Siguiendo a Sartori, hay que partir diciendo que todas las democracias modernas son, sin duda y en la práctica, democracias representativas; es decir, sistemas políticos democráticos que giran en torno a la transmisión representativa del poder (1999: p. 2). Este hecho no es trivial, dado que se ha discutido intensamente acerca de si el concepto de representación política es valioso en sí mismo, o más bien, simplemente debemos conformarnos con este tipo de democracia como un sucedáneo ante la imposibilidad logística de implementar la única democracia genuinamente legítima, la vieja democracia directa de los griegos. No queremos aquí entrar en ese debate, sin perjuicio de que consideramos que el concepto de representación tiene un contenido valioso en sí mismo para el desarrollo de la actividad política; la fuerza de la realidad nos lo impone y nos obliga a reflexionar sobre la representación política con el objeto de perfeccionarla.
En término generales, utilizamos la noción de representación política para hacer referencia al fenómeno de que, en las democracias contemporáneas, las decisiones no son adoptadas por la totalidad del cuerpo político, sino más bien por delegados que son electos. Es de la esencia de dicho concepto que quien resulta electo no actúa a nombre propio, sino que lo hace por cuenta y en interés de sus electores. Es el mismo Sartori (1999, p. 4) quien ofrece, a nuestro juicio, una adecuada descripción de sus elementos principales. Estas serían: i) receptividad (responsiveness): los representantes escuchan a su electorado y ceden a sus demandas; ii) rendición de cuentas (accountability): los representantes han de responder, aunque difusamente, de sus actos, y iii) posibilidad de destitución (removability): si bien únicamente en momentos determinados, por ejemplo, mediante un castigo electoral.
Como se puede observar, estas características hoy en día forman parte de la esencia de la totalidad de las democracias del mundo, por lo que no ha de resultar extraño que no pocos teóricos han derechamente hecho sinónimos los conceptos de democracia y representación. Por ejemplo, Schumpeter acuña una célebre definición de democracia, señalando que esta es el «arreglo institucional que permite alcanzar decisiones políticas en las cuales los individuos poseen el poder decidir dicha cuestión a través de elecciones» (1943, p. 269). Entonces, aclarada la importancia de la cuestión, nuestro argumento defiende la idea de que el federalismo mejora los niveles de representatividad en una democracia.
En primer lugar, el federalismo permite mejorar los canales de comunicación entre los electores y sus representantes. Esto puede ser entendido en dos dimensiones: una meramente territorial y otra plurinacional. Sobre la primera de dichas dimensiones existe una reflexión que comienza con las obras clásicas de la teoría constitucional y que se prolonga hasta nuestros días. Al respecto, podemos explicar la idea con el siguiente ejemplo, tomado de otro autor y adaptado a un contexto más familiar (Pontes 2007, p. 302). Supongamos que en una democracia en la que casi todas las decisiones están centralizadas, esto es que se toman por único órgano con base en el centro (por ejemplo, el Congreso Nacional), por representantes elegidos en cada subunidad por mayoría absoluta; supongamos, además, que el país posee un territorio medianamente grande (unos 700.000 kms. 2) y una población de unos 17.000.000 de habitantes distribuida por todo su territorio, pero de forma asimétrica; supóngase también que en algunos asuntos, los gustos y preferencias de cada localidad son heterogéneos entre sí, es decir, diferentes lugares tienen diferentes preferencias. Por lo tanto, si un país tiene quince localidades representadas y las decisiones se toman por mayoría en el centro, las preferencias en cualquier lugar que sea minoritario quedarán absolutamente preteridas.
De este modo, decisiones, tales como: construir centrales hidroeléctricas en los ríos de la Patagonia, invertir el dinero de los chilotes en un puente o en la construcción de un hospital, o exigir que los impuestos de las grandes compañías mineras impacten de forma importante en los lugares donde estas realizan sus faenas, serán adoptadas en un esquema en el que la opinión de quienes se ven directamente afectados tiene un peso marginal en el marco de los mecanismos institucionales competentes. Desde este punto de vista, representación presupone la capacidad de incidir. Como bien sostiene Bovero, «los elegidos en un parlamento representan a los electores en forma democrática no solamente en la medida que son designados por estos para sustituirlos en las fases conclusivas del proceso decisional, sino en la medida en la que el parlamento, en su conjunto y en sus varios componentes, refleja las diversas tendencias y orientaciones políticas presentes en el país, sin exclusiones y en sus respectivas proporciones» (2002, p. 62).
