Zossima salió de la estancia.
Aliosha y el novicio se apresuraron a sostenerlo para ayudarle a bajar la escalera. Aliosha se alegró de tener que abandonar a sus parientes antes que estos hubieran podido llegar a ofender al starets.
Este se dirigió hacia la galería para bendecir a aquellos que le esperaban, pero Fiódor Pávlovich lo detuvo todavía en la puerta de la celda.
—Santo varón —exclamó, con voz conmovida—, permítame usted que le bese la mano. Sí, veo que se puede hablar libremente; que se puede vivir en su compañía. ¿Cree usted que soy bromista sempiterno?... No, padre; sepa que he representado hasta ahora esta comedia para ponerle a prueba. Quería indagar si mis palabras le causarían enojo... ¡Ah, señor, le doy un diploma de honor! ¡Se puede, se puede vivir con usted! Ahora me callo, y no volveré a hablar hasta que termine nuestra entrevista. Desde ahora —prosiguió, mirando a Miúsov—, usted tiene la palabra. Es usted el personaje más importante... por espacio de diez minutos...
Capítulo III
Abajo, en la galería de madera que formaba el recinto, no había sino mujeres: una veintena de babás. Se les había dicho que el monje las admitiría a su presencia. La pomiestchika Koklakof y su hija esperaban en la celda reservada a las señoras aristocráticas. La madre, rica, elegante, de aspecto agradable, un poco pálida, de ojos vivos y oscuros, joven todavía, pues solamente contaba treinta y tres años, se hallaba en el quinto de su viudez.
Su hija, jovencita de catorce años, tenía paralizadas las piernas: hacía seis meses que no podía andar, y era preciso transportarla en una butaca montada sobre ruedas.
La muchacha era bellísima, si bien estaba bastante delgaducha, a causa de los sufrimientos. En su rostro simpático se dibujaba constantemente una sonrisa apacible. Sus ojos, orlados de largas pestañas, eran negros y grandes, y su mirada tenía algo de astuta. La pomiestchika hubiera deseado llevarla al extranjero durante la primavera, pero la administración de sus bienes se lo había impedido.
Llegadas a aquel lugar hacía ya una semana, no habían podido ver al monje sino hasta tres días antes del que comienza nuestro relato, y ahora habían suplicado fervorosamente que se les permitiese, siquiera una vez más, tener la felicidad de ver al gran médico.
El starets se dirigió primeramente hacia las babás. Estas acudieron prontas, en tropel, a la escalinata que separaba el recinto de la galería baja.
La escalinata contaba solamente tres escalones, y Zossima, de pie en el más alto, empezó a bendecir a las que estaban arrodilladas. Después, con gran fatiga, condujeron a su presencia una klikusschas. Esta, apenas lo vio, comenzó a emitir agudos gritos, a sollozar y a temblar. Zossima colocó su estola sobre la cabeza de la mujer, rezó una breve plegaria, y la enferma se calló y calmó de improviso.
En mi infancia he visto y oído, sobre todo en las aldeas, a las klikusschas. Las llevaban a la iglesia, donde entraban aullando como perros; y, de repente, se calmaban apenas llegaban al pie del altar en que estaba expuesto el Santísimo Sacramento: el demonio cesaba de atormentarlas. Este hecho me daba mucho que pensar; pero los pomiestchika y mis profesores me explicaron que todas estas maniobras no eran más que ficciones y que las pretendidas endemoniadas fingían su mal por pereza, para que las dispensasen de trabajar, y en prueba de su aserto citaban numerosos ejemplos de posesas a quienes un trato severo había liberado para siempre del demonio. Más tarde supe con estupor que existen médicos especialistas, los cuales sostienen que no hay tal ficción, sino una enfermedad real y verdadera, propia de las mujeres, especialmente de las mujeres rusas.
Esta enfermedad, una de las pruebas más elocuentes de la insoportable condición de las campesinas de Rusia, la engendran los trabajos excesivamente penosos, sobrellevados a los pocos días de haber dado a luz sin asistencia médica, las penas, los malos tratamientos, etcétera, cosas que ciertos temperamentos femeninos no pueden soportar. En cuanto a la extraña e instantánea curación de la endemoniada conducida al pie del altar, curación que se tiene hoy día por comedia, es, probablemente, la cosa más natural del mundo.
