reunieron, hizo posible que Steve Jobs pudiera darnos ese algo más que expresaba su frase “one more thing”. Y que no sólo recibiera el aplauso de los científicos y los profesores amantes de los ordenadores, sino de muchos aficionados, estudiantes universitarios, diseñadores gráficos, arquitectos, empresas grandes y pequeñas, pero también de las abuelas y de los abuelos, y de cualquier persona a lo largo del mundo. La diversidad de ese ecosistema se hace evidente gracias al estudio de primera mano que hace Barry en este libro, Una mirada a la lista de los entrevistados, algunos de ellos ya desaparecidos, pone de relieve la verdadera importancia de su propósito.
Pero volviendo a Robert Noyce, debo decir que di con su nombre cuando estudiaba el origen de la empresa financiera de la que actualmente soy socio: Kleiner Perkins Caufield & Byers, KPCB. Esta compañía, ubicada en el mítico Sand Hill Road (al que Barry se refiere en uno de los capítulos), es a la que unos jóvenes Larry Page y Sergey Brin acudieron para financiar ese motor de búsqueda que sería más tarde Google. Al estudiar el origen de KPCB, me encontré con el relato de la fundación de Fairchild Semiconductor y con la historia de los “ocho traidores”, con Eugene Kleiner entre ellos. Supe que el líder de todos ellos (con un estilo a lo George Clooney en Ocean’s Eleven), era un carismático y brillante experto en tecnología llamado Robert Noyce, que más tarde llegaría a cofundar Intel.
Nicholas Negroponte compartía recuerdos de sus inicios en la tecnología gráfica anterior al Media Lab, y explicaba la continua necesidad de memoria, algo muy caro y difícil de conseguir por entonces. Por suerte, Negroponte tenía una especie de ángel de la guarda en la industria de los semiconductores, un amigo del MIT que iba por allí: “Bob Noyce pasaba de vez en cuando, y de manera poco ceremoniosa me dejaba una arrugada bolsa llena de chips de memoria. De forma parecida a como nuestro tío podría habernos dejado una bolsa llena de caramelos”. Y fue en ese momento, cuando sentí una especie de chispazo, una suerte de descarga eléctrica, como si varios universos chocaran y se conectasen. Me di cuenta de inmmediato que mis dos mundos, el MIT y Silicon Valley, se fundían de manera indefectible. Yo me fundía con Nicholas Negroponte, Negroponte con Robert Noyce, Noyce con Eugene Kleiner, y Kleiner (a través de KPCB) se fundía de nuevo conmigo en Silicon Valley.
Y fue ese chispazo lo que me llevó a comprender la emoción que había visto en Barry M. Katz muchos meses antes, cuando llegué por primera vez como residente a Silicon Valley. Barry, a quien no conocí hasta esa noche, había organizado una cena en el Stanford Faculty Club para celebrar mi incorporación a KPCB como socio diseñador. El significado de aquella celebración se me escapaba por completo. Pasamos la mayor parte del tiempo recordando a nuestro común y querido amigo, el fallecido Bill Moggridge, pero Barry quiso llevar la conversación al hecho de que me hubiera incorporado a una empresa financiera muy especial en Silicon Valley. No tenía la menor idea del motivo de su entusiasmo, pero ahora veo que tenia sentido lo que dejaban ver sus ojos. Barry había previsto que los diseñadores llegarían a participar en todos los aspectos del ecosistema de la innovación de Silicon Valley. Sabía que el mundo de la inversión era el último dominio en el que tal cosa no había sucedido, y aquella noche Barry reconocía el impacto que todo aquello suponía.
A quien haya vivido en Silicon Valley durante los tiempos de esplendor, le interesarán las historias que cuenta Barry en este libro y experimentaría más de un chispazo. Si les sucede como a mí, podrán sentir esa sensación que supone ver conectados mundos que nos remiten a personas que recordamos, o a empresas con las que podíamos haber estado asociados.
Hoy es evidente que el diseño tiene un papel importante en la manera en que se consume la tecnología, pero no resulta tan obvio que haya desempeñado siempre ese papel. Este libro es capaz de llevar el “ecosistema de la innovación” más allá de las fronteras de Mountain View, Palo Alto, Menlo Park, Santa Clara, San José y San Francisco. Espero que disfruten tanto como yo con este excepcional ejemplo de erudición y amistad. Me siento realmente orgulloso de estar vinculado a esta extraordinaria obra.
John Maeda es socio de Kleiner Perkins Caufield & Byers en Menlo Park, California
AGRADECIMIENTOS
No es fácil expresar mi reconocimiento a todos los que han hecho posible este libro: la comunidad de diseño de Silicon Valley, como he intentado demostrar, es un ecosistema complejo dentro de otro aún mayor. Incluye a diseñadores de una docena de disciplinas, pero también a ingenieros y artistas que trabajan junto a ellos, a las empresas que los emplean, a los clientes que los contratan y a las personas que utilizan y experimentan los productos que contribuyen a crear.
Aunque he comprobado la exactitud de las citas que les atribuyo, para evitar conflictos (y a veces simplemente por torpeza) he resistido a la tentación de pedir a los diseñadores aquí citados que lo leyeran antes de su publicación. Sin duda, hacerlo me habría evitado errores tanto en el relato de los hechos como en su valoración, pero tal cosa tenía el riesgo de desestabilizar la narración o ceder a un punto de vista particular. En algún momento, sin embargo, he recurrido a expertos porque no podía resolver un problema técnico fuera de mi alcance (debo reconocer que tuve una mala experiencia con el lenguaje Fortran cuando tenía quince años y nunca volví a intentarlo): mi profundo agradecimiento a Charles House, John Leslie, Larry Miller y Charles Irby; como cualificados ingenieros me ofrecieron con toda generosidad comentarios y críticas que recibí con gratitud y, por supuesto, no tienen ninguna responsabilidad de los errores o equivocaciones que pudiera yo haber cometido.
Si tuviera que multiplicar el número de diseñadores que he entrevistado por la cantidad de tiempo que han pasado conmigo (es decir, por su facturación promedio por hora) cabría concluir que la comunidad del diseño de Silicon Valley ha invertido más de 100 000 dólares en este libro. Dudo que ninguno de ellos pueda nunca