Neurociencias, métodos infalibles y panaceas
Las escenas comentadas en el apartado anterior nos invitan a pensar que toda práctica ejercida con responsabilidad y compromiso es valiosa sólo a la luz de sus fundamentos. Y esta visión no sólo nos sirve para crear nuevas, originales y creativas situaciones de enseñanza, sino que también nos previene de las promesas vacías y las panaceas empaquetadas que tantas veces intentan seducirnos con su apariencia de eficiencia transparente. Tomemos el ejemplo de la (poco discutida) idea de que los educadores transitan tiempos revolucionarios pues las investigaciones en neurobiología aportan nuevos y ricos conocimientos para comprender qué estímulos construyen mejores condiciones para el aprendizaje en los niños. Prestos a desconfiar de esta promesa, podemos considerar el modo en que el cruce entre ambas disciplinas (neurobiología y pedagogía) se funda en una serie de malentendidos, el primero de los cuales es la visión deformada que cada una de ellas tiene de la otra. Los educadores aceptan con demasiada ingenuidad todo lo que proviene de las investigaciones neurológicas, y los expertos en neurociencias tienen en general una visión algo simplificada de lo que significa educar. Los reduccionismos a ambos lados de la relación, entonces, no ayudan.
Los defensores de una alianza entre las neurociencias y la pedagogía utilizan en general argumentos parecidos a los de la vieja psicología evolutiva: “si entendemos cómo funciona la mente, educaremos mejor”. La diferencia reside en que al menos la psicología emplea metáforas surgidas de la experiencia, y no resultados de laboratorio. En ambos casos, sin embargo, el riesgo es similar: se intentan reemplazar los esfuerzos que demandan las relaciones educativas (complejas, cambiantes, políticas, insertas en instituciones) por fórmulas esenciales sobre “el alumno” o “el aprendizaje”.
Por eso, desde esta visión crítica, parece improbable que los aportes de las neurociencias a la educación constituyan algún tipo de revolución copernicana para la educación infantil y sus prácticas. Los modos de la educación de cambiar de paradigma, de atravesar sus “revoluciones”, en general tienen que ver con cosas pequeñas, pero muy trascendentes: cómo establecemos una conversación maestros y alumnos, cuánto y cómo sabemos escucharnos, cómo imaginamos el futuro común, qué permisos habilitamos para ser uno mismo dentro del aula. Es acertado leer el interés por las neurociencias como síntoma de una necesidad genuina del mundo educativo por poner el foco en la experiencia de los alumnos, por defender el carácter auténtico de los aprendizajes. Por eso a veces los argumentos a favor de esta corriente se plantean como superadores de cierta pedagogía tradicional, centrada en el docente. El problema es que esos conocimientos “científicos” acerca del niño no son el modo óptimo de fortalecer el lugar de los alumnos en las relaciones educativas. Y no lo son, porque en lugar de acercar a maestros y alumnos en una relación más libre, más sincera y más comprometida, estos saberes neurocientíficos ponen al aprendizaje y a la enseñanza en lugares rígidos y supuestamente asépticos. Se dice, por ejemplo: “tales investigaciones han demostrado que si los maestros X, entonces los alumnos Y”. Y puede ser útil saber qué límites impone la biología a los tiempos de un bebé, por ejemplo. Pero lo cierto es que las acciones de los maestros se significan en sus relaciones con los alumnos, y no hay un modo de estandarizar ni medir en forma absoluta sus efectos. El terreno para construir esta reflexión no es el de la ciencia dura, sino el de la ética.16
Hemos analizado brevemente el ejemplo de las neurociencias, pues es un caso paradigmático de adopción más o menos acrítica de una corriente teórica con consecuencias prácticas, pero esto no significa que sea el único ejemplo ni que se pretenda desmerecer aquí los gigantescos aportes de esta disciplina en muchos otros aspectos.
