Caminando en círculo alrededor del globo
terráqueo, relatando el viaje
en todas las lenguas posibles
del orgullo, de la indiferencia, de la pasión
estoy otra vez en un jardín inmóvil
donde
hay muchos objetos no identificados
unas inocentes cebras listadas bajo los abedules
pálidos huéspedes enfermos en el dorso del disco
el ojo de Polifemo bajo la flor
del jacaranda
un monstruo de vidrio con botones
un héroe homérico que muere a la orilla del mar
las hojas del gomero bajo la lluvia
la fórmula química del arco iris…
En esta lista debo agregar
desde el domingo pasado
la leve, mágica nieve de Iowa)
y Carlos Cortínez participaba o pretendía participar en la mayor cantidad de eventos del Programa, que por lo demás carecía de actividades fuera de una reunión semanal, los miércoles por la tarde, donde uno de los becarios contaba para los demás cómo era la vida literaria en su país y hablaba discretamente de sí mismo, reuniones bastante divertidas, más delirantes según lo exótico de cada país, y que el Carretonero de Ayer y Hoy gozaba particularmente porque él era el último orador, dado que era el más joven del equipo, y tenía su turno hasta el segundo miércoles de mayo de 1969, pero Cortínez, que tomaba muy en serio las clases de Gordon Brotherston, había escrito una docena de poemas y un par de artículos críticos, y tenía ideas tan ortodoxas como pensar que las novelas implicaban siempre la resolución del problema del individuo en una sociedad abierta, y contaba particularmente con frases precisas para provocar al Carretonero de Ayer y Hoy y meterlo en meandros bizantinos, confrontaciones que el Carretonero de Ayer y Hoy había aprendido a no enfrentar, ni tolerar ni visitar sino de muy lejos, prefiriendo rumiar una vez a solas, pues no toleraba las visitas más de unos cuantos minutos, cómo habría seguido la discusión, o cómo caería en alguna próxima discusión alguna de sus despeinadas ideas, como aquella de la novela como un movimiento lingüístico y estructural, necesario e incesante, rítmico y con velocidad calculada, de lo conocido a lo desconocido, una verdadera aventura, lo que esperaba corroborar con una cita de Genet, quien decía a propósito de alguien que “si sabes de dónde sales y sabes a dónde llegas, eso no es una aventura literaria, sino un trayecto en autobús”, o aquella otra de la historia de la novela como la historia del rechazo y la modificación inclemente de las formas narrativas, una y otra vez, o la pregunta tantas veces formulada con pequeñas variantes ¿por qué el artista no se contentaba con el ensueño, por qué tenía la necesidad de ofrecérselo a los demás?, aunque a veces Cortínez animaba otra clase de argumentos, otros intereses al parecer genuinos, y eran de esa clase de intereses que el Carretonero de Ayer y Hoy nunca podía rechazar, pues se anunciaban casi siempre como insolubles problemas literarios, por ejemplo, como la posibilidad de una novela futura, y Cortínez, que era un sabio manipulador, lo provocaba más que bien con una frase como “escribí una novelita breve cuando era muy joven”, ¿de veras? (ojos azorados del Carretonero de Ayer y Hoy, que se arrojaba los cabellos hacia atrás como para destapar los oídos), sí ¿y la publicaste?, uno frente al otro, los dos en las sillas reclinables a un lado del larguísimo escritorio, el Carretonero de Ayer y Hoy a veces recargando un brazo sobre el teclado de su máquina de escribir, no, susurraba Cortínez empezando a subir la voz, no creo que valiera nada, salvo un personaje de nombre estrambótico que bauticé con letras rebuscadas febrilmente una noche de insomnio: Kaatziza; silencio estupefacto del Carretonero de Ayer y Hoy que advertía estar frente a una situación absolutamente existencial, pues por más que revisaba tres o cuatro posibilidades no atinaba a saber hacia dónde iba Cortínez, y Cortínez se reacomodaba sus gruesos anteojos, lo miraba interrogativo y pausadamente, como si intentara evitar localismos chilenos, con una cadencia ligeramente hipnótica que a veces provocaba el irreversible sueño del Carretonero de Ayer y Hoy, y continuaba: el protagonista de mi novelita, especie de alter ego del autor, desbarataba su propia vida y una cierta felicidad tranquila que había alcanzado, por perseguir a esa mujer, y nunca quedaba claro en el librito si ella era real o un espejismo, aunque te diré que poco le importaba al protagonista si su Kaatziza había sido soñada o de carne y hueso, a lo que no quería ya resignarse era a vivir sin ella, porque vivir sin ella implicaba la infelicidad, la confusión, el delirio, sí, se había vuelto imposible vivir sin ella, pero ¿por qué no la publicaste?, no sé, no se me ocurrió, por ahí se quedó ese manuscrito, mi primer trato con la ficción, por llamarlo así, mi entrada en el fuego como dices tú, pues en verdad no era sino un largo poema en prosa con toda la exaltación de los 16 años y después de haber leído, deslumbrado, la prosa de Neruda en El habitante y su esperanza, ¿y a la sombra de Dulcinea y de Susana San Juan?, ¿tú crees?, bueno ¿y por qué me cuentas todo esto precisamente hoy y sobre todo a esta hora de la noche o de la media noche?, bueno, pasada la embriaguez de esa semana que me llevó escribirla, pasados los años, ya que bien había visto el nulo valor literario de mi intento, del que por otra parte no me había hecho ilusión alguna ni había perseguido su publicación nunca ¿eh?, pero nunca, y del que me quedó sin embargo el fervor de la escritura nocturna, sin vacilaciones, como dictada y vertiginosa, un poco como tú la concibes, sí, como dice tu adorado Octavio Paz “hablar por hablar, arrancar sones a la desesperada, escribir al dictado lo que dice el vuelo de la mosca, ennegrecer”, por cierto bifurcaba el Carretonero de Ayer y Hoy, y a propósito de moscas,