—Oh, no se preocupe, ya se lo diré si sucede eso —le dijo—. Dígame, ¿su cabello es rubio natural?
—¿Qué? —Madison se quedó aturdida ante el abrupto cambio de tema, además de que la pregunta era directamente una falta de delicadeza.
En ese momento, su cabello era del color de la miel oscura, pero en cuanto se lo lavase y secase, sería del color del maíz maduro, largo y liso hasta casi la cintura. Sí, era su color natural, como el verde de sus ojos y el moreno dorado de su piel. ¡Toda ella era natural!
—Nunca se sabe actualmente —añadió Gideon Byrne de forma insultante, sin disculparse por el comentario personal.
—Es natural —dijo ella, con una arruga perpleja cruzándole la frente.
Hubiera jurado que ese hombre la odiaba. Pero no podía ser, si ni siquiera la conocía. ¿Sería porque lo disgustaba haberse mojado la ropa?
—Me parecía —asintió abruptamente él con la cabeza.
Puede que ese hombre fuese uno de los directores de cine más importantes del mundo, con un Oscar en casa para demostrarlo, pero también era uno de los hombres más fríos y groseros que Madison había conocido en su vida.
Y, hablando de frío, comenzaba a temblar y le vendría muy bien esa ducha que había mencionado hacía unos minutos.
—Si no le importa, creo que me iré arriba a tomar una ducha antes de cenar —le dijo amablemente.
—¿Y si me importa? —le preguntó con cinismo, retándola con la mirada.
Pero esta vez Madison ni se inmutó ante su grosería.
—Pues me iré igual a tomar la ducha —le dijo directamente. Quizás esa era la única forma de estar con ese hombre. La cortesía ciertamente no parecía funcionar.
Ante su sorpresa, él sonrió. Y la austera frialdad de su rostro se transformó en amistosa calidez.
Bueno, pensó, amistoso era quizás exagerar un poco. Pero parecía menos distante, intentó convencerse Madison. No era que intentara acercarse a él. Se contentaba con despedirse de esa sonrisa, segura de que era más que lo que mucha gente conseguía de él.
—Quizás tú y yo nos llevaremos bien después de todo, Madison McGuire —murmuró él enigmáticamente.
—Si usted lo dice —accedió sin comprometerse—. Encantada de conocerlo, señor Byrne —añadió cortésmente antes de darse la vuelta.
—¡Mentirosa! —se burló él suavemente a sus espaldas.
Madison hizo una pausa, dándose la vuelta lentamente para mirarlo.
—No tengo el hábito de mentir, señor Byrne.
—Creí haberte dicho que me llamaras Gideon —dijo él con rudeza—. ¡Después de todo, hace un rato intenté salvarte la vida!
—Estaba por decirlo, pero realmente no podría tomarme esa familiaridad con un director de cine de su calibre —dijo ella con énfasis—. Pero, pensándolo bien, no tengo el hábito de mentir, Gideon, ¡y no ha sido agradable en absoluto conocerte!
Al alejarse hacia las escaleras que llevaban hacia la planta baja de la casa, hubiera jurado que oyó la risa ahogada de Gideon Byrne. Era ridículo. Ese hombre ni siquiera sabía lo que era la risa. ¡Era un tipo insoportable! Frío. Grosero. Arrogante. Si eso era lo que te pasaba cuando te daban un Oscar, ojalá nunca le dieran uno a ella.
Mejor olvidar que lo había conocido. Con un poco de suerte, se habría ido antes de la cena.
Gideon dejó de reír en cuanto la puerta se cerró tras ella.
La chica tenía carácter, eso tenía que reconocérselo. También era increíblemente hermosa, de la misma forma que había notado la noche anterior al verla en la película de Tony Lawrence. Porque cuando la criada apareció en la pantalla, fue como si le hubiesen dado una corriente eléctrica.
Llevaba buscando una chica como esa seis meses, visto docenas de esperanzadas principiantes, pero ninguna de ellas era lo que quería. Cuando Madison McGuire apareció en la pantalla la noche anterior, supo que había encontrado a su Rosemary.
Era todo lo que él quería que Rosemary fuese. Su rostro tenía la etérea belleza de un ángel y el verde profundo de sus ojos cuando ella miró brevemente a la cámara era un añadido que no esperaba. Su largo cuello parecía demasiado frágil para soportar el peso de la melena de color maíz y su delgada figura tenía el atractivo de un potro.
Sí, ella tenía todo lo que estaba buscando, y cuando al acabar la película él miró los créditos ávidamente, vio que, junto a «criada», ponía Madison McGuire.
¡Madison McGuire! La misma chica por la que minutos antes Edgar había intentado que se quedase. Al mirarlo de reojo vio la sonrisa de satisfacción en su rostro. ¡Demonio de hombre!
Se vio tentado de mandarlo al diablo e irse, pero el profesional que era le decía que sería un tonto si se fuese sin siquiera verla. Aunque no le dijo por qué, le expresó a Edgar que se quedaría un día más después de todo y solo el relámpago imperceptible en los azules ojos del productor delató que este sabía perfectamente qué o mejor quién había hecho que Gideon cambiase de opinión.
Pues bien, ya había visto a Madison, y ella era todo, si no más, lo que había estado buscando en la protagonista de su próxima película. El acento americano lo había sorprendido un poco, Edgar se había olvidado de mencionar ese detalle, y en el papel en que la había visto actuar apenas si murmuraba un: «Gracias, señor», que no indicaba en absoluto su origen. Pero ella le había demostrado hacía unos minutos que era perfectamente capaz de adoptar un acento británico si era necesario, ¡aunque solo lo hubiese hecho para burlarse de él!
Sí, había visto a Madison McGuire. Y ya lo único que tenía que hacer era ofrecerle el papel de Rosemary. Pero no estaba seguro de que ella lo aceptase. Sería una tonta si no lo hiciese, la película la haría famosa. Pero dependería de lo desagradable que a ella le había resultado conocerlo.
—¿Has estado nadando, Gideon?
¡Edgar! Su amigo parecía divertido, casi regocijado, lo que le dio deseos de borrarle la sonrisa de los labios.
—He conocido a Madison en la piscina —le dijo con sequedad.
—¿Sí? —respondió Edgar.
—Yo no tenía traje de baño —se encogió de hombros—, pero eso no pareció molestarla demasiado.
Los ojos de Edgar perdieron el humor y tomaron la dureza del acero, una advertencia para hombres que no eran Gideon.
—Sinceramente espero que estés bromeando, Gideon —masculló rígidamente—. Madison está aquí para descansar y recuperarse, no para tener que lidiar con idiotas a quienes se les ocurre bañarse desnudos en mi piscina.
Gideon se dio cuenta de que Edgar estaba un poco más que enfadado. Jamás lo habría llamado idiota de no ser así.
—Ya te lo he dicho —dijo, encogiéndose de hombros con una sonrisa—, a Madison no pareció importarle. Ahora, si me disculpas, creo que seguiré su ejemplo y me daré una ducha antes de cenar.
Edgar entrecerró los ojos hasta que fueron dos líneas que despedían fuego helado.
—Creía que te ibas antes de cenar.
Ahora que había visto a Madison, no pensaba irse sin antes hablar con ella y mirarla un poco más. Había muchísimo trabajo que hacer y no tenía demasiado tiempo para hacerlo. En realidad, ya que había visto a Madison, no había tiempo que perder.
—He cambiado de opinión —se volvió a encoger de hombros—. Hasta ahora, Edgar —le dijo al otro hombre