5.1.Los siete dolores de la Virgen
No obstante, son las imágenes narrativas, inspiradas en los textos evangélicos, las que más se prodigan en los siglos del Barroco. Los sagrados evangelios narran los episodios que conforman los sufrimientos que padeció María desde la tierna infancia de Jesús hasta su muerte en la cruz. Estos episodios están compendiados en los llamados “Siete Dolores de la Virgen”, devoción que data de finales de la Edad Media. Fue en Holanda donde se fundó la primera Hermandad de los Siete Dolores de María[62], idea que se extendió muy pronto por toda Europa, alcanzando esta devoción una gran difusión que se acrecentó gracias a los escritos piadosos.
Una vez fijado el número, había que concretar los pasajes correspondientes a cada uno de los dolores, creándose diversos grupos, algunos de ellos con variantes muy poco significativas. Finalmente, el que va a prevalecer en las representaciones barrocas es el que está formado por: Circuncisión/Profecía de Simeón, Huida a Egipto, El Niño perdido en el Templo, Encuentro de Jesús y su Madre camino del Calvario, Crucifixión, María recibe el cuerpo de Jesús y Jesús es colocado en el sepulcro.
Los tres primeros dolores se relacionan con la infancia de El Salvador. El primero corresponde a dos episodios narrados en el evangelio de Lucas: la circuncisión y la presentación en el Templo. Según la ley mosaica, Jesús fue circuncidado a los ocho días de su nacimiento[63], recibiendo en ese momento su nombre (Lc 2,21). Es, asimismo, la primera vez que derrama sangre, considerándose prefiguración de la que va a verter en su Pasión, de ahí que se considere uno de los Dolores de la Virgen. Es tradicional que los artistas representen este episodio en el interior del Templo[64], en el que aparece un altar —como símbolo de sacrificio— sobre el que es depositado el Niño desnudo en presencia de José y María, o sostenido por un sacerdote, mientras que el viejo mohel lo opera con un cuchillo. A veces Jesús soporta con entereza, impávido, el corte, aunque en ocasiones los artistas interpretan al infante revolviéndose ante la mirada preocupada de su Madre. También, en el arte barroco, es costumbre que entre los asistentes se encuentren ángeles que ensalzan el evento.
Esta escena puede confundirse con la de la Presentación de Jesús en el Templo de Jerusalén (Lc 2,22-38), que tuvo lugar, como era preceptivo en la ley judaica, cuarenta días después de su nacimiento (Lv 12,6). En esta ceremonia las mujeres que habían dado a luz se purificaban y se consagraba a los recién nacidos a Dios, al tiempo que se debían hacer unas ofrendas. María y José llevaron dos tórtolas o pichones, regalo obligado para las familias pobres. Los ricos, en cambio, ofrecían un cordero. Allí, un hombre “justo y piadoso” llamado Simeón, a quien el Espíritu Santo le había revelado que no moriría sin ver al Mesías, cuando le tomó en brazos lo reconoció como tal, y le dijo a la Virgen: “Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel […] ¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!” (Lc 2,34-35), símbolo inequívoco en la plástica del puñal que atraviesa el corazón de las Dolorosas. Había allí una profetisa llamada Ana, que también reconoce la mesianidad de Jesús. Esta escena se suele situar en un interior de arquitectura solemne en el que María, en ocasiones arrodillada, presenta al Niño a Simeón que con las manos veladas lo toma en sus brazos; es asistido por la profetisa Ana mientras que san José, que puede sostener una cesta o jaula con las palomas, contempla la escena junto a otros personajes que se arremolinan a su alrededor.
“Te he hablado de mis dolores […] pero no fue el menor que tuve cuando llevaba a mi Hijo huyendo para Egipto, cuando supe la matanza de los Inocentes”. Así relata santa Brígida la angustia de la Virgen cuando se enteró por san José que debían huir porque Herodes había ordenado la muerte de los niños menores de dos años (Mt 2,13-15). Este episodio es muy representado desde el siglo VIII, y aunque con variantes, los artistas lo interpretan en un paisaje en el que la Virgen porta en sus brazos a Jesús sobre una borriquilla que, a veces, guía san José. En ocasiones les acompañan ángeles que pueden coger dátiles de unas palmeras, recordando el episodio apócrifo del Evangelio de Pseudo Mateo en el que la Virgen, al tercer día de camino, se sintió desfallecida y, al sentarse bajo una palmera, Jesús le pidió que inclinara sus ramas para que su Madre pudiera coger sus frutos.
