1956. Varios hechos se sitúan en nuestro horizonte. Una teoría psiquiátrica y una exposición, por ejemplo. ¿Qué tienen en común? Nada. O posiblemente nada más allá de un vago aire de familia, difícil de delimitar espacialmente, pero que, una vez que penetramos en él, nos atrapa. Una exposición: «This is Tomorrow». Esta muestra en la Newchapel Gallery de Londres supuso la apertura de un nuevo sentido en las artes visuales. Quizá decir esto sea algo excesivo, es cierto: una exposición por sí sola no crea nuevos sentidos. En realidad, podríamos señalar algo más difuso pero interesante. En cierta medida «This is Tomorrow» implicó una forma diferenciada de ver o, mejor, complejizó en plena posguerra los modos desde los cuales era posible mirar la obra de arte. Puso en pie una forma (no la única, lógicamente) de ensanchar los afilados límites de las disciplinas artísticas. Pero hagamos ahora algo de historia superficial. Han pasado once años desde el fin de la Segunda Guerra Mundial y las formas de ver, es decir, las formas de hacer-arte, delataban la necesidad de nuevas formas de enfrentarse a lo real. En este contexto interpretativo nos encontramos con una realidad sometida a las formas de jerarquización capitalista que Estados Unidos había impuesto a la hora de repensar (a través de su reconstrucción) Europa. «This is Tomorrow» era la respuesta de cierto arte europeo ante las derivas estilísticas e incluso semánticas a la hora de colonizar ese mañana por parte de Estados Unidos. Mañana es una palabra colonizada completamente en el ámbito semántico del capitalismo norteamericano de la posguerra. Es tal vez un título irónico. «Esto es el mañana», donde el esto –recordando a Magritte– se erige como problema. Ese «esto», ¿a qué hace referencia exactamente? De las muchas lecturas de esta muestra nos quedaremos con dos nombres. El primero de ellos es Richard Hamilton, el segundo, Eduardo Paolozzi. A raíz de este mañana que delata la exposición pero que no prefigura ningún concepto cerrado de futuro, Hamilton diseña la poética general y describe de este modo el entramado de la muestra:
No eran un adorno, eran sólo ampliaciones de imágenes, y así era como las percibíamos. Así pues, juntamos esas cosas y las presentamos de la manera más atractiva posible. La máquina de discos funcionaba sin parar, y podías elegir sin meter monedas, pero el uso de la máquina era tan constante que nunca escuchabas lo que querías, ya que lo que habías elegido se oía una hora más tarde. Estaban todos esos juegos con sonido, ilusiones ópticas e imágenes. En la casa de los horrores había incluso una sala que era una cápsula espacial. Había una especie de ojos de buey de ciencia ficción donde se veían alienígenas que miraban a través de las ventanas[1].
La desvinculación entre el sentido de lo visible y lo real jugaba a favor no sólo de una nueva manera de hacer arte sino, sobre todo, a favor de una nueva forma de pensar el arte; una tensión basada en el conflicto o la contradicción entre lo que es dado para ser visto/escuchado y lo que en realidad estás viendo/escuchando. «Esto es el mañana» supuso, en la posguerra, una forma de intensificar esas relaciones entre lo artístico –por usar palabras gruesas– y el presente, viendo el pasado en un paralaje imposible de descodificar. Una máquina de discos, escribía Hamilton, cuya música sólo es posible escuchar una hora después de haberla elegido. Esta imposibilidad contradictoria del deseo es otro de los estadios que abre el pop y, en concreto, esta exposición, donde la ciencia ficción, por primera vez, desempeñará un papel importante. Ahora bien, he hablado del tiempo y de la mirada, pero «Esto es el mañana» también supuso una forma de espaciar arquitectónica y urbanísticamente ese tiempo y esa mirada. Dentro del International Group que dio forma a esta exposición de 1956, la presencia de arquitectos y urbanistas como Alison y Peter Smithson fue capital. La transformación, para ser efectiva, debía no sólo ser visual y temporal, sino también espacial. Era necesario tomar (reconquistar) los espacios que habían sido pensados como lugares eternos e inamovibles, y descomponerlos, desvanecerlos. La producción de un espacio diferenciado y al mismo tiempo visible y reconocible formaba parte de este proyecto de 1956; una idea (y sus consecuencias) que se extenderá en las décadas siguientes por muy diversos ambientes culturales, siendo la música de los setenta uno de ellos. El espacio como contradicción, como destinado a ser y no ser lo que percibimos, como salida pero también como lugar de represión. Las carreteras vacías, los centros comerciales, el espacio familiar como núcleo del extrañamiento.