Los métodos totalizantes, las pretensiones de “regular” las emociones de los niños, las caracterizaciones demasiado simples de la vida social, las reglas prácticas sobre modos imprescindibles de intervenir, sobre acciones prohibidas y sancionadas simplemente porque así lo dicta cierta nueva pedagogía recién llegada, recién publicada, superadora –y llegada para reemplazar– a todo lo anterior, todo esto es un atentado absurdo contra la libertad de los que enseñan. La búsqueda desesperada de “lo último”,el desdeñoso abandono de lo anterior, quitan complejidad a la enseñanza y restan autoridad a los maestros y maestras.
“Los chicos vienen cada vez más inteligentes” 17
Otra dimensión de las verdades totalizantes e indiscutidas que obtura el discurso pedagógico en el nivel inicial –y también en otros niveles de enseñanza– es el que se basa en una admiración y confianza absoluta en las nuevas tecnologías y en la naturaleza de la infancia que las domina. Como los chicos manejan las pantallas, se dice, resulta que ya prácticamente nacen con una capacidad aumentada de interactuar con los artefactos y eso es prueba suficiente de que los llamados nativos digitales 18pertenecen a una nueva era de alumnos, a una nueva era de niños. Se cree entonces, sin demasiados argumentos, que los chicos de hoy son distintos. Más bravos, más astutos, más cínicos. Más difíciles de llevar, más propensos a la transgresión, más sutiles. Más independientes. Pero, por sobre todas las cosas, más inteligentes.
Esto significa –y aquí interviene el discurso pedagógico más orgullosamente posmoderno que puede hallarse revolviendo viejas carpetas– que logran interactuar más eficazmente con la realidad, muy especialmente en lo que se refiere al manejo de las herramientas tecnológicas. Entienden y emplean las pantallas en forma fluida y dinámica. Aprenden solos. Por eso, se cree, son más inteligentes si se los compara con los niños de otros tiempos, o incluso con los adultos. Hasta se ha llegado a afirmar que, dada la alta eficacia comparativa de los niños y los jóvenes frente al universo de las pantallas, la propia asimetría entre las generaciones se ve alterada o trastocada: hoy los chicos les pueden a enseñar a sus padres o a sus abuelos cómo usar la tablet, la computadora o la TV inteligente.
Tras creer esto, claro, a los educadores nos empieza a pasar lo mismo que a los chicos cuando les dicen “¡vos no podés, no ves que no sabés nada!”. Nos excluimos, nos recluimos, nos aferramos a la nostalgia… Y creemos firmemente que nuestra autoridad está en crisis, que se han perdido los valores y otras tantas premisas que acompañan esta tácita destitución de la adultez frente a la rebelión de una infancia emergente.
Puede ser que algo (e incluso bastante) de todo lo anterior sea más o menos cierto. Pero estas ideas también esconden una falacia, que permanece sorprendentemente silenciada: estos diagnósticos de época se sitúan en un nivel de análisis que naturaliza el escenario de “lo tecnológico”, viéndolo como un mero desafío cognitivo sin trasfondos políticos. “Usar bien las computadoras” o “dominar las pantallas” parecen ser eventos casi sobrenaturales que vinieron a acaecerle a los nuevos niños, venidos a un mundo ateórico, neutro y tan aséptico como la lavandina.
Lo que se omite al decretar esta nueva era de superniños es el hecho de que las computadoras son objetos que además de surgir de nuestro progreso tecnológico, surgen de nuestra economía y de nuestra cultura. Como puede constatar cualquiera que las haya utilizado un poco, no están pensadas para un usuario racional que opera por medio de categorías lógicas y esquemas que asimilan y se acomodan en un terreno simbólico (que son algunos de los rasgos que venimos asociando a la inteligencia desde que leímos a Piaget), sino que proponen permanentemente un acercamiento intuitivo, de tanteo y error, casi lúdico, y bastante orientado a la mimetización práctica del usuario a un escenario de pocos elementos y muy simples.
Algunas pistas para entender por qué la fluidez de los chicos con las computadoras no implica que sean “más inteligentes”, pueden reconocerse mirando las propias computadoras, y reconociendo que:
la mayor parte de los