–Lo siento.
–¿Sientes que fuera conserje o que muriera cuando yo tenía ocho años?
Cuando Philip sonrió, su cara sufrió una transformación que la dejó cautivada. Madalyn tuvo que recordarse a sí misma que no podía dejarse cautivar por su nuevo jefe… aunque fuera un jefe temporal.
–Siento que perdieras a tu padre –clarificó él con sinceridad, a pesar de la sonrisa–. Yo perdí al mío cuando estaba en la universidad y me resultó difícil. Debió de ser terrible perder a tu padre a los ocho años.
–Sí –admitió ella–. Yo fui una sorpresa en la vida de mis padres y tengo que confesar que me mimaron mucho.
La expresión del hombre se volvió irónica.
–Veo que hemos tenido una infancia muy diferente.
–Desde luego –rió ella de nuevo–. Yo no vi una pista de tenis hasta que cumplí los quince años.
–No me refería a eso –replicó él–. Estoy intentando imaginarme a mi padre mimándome y la imagen no me cuadra.
–No sé qué decir –murmuró ella, un poco incómoda. Estaba segura de que no era habitual que un hombre tan poderoso como Philip Ambercroft hiciera aquel tipo de comentario sobre su familia.
Philip sacudió la cabeza como si se diera cuenta de lo que acababa de decir.
–Lo siento –murmuró. Lo había dicho con un tono tan sincero que la enterneció–. No quería ponerme sensiblero.
Sensiblero no era el término que ella habría usado.
Introspectivo, quizá, pero era eso lo que llamaba su atención. La imagen que estaba empezando a tener de él entraba en conflicto con la que se había hecho en su mente. Había esperado alguien frío y calculador, alguien que no recordase el pasado y, sin embargo, se encontraba frente a un hombre encantador, con un magnetismo que no debía subestimar.
Philip dejó el plato sobre la mesa y se quitó la chaqueta para estar más cómodo. La camisa de seda se apretaba sobre su torso y a Madalyn se le quedó la boca seca. Aquel hombre era un sueño. Quizá era su imaginación, pero se parecía enormemente a su actor favorito, aunque el señor Brosnan podría discutir el parecido. Aun así, con una ligera sombra de barba y el pelo oscuro ligeramente despeinado, tenía que reconocer que Philip Ambercroft se parecía a James Bond.
–Cuéntame cuál fue tu mejor día de cumpleaños –dijo él, interrumpiendo sus locos pensamientos.
–Creo que el día que cumplí ocho años, antes de que muriera mi padre –contestó Madalyn después de pensar un momento–. Había una feria en el pueblo y mi padre me dejó subir a todas las atracciones. Incluso monté en un poni, ¿sabes? Esos que dan vueltas alrededor de un círculo. Para mí fue muy emocionante porque nunca había visto un caballo de cerca. ¿Y el tuyo?
–Cuando cumplí dieciséis años, en un internado en Suiza –contestó él–. Mis padres no pudieron ir y me pasé todo el fin de semana esquiando. Sin vigilancia, sin deberes, fue maravilloso.
–¿Pasaste el día tú solo? Suena un poco triste.
–En absoluto. Fue la primera vez que mi cumpleaños no se convirtió en una especie de prueba para ver si me estaba haciendo un hombre.
Madalyn imaginó la presión que Philip había debido sufrir en su infancia. La imagen era aterradora y él había conseguido evocarla con una sola frase. De nuevo, se sintió sorprendida por la tranquilidad con que aquel hombre hablaba de su vida personal.
–Lamento oír eso. Las vacaciones son muy especiales para mí. Parece que a ti no te hacen ninguna gracia.
–Bueno, en realidad no es así. Y perdóname por hablar tanto. No sé qué me pasa esta noche.
–Debe de ser mi fantástica conversación –bromeó ella.
–Eso será –asintió él, irónico.
–Recuerda a quién debes acudir cada vez que te sientas deprimido. Puedes llamarme doctora Wier.
–Muy bien, doctora. Me parece que se le está enfriando la cena, así que tendremos que terminar la sesión otro día.
–Qué lástima –sonrió ella, probando el pollo agridulce.
Para cuando terminaron con los rollitos de primavera, la conversación versaba sobre temas generales. Hablaron sobre el edificio de la compañía, sobre algunas de las empresas Ambercroft, nada personal. Pero era divertido oír hablar a Philip y ver cómo sus ojos se iluminaban con orgullo. Le encantaba su trabajo y las numerosas actividades filantrópicas en las que la compañía Ambercroft estaba involucrada.
Incluso mencionó la gala que Eva Price estaba organizando para la Asociación de niños con SIDA.
–¿Vas a ir? –preguntó ella, entusiasmada. Era maravilloso que Eva hubiera conseguido una aportación de los poderosos Ambercroft.
–No estoy seguro. ¿Tú vas a ir?
–Creo que sí –contestó ella–. Me gusta involucrarme en actividades solidarias.
–Entonces, tendré que encontrar la invitación y confirmar mi asistencia.
Insegura de lo que debía responder, Madalyn se concentró en su plato de arroz. La cena había sido estupenda y le gustaba charlar con Philip, pero había sido un día muy largo y quería abrazar a Erin antes de irse a la cama. Pensó por un momento en contarle a Philip que tenía una hija, pero no quería empezar otra conversación.
Philip la sorprendió cuando empezó a limpiar el escritorio.
–Puedo hacerlo yo –dijo ella, levantándose.
–No. Apaga el ordenador y recoge tus cosas. Es hora de que la chica del cumpleaños abra la galleta de la fortuna y se vaya a casa –dijo, ofreciéndole la proverbial galleta china. Madalyn obedeció y, cuando leyó lo que estaba escrito en el papel, no pudo evitar una carcajada–. Vamos, no me tengas en suspense.
–Dice: Conseguirás un nuevo trabajo.
–¿En serio? El mío dice: Conseguirás un aumento de sueldo.
Madalyn lo miró, sin dejar de sonreír.
–¿El jefe puede aumentarse el sueldo?
–Ni idea. Pero pienso llevar este papel al próximo consejo de administración.
Unos minutos después, el escritorio estaba limpio y el ordenador apagado. Philip había sido tan amable con ella durante toda la tarde que no la sorprendió cuando él, con toda naturalidad, dijo que iba a acompañarla al garaje.
Pero lo único en lo que Madalyn podía pensar mientras él abría la puerta de su coche era en lo cerca que estaban y en lo firmes que parecían los labios de Philip. Durante una fracción de segundo, creyó notar que él se inclinaba hacia ella y lanzó un gemido ahogado. Le hubiera gustado besarlo, le hubiera gustado saber si aquel hombre era todo lo que su imaginación prometía…
Pero aquello no era real. No podía ser real. Los dos se apartaron al mismo tiempo. Madalyn se había puesto colorada y miraba hacia otra parte. Quizá estaba más cansada de lo que creía…
Deseando que se la tragara la tierra, entró en el coche y se ajustó el cinturón de seguridad.
–Buenas noches, Madalyn –dijo él, cerrando la portezuela–. Mañana puedes venir tarde a trabajar. Te lo mereces.
Madalyn hubiera deseado saber qué estaba pensando. Más aún, hubiera deseado poder esconder sus sentimientos y sus pensamientos tan bien como lo hacía él. Se daba cuenta de que no podía disimular su rubor.
–Buenas noches. Y gracias por la cena.
Philip esperó a que ella saliera del garaje