El segundo nombre prometido es Eduardo Paolozzi, también pieza central de esa exposición y de esa fractura de 1956 en Londres y, quizá, más importante para la trama de este capítulo. Escribe: «Un escultor en el mundo urbano debe preocuparse por las contradicciones del hombre y la máquina»[2]. No son de extrañar las siguientes palabras de otro de nuestros protagonistas acerca de Paolozzi, J. G. Ballard: «Si hubiera un holocausto, se podría reconstruir el siglo XX con los trabajos de Eduardo Paolozzi»[3]. La imaginería de Paolozzi. Las palabras de Ballard. He ahí un camino que nos lleva de 1956 a Joy Division. Joy Division genera espacios sonoros, lugares acústicos donde Paolozzi y Ballard tienen cabida. Pero no sólo ellos. La música es espacio, dijo Ballard.
1956. Muere Jackson Pollock en un accidente de coche.
1956. El 15 de julio nace Ian Curtis.
1956. En el cuarto número de la revista Behavioral Science aparece un artículo titulado «Hacia una teoría de la esquizofrenia»[4], firmado por Gregory Bateson, Don D. Jackson, Jay Haley y John H. Weakland. Este texto, cuyo referente teórico es el propio Bateson, propone una nueva lectura de la esquizofrenia alejada de parámetros psicoanalíticos en un sentido estricto. Bateson (padre del concepto de meseta que harán más tarde suyo Deleuze y Guattari) desarrolla la idea de «doble vínculo» para definir el proceso de esquizofrenización. La teoría del double-bind (traducida normalmente por doble vínculo, o doble atolladero, o doble-pinza) señala que la génesis de la esquizofrenia no es simplemente un proceso intrapsíquico, sino que puede producirse en contextos comunicacionales absurdos en los cuales el sujeto nunca es capaz de hallar una salida positiva (una narración propia) dentro de ese contexto enfermo y repetitivo. La esquizofrenia, desde la perspectiva de Bateson, cuya influencia en los sesenta y setenta será importante, indica que no se trata de un proceso unidimensional, ya que lo que provoca el proceso esquizofrénico es el contexto, no el sujeto.
De este modo, Bateson considera que son las formas sociales-familiares las que esquizofrenizan al sujeto, el cual es sometido al mismo tiempo, y de modo continuado, a una delirante repetición de órdenes contrarias. La esquizofrenia sería algo así como la salida desesperada, la única posible. Órdenes que se contradicen y que, al mismo tiempo, indican cómo ha de sentirse el sujeto, quien es, o bien in-habilitado, o bien estigmatizado. La repetición compulsiva de esas órdenes restricitivas y contradictorias (sociales y/o familiares) insertan en el sujeto la potencialidad de una deriva esquizofrénica. Según esta teoría, el factor esquizogénico tiene como germen la repetición sin salida de dos órdenes (o expresiones) que se autoexcluyen. Por lo tanto, un sujeto que guarda una relación de superioridad sobre otro ordena a este hacer (o sentir) A y no-A al mismo tiempo, ante lo que el sujeto sometido (o dominado) se halla sin salida, provocando a su vez la imposibilidad de un relato ajustado a lo que se espera de ese sujeto. Dicho relato desajustado será tomado como caso de su «enfermedad». Visto así, la esquizofrenia se escenifica como una patología comunicacional y no tanto como un proceso intrapsíquico. Dicho en otros términos: la esquizofrenia como única respuesta posible. Teniendo en cuenta esas ideas, parece lógico concluir que alguien expuesto de un modo prolongado a una situación de doble vínculo desarrollará probablemente procesos esquizoides. Alguien a quien se le dice cómo debe sentirse y que, al mismo tiempo, es sometido repetitivamente al absurdo de órdenes contrarias, tan sólo puede responder con el extrañamiento, con la desidentificación y, obviamente, con el absurdo. La esquizofrenia entendida, por tanto, como la única reacción posible frente a un contexto comunicacional absurdo y opresor, esa era una de las formas de resumir este texto de 1956, cuya influencia será notable tanto en escritores