Nuevamente Lucas (2,41-50), el evangelista que ofrece más información sobre la infancia de Jesús, narra un suceso en el que la Virgen volvió a experimentar una gran aflicción: la pérdida de su Hijo cuando tenía doce años en Jerusalén. En la fiesta de Pascua, los judíos tenían la obligación de viajar hasta esta ciudad para asistir a las celebraciones y, una vez concluidas, María y José regresaron a Nazaret. Llegados a su lugar de origen, advirtieron que Jesús no iba con ellos y estuvieron buscándolo durante tres días, momentos angustiosos para sus padres, como le reprochó María cuando lo encontró en el Templo hablando con los doctores de la ley. Mas Él le respondió “Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?”. Los artistas lo representan sentado y flanqueado por los doctores, que escuchan ensimismados o reflexionan sobre las palabras que están oyendo.
Los cuatro últimos dolores están relacionados con episodios de la Pasión de Cristo ya explicados. Son unas escenas muy emotivas, en las que la Madre de Dios acusa un sufrimiento que, a veces, asume con una gran entereza y, en otras, rota de dolor desfallece y se derrumba en brazos de sus acompañantes. Algunos de estos acontecimientos no están contemplados en los evangelios, aunque sí se descubren en los relatos apócrifos que fueron acogidos con sumo interés por la piedad popular. El primero es el encuentro con su Hijo en la Vía de la Amargura[65], desgarrador episodio que viene narrado en la Recensión B del Evangelio de Nicodemo, en el que san Juan informa a María de lo que está sucediendo y Ella, al ver el estado en el que se encontraba Jesús, “cayó desmayada”, y cuando se recuperó “comenzó a prorrumpir una serie de estremecedoras exclamaciones y a golpear su pecho”[66]. A pesar de que este “pasmo” será rechazado por los teólogos postconciliares, los artistas lo representan con patético realismo, mostrando a una madre transida de dolor, desvanecida o arrodillada ante su hijo, intentando abrazarle o tomando la cruz para hacerle más llevadero el peso.
Su dolor aumenta cuando, a los pies del madero y acompañada del discípulo amado, contempla crucificado a su Hijo. Cuando llega el final, espera rota de dolor el momento en el que lo toma en sus brazos para darle el último adiós. Este episodio, desconocido en las Sagradas Escrituras, ha dado lugar a un tipo iconográfico denominado Virgen de la Piedad (Fig. 13) o Virgen de las Angustias, en el que María acuna en su regazo el cuerpo inerte de Jesús.
Fig. 13. Gregorio Fernández. Piedad. 1616. Museo Nacional de Escultura. Valladolid.
A pesar de que en algunas ocasiones los artistas han imaginado esta escena como un episodio más de la Pasión, disponiendo a la Virgen junto al cuerpo de Cristo, acompañados y arropados por otros personajes, muy pronto se consideró que era mucho más expresiva la escena si solo eran dos los protagonistas, la Virgen y su Bendito Hijo, imagen que evoca la maternal escena de María con el Niño en brazos. Nuevamente fueron los místicos los que crearon emotivas narraciones, llenas de dolor y resignación, como la de santa Brígida: “[…] Yo tomé su cuerpo sobre mi regazo […]. Sus ojos estaban muertos y llenos de sangre, su boca tan fría como el hielo, su barba erizada y su cara contraída. Sus manos estaban tan descoyuntadas que no se sostenían siquiera encima de su vientre. Le tuve sobre mis rodillas como había estado en la cruz […]”. Los artistas, por su parte, establecieron diversas maneras de representar la escena. Entre los siglos XIV y XV, el cuerpo de Cristo reposa en el regazo de María, a veces como si fuera un niño, rememorando la época feliz de la infancia, aunque es más habitual representarlo adulto. El cadáver, dispuesto sobre el sudario, reposa exánime, con los miembros desplomados y la cabeza abatida. La Virgen, transida de dolor, lo mira con