Como decíamos, la idea es de viejo cuño y fue planteada ya en la célebre obra La Democracia en América, de Alexis Tocqueville, quien defiende que cuanto más próximo esté el gobierno del ciudadano es más fácil identificar sus preferencias, pues es en los gobiernos locales que la democracia y la participación de los ciudadanos se materializa en forma más intensa. En el gobierno central es difícil que los ciudadanos logren percibir su importancia individual. Diferente es lo que ocurre en las pequeñas comunidades, en que la construcción de un puente, una carretera, una escuela o un hospital tiene influencia directa en la vida de cada residente. Como se puede concluir, la democracia contemporánea, aun cuando se exprese interpósita persona, no puede renunciar jamás al ideal normativo del autogobierno, en la que cada uno «es su propio señor junto a sus iguales en la comunidad política» (Cortina 2006, p. 8).
A nuestro juicio, el argumento es pertinente en cualquier contexto donde el territorio sea medianamente grande, la población relativamente numerosa y existan intereses relativamente heterogéneos, tesis a la que llamaremos federalismo de base territorial. Pero, sin lugar a dudas, el federalismo adquirirá un carácter necesario cuando en un Estado haya grupos significativos de población con un sentido de identidad nacional distinto al de la mayoría, y adicionalmente, existe una base territorial para ese o esos grupos (Linz 1999, p. 21). Llamaremos a esta segunda dimensión federalismo de base nacional.
En estos casos, sostenemos que el Estado federal puede contribuir a solucionar el conflicto entre grupos nacionales. Sin perjuicio de lo polémico que puede ser el concepto de nación, nos parece que a estas alturas es difícil negar que nuestro Estado es un Estado plurinacional, donde además de quienes se sienten partícipe de una comunidad general que incluye a todos los chilenos, existen al menos dos grupos a quienes claramente se les puede otorgar la denominación de naciones particulares dentro de nuestro Estado: el pueblo mapuche y el pueblo rapa nui.
Como hemos sido testigos en el último tiempo, existe la posibilidad de que, dentro de estas naciones, en la medida que sus demandas normalmente son soslayadas en el marco del Estado unitario, se generen grupos radicalizados, e incluso que determinadas facciones recurran a la violencia como medio de acción política. En un contexto de esta naturaleza, las instituciones del federalismo pueden producir el efecto de disminuir las posibilidades de que las facciones extremas hablen en nombre de su comunidad, cuando esta puede expresar sus preferencias en elecciones democráticas y libres, permitiendo que esta asuma una cuota de poder a través de las instituciones federales. Por otra parte, ello permite a los nacionalistas minoritarios en el ámbito del Estado, pero que pueden tener un fuerte respaldo dentro del territorio de la unidad subestatal, alcanzar algunas de sus aspiraciones e implementar políticas que satisfarán a sus nacionales. E incluso más, las instituciones federales también protegen a la mayoría en el contexto estatal, la que a su vez podría ser llegar a ser una minoría dentro de esa subunidad.
Este objetivo es posible de realizarse, al menos moderadamente, en el nivel de la unidad subestatal federada, porque el federalismo permite, como posible mecanismo para reconocer las exigencias de autogobierno, una auténtica comunidad política con cuotas importantes de autonomía, aunque con unas mínimas exigencias de lealtad y solidaridad para con sus homólogas. Allí donde las minorías nacionales están territorialmente concentradas, los límites de las subunidades federales pueden delinearse de tal modo que estas formen una mayoría en el seno de algunas de sus subunidades.
En estas circunstancias el federalismo puede proporcionar un amplio autogobierno para una minoría nacional, garantizando su capacidad para tomar decisiones en ciertas áreas sin verse abrumada por el o los grupos más numerosos dentro del Estado en su conjunto (Kymlicka 1996, p. 29). Pero también