La filosofía, entendida como aquella actividad que busca encauzar este impulso humano hacia la verdad, no tiene, por lo tanto, una utilidad extrínseca. Ahora bien, está lejos de ser una actividad inútil –como tampoco lo son el juego, la contemplación amorosa o estética, la creación en todas sus formas, etcétera–. Hemos caracterizado a estas actividades como intrínsecamente útiles para poner de manifiesto que poseen una forma superior de utilidad, pues solo ellas satisfacen lo que más hondamente necesitamos: la experiencia de ser en plenitud, y la experiencia profunda del sentido de la vida, del valor intrínseco de todo lo que es.
El ser humano solo experimenta una felicidad íntegra y realiza satisfactoriamente sus posibilidades internas de ser en las actividades o estados que no tienen más meta que sí mismos. Lo intrínsecamente útil no equivale a lo inútil ni a lo no práctico. Nuestras necesidades más profundas no las puede satisfacer nada que no se baste a sí mismo, que no tenga una razón propia para ser apetecido. Y lo que nutre nuestro ser, ¿puede considerarse inútil?
Lo utilitario se relaciona con el “tener;” lo intrínsecamente útil, con el “ser”. Así, las actividades utilitarias aumentan nuestro haber, nuestras tenencias: a través de ellas adquirimos todo tipo de logros, de posesiones (materiales o sutiles), y desarrollamos las habilidades físicas y psíquicas que nuestro ego tiende a considerar también como “posesiones,” como parte de su haber. Pero solo las actividades valiosas per se, que no se orientan exclusivamente hacia la obtención futura de ciertos logros o resultados, permiten el crecimiento de nuestra esencia; solo estas últimas satisfacen nuestra necesidad de ser en plenitud.
El que ama no necesita que algo exterior justifique u otorgue sentido a su amor, pues ese estado interno es valioso en sí mismo. El que se conmueve ante la contemplación de algo profundamente bello sabe que su contemplación es un preciado tesoro; no necesita tasadores que le confirmen el valor o la utilidad de su experiencia. El saber (no el erudito ni el técnico, sino el que se traduce en sabiduría, en lucidez, en una visión penetrante y comprensiva de la realidad) se justifica en sí mismo porque satisface un impulso radical del ser humano. Estas actividades y estados no son inútiles, al contrario, son supremamente útiles, producen un resultado (y “útil,” recordemos, es aquello que produce un resultado provechoso). Este resultado es nada menos que la realización humana. No es que dichas actividades o estados sean medios o peldaños para lograr esta realización o plenitud; son, sencillamente, la forma en que esta última se actualiza y se expresa.
Saber para poder, para estar al día, para dotarnos de un aura de intelectualidad, para tener algo de que hablar, para lograr un puesto de trabajo, para “tener” conocimientos que exhibir; amar para comprar el amor de otros; jugar para ostentar nuestra habilidad y nuestra superioridad; crear para demostrar algo a los demás o a nosotros mismos; trabajar exclusivamente para ganar dinero…; nada de esto es saber, amor, juego, creación o trabajo genuinos. No negamos que algunas de estas metas sean, en ocasiones, legítimas –el “comercio” es necesario–, pero no pueden proporcionar al ser humano la plenitud que le es propia, y nadie debe sorprenderse de que conduzcan al hastío y a la mediocridad cuando se convierten en el tipo de metas predominantes. Nadie debe sorprenderse tampoco de que la depresión sea uno de los padecimientos característicos de nuestra civilización, básicamente mercantil, astuta, ávida y utilitaria.
El ser humano tiene una profunda exigencia de sentido. El que afronta su vida y sus actividades como Sísifo afrontaba diariamente su infructuosa tarea, se sumerge en el más profundo vacío. Pero las actividades estrictamente utilitarias terminan asimismo agostando el espíritu humano. De hecho, quizá no sea casual que el mito describa a Sísifo como el más astuto de los hombres, dado a toda clase de tretas, engaños y artificios, y que este hombre astuto fuera condenado al sinsentido, a la actividad más absurda, enajenante e inútil. Porque la astucia, la tendencia a convertir todo –hasta lo más digno de ser considerado como un fin en sí mismo– en algo de lo que esperamos obtener un beneficio interesado, es un camino directo al estancamiento de nuestra esencia, al vacío y a la enajenación.