En efecto, las babás, que acompañan a la enferma, y aun esta misma, están firmemente convencidas de que el espíritu maligno abandonará el cuerpo de la posesa tan pronto como esta sea introducida en el templo y se arrodille ante el Santísimo Sacramento: la expectativa del milagro, y de un milagro cierto, debe, necesariamente, determinar una revolución en un organismo presa de una enfermedad nerviosa, y cumplido el rito prescrito es esa misma revolución la que produce el milagro.
La mayor parte de las mujeres que allí se encontraban lloraban de ternura y de entusiasmo. Unas se apresuraban a besar el hábito del santo; otras le rezaban oraciones... El monje las bendijo a todas y cambió unas palabras con varias de ellas.
—Aquella debe venir desde muy lejos —dijo, indicando una mujer sumamente morena, mejor dicho, quemada por el sol.
—Sí, padre —respondió la mujer, rompiendo a llorar amargamente—. Desde muy lejos... muy lejos...
—¿Por qué lloras? —preguntó el starets.
—Por mi hijo adorado.
—¿Lo has perdido acaso?
—Sí, padre mío; lo he perdido y no puedo olvidarlo. Me parece verlo por todas partes, siempre junto a mí... y me desconsuelo, me muero de dolor... He ido a tres monasterios y me han dicho: “Ve allá lejos. Visita al padre Zossima”.
—¿Eres casada?
—Sí, padre.
—¿Qué edad tenía tu hijo?
—Solo tres años —respondió la mujer, volviendo de nuevo a sollozar—. Y era muy hermoso, santo señor: tal vez el niño más hermoso que ha existido... No, no es la pasión de madre que me ciega, no; es que no había, no podía haber niño más angelical que el mío... ¡Ah, el dolor me asesina!...
—¿Y tu esposo?
—Lo he abandonado, señor. Le he dicho que partía en peregrinaje y me he marchado... Pero él también lloraba... Ya hace tres meses que lo dejé, y ando errante, olvidada de todo, sin pensar más que en él, en mi hijo, cuya vocecita oigo por todas partes, como si me dijera: “Aquí estoy, mamita mía”; como si oyera sus diminutas pisadas a mi espalda. Pero me vuelvo y no lo veo, y yo me muero, padre, me muero de angustia.
—Escucha, madre desconsolada —dijo el monje— ¿No sabes dónde está tu hijo...? Pues está al lado del Señor, junto al Altísimo. Los niños son los ángeles del Cielo... No te desesperes, porque él es feliz ahora. Es otro ángel que ruega a Dios por ti... Llora, llora si quieres; pero que tus lágrimas sean de gozo y no de pena.
La mujer suspiró profundamente.
—Eso mismo me decía mi esposo para consolarme —repuso—. “¡Qué tonta eres!”, me repetía, “¿por qué llorar? Nuestro hijo, está ahora en el Cielo y canta con los otros ángeles las glorias del Altísimo.” Pero, ¡ah, padre!, que mientras eso decía mi esposo también él lloraba...
—Sin embargo, tenía razón en lo que te aseguraba —repuso Zossima—. Tu hijo, repito, está en el seno de Dios.
—¡Ah, sí! —admitió la madre, juntando las manos—, no puede ser de otro modo. Está en el seno de Dios... pero, ¡ay de mí! Yo soy su madre y lo he perdido para siempre. ¡Ya no le veré nunca más! ¡Ya no oiré jamás su dulce acento!...
Y escondiendo la cara entre sus manos, rompió de nuevo a llorar con amargura.
—Escucha, madre amorosa —repuso Zossima, solemnemente—. ¿No crees que cometes un grave pecado desesperándote de ese modo? ¿No sabes que, en realidad, tu hijo no ha muerto?
—¿Que no ha muerto?
—No, hija mía. El alma es inmortal, y si ella es para ti invisible, sin embargo continúa la de tu amado