La filosofía como actividad libre
La filosofía no es útil en el sentido que en general damos a esta palabra, es decir, no es instrumentalmente útil; como tampoco, por ejemplo, lo es el arte (el que se mantiene fiel a sí mismo; no hablamos del mundo de los marchantes). En otras palabras, ambos son actividades libres, pues competen a la dimensión más elevada del ser humano, aquella que también es libre y que le dota de cierto dominio sobre los aspectos de sí mismo y de la vida condicionados por la necesidad, por las urgencias utilitarias de la vida.
La filosofía vendida a un fin ya no es filosofía. Ni siquiera la filosofía vendida a unas ideas es ya verdadera filosofía. La filosofía “esclava” de la teología (como se definía a sí misma la filosofía escolástica medieval) no es filosofía, es teología. Habitualmente, cuando los artistas se han subordinado a un fin ajeno al arte mismo, han hecho un mal arte. El arte ideológico, puesto al servicio de la defensa de unas ideas, ha sido sistemáticamente defraudante. Cuando oímos que algún representante de una determinada iglesia, secta o ideología va a dar una charla filosófica sobre alguna cuestión, todos sabemos que no va a decir nada nuevo; sus argumentos serán los mismos que los que repiten hasta la saciedad aquellos que pertenecen a su grupo; como mucho, habrá ciertas variaciones formales; puede que incluso parezca elocuente y sugerente en un principio, pues en el planteamiento de la cuestión se permite cierta libertad, pero, finalmente, decepciona. Nos han dado gato por liebre. Todos sospechamos que ahí no hay pensamiento genuino, indagación libre y desinteresada, sino solo apología disfrazada de argumentación. Porque el verdadero pensamiento siempre es libre. Y por eso, solo las personas interiormente libres –que no hablan en nombre de nada ni de nadie, ni siquiera en nombre de su “ego,” de lo que en dichas personas es estrictamente particular– son genuinos pensadores. Como solo las personas interiormente libres son creadoras en cualquier ámbito humano.
La filosofía es una actividad libre. El arte también lo es. Pero que no se “vendan” a un resultado extrínseco no significa que no sean útiles. Todo lo contrario: poseen una forma superior de utilidad. Aquí precisamente radica la falacia del dilema “utilidad versus libertad” que planteábamos al inicio de este capítulo. Las ideologías que han visto en ciertas expresiones gratuitas de la individualidad creadora, no subordinadas a fines pragmáticos, manifestaciones burguesas de irresponsabilidad y falta de compromiso social, han tenido una triste y reducidísima imagen del ser humano.
Necesidades del ser y del estar
«La “vida verdadera” […] no se halla tanto en las necesidades utilitarias de las que nadie puede escapar, como en el cumplimiento de uno mismo y en la calidad poética de la existencia.»
EDGAR MORIN5
Aclararemos lo dicho hasta ahora introduciendo una nueva distinción. Diferenciaremos, en concreto, entre lo que denominaremos utilidad esencial y utilidad existencial.
• Es existencialmente útil lo que necesitamos para nuestro existir o nuestro estar en el mundo: desde el alimento y el vestido hasta una cierta cosmovisión que nos ayude a orientarnos en él. Las cosas que son útiles para nuestro estar en el mundo son cosas que tenemos. Tenemos alimento, dinero, ropa, casa, etcétera, de un modo análogo a como “tenemos” ciertas habilidades o unas creencias y una ideología.
• Pero hay otro tipo de necesidades que no son existenciales sino esenciales. Calificaremos de esencialmente útil todo aquello que necesitamos para alcanzar un grado óptimo de ser: lo que nos remite a nuestra esencia íntima, fortaleciéndola, y hace que seamos más y mejor eso que esencialmente somos.
La satisfacción