Sólo tuvo que llegar andando hasta la Quinta Avenida para encontrar un taxi y darle al conductor la dirección de Isabel. Como periodista autónoma de moda, Natalie se tomaba la celebración de esa noche más como una fiesta de trabajo que como un evento social. El Baile Monticello anual prometía abundante material para su artículo de sociedad, desde la última moda hasta los cotilleos más jugosos. Tanto Vogue como Woman le pagarían una fortuna por un artículo sobre la moda exhibida por las celebridades en la fiesta más esperada del año. Tal vez incluso consiguiera una entrevista con Rafe Monticello sobre su colección de zapatos para el próximo otoño. O quizá una entrevista con el genio creativo que se ocultaba tras el imperio, su madre, la esquiva Lucia.
A medida que el taxi se aproximaba a casa de Isabel, Natalie decidió que si iba a responder a las oportunidades sexuales que se le presentaran, tendría que adoptar una actitud más abierta hacia el sexo, igual que su amiga la modista. Isabel Parisi disfrutaba de todo el sexo que quería y nunca dejaba que su corazón se enredara con las sábanas. Por desgracia, Natalie presentía que ella tenía más en común con la contable Arianne Sorenson. Arianne tampoco entregaba su corazón, pero seguramente porque ya lo había perdido. Su amiga tenía que darse cuenta de que su corazón pertenecía al sexy y enigmático Rafe Monticello.
Una vez que el taxi entró en la calle de Isabel, Natalie sacó su teléfono móvil y marcó el número de la modista.
–Estoy de camino, Natalie –respondió Isabel.
–De camino por las escaleras, espero –dijo Natalie–. Arianne se enfurecerá si llegamos tarde, y el tráfico es terrible.
–¿Qué esperabas? Es Nochevieja.
–Cállate y date prisa –le ordenó Natalie, odiando el tono desesperado de su propia voz–. No quiero llegar tarde.
–No tengas miedo, Nat –la tranquilizó Isabel, riendo–. Tus Monticellos te estarán esperando aunque lleguemos tarde.
Natalie cortó la llamada. No eran sólo los Monticellos lo que ella esperaba que la estuviese aguardando en el baile. Aunque aquel año no pudiera conseguir su zapatilla de cristal, sí esperaba encontrar a su príncipe. Un príncipe dispuesto y bien dotado para acabar con su maldito año de abstinencia sexual.
Joe Sebastian supo que era ella en cuanto la vio entrar en el baile. Desde su estratégica posición en el bar, esperó a que sus pulmones se llenaran de aire y el corazón recuperara su ritmo normal. El tiempo no había borrado las imágenes de su memoria. Al contrario. Eran incluso más nítidas ahora que la había visto.
Una visión sobrecogedora envuelta en una tela dorada que ceñía sus curvas letales. En opinión de Joe, era la mujer más atractiva y sensual que había en la sala, y a pesar del satén, la máscara, y las plumas doradas que brotaban del costado izquierdo, habría reconocido ese cuerpo en cualquier parte. No podía ser de otro modo, ya que había sido el objeto de sus fantasías durante todo un año.
¿Lo recordaría ella?, se preguntó, y apuró el resto de su whisky escocés con agua. Sin quitar los ojos de ella, le hizo una seña al camarero.
–Ponme otro –le dijo–. Pero esta vez que sea doble. Y seco.
¿Le hablaría? No podría culparla si le arrojaba a la cabeza una de las urnas renacentistas de Rafe. No se merecía menos, después de haber desaparecido tras el rato que habían pasado a solas con una botella de champán en una de las alcobas del piso de arriba. A ninguna mujer le gustaba sentirse utilizada, y Joe imaginaba que era así como Natalie vería aquel increíble encuentro de un año atrás. A menos que lo hubiera olvidado.
Le dio las gracias al camarero y volvió a la sala de baile para mirar de cerca a la mujer que seguía grabada en su mente. El sabor de su boca, la curva de sus labios, sus cabellos sedosos… Vivas imágenes que seguían ardiendo en su cabeza y en su cuerpo. El sonido de su risa cuando la llevó a la alcoba y echó las cortinas rojas de terciopelo para tener intimidad. Sus ronroneos de placer cuando le pasó las manos por todo el cuerpo y la besó hasta que ambos casi se ahogaron de deseo… un deseo tan intenso que casi mató a Joe cuando se apartó de ella y le ofreció una excusa ridícula, que ni siquiera podía recordar ahora, y la promesa de volver enseguida.
Nunca llegó a ver su indignación, porque las despedidas estaban prohibidas para él. Se había marchado, pero nunca la había olvidado, y por primera vez en su carrera como oficial de inteligencia marina, había maldecido su juramento.
Pero, gracias a Dios, sus días de desapariciones habían quedado atrás. Después de doce años sirviendo a su país, había vivido bastantes operaciones secretas y asuntos de seguridad, y estaba cansado de vivir a bordo de un barco rumbo a un destino clasificado.
Reconocer que estaba listo para asentarse en un lugar y echar raíces era una cosa, pero tener la resistencia para permanecer en ese lugar era otra muy distinta, como también lo era saber a qué se dedicaría. En vez de licenciarse en la Marina, podría haber aceptado la oferta para convertirse en instructor de los SEAL y conseguir una pensión completa en diez o quince años. Pero mientras pudiera volver a la vida civil, ansiaba la estabilidad. Después de su última misión, cuanto más pudiera alejarse de una vida en la que ya no creía, mejor. La investigación de los delitos administrativos para la Comisión de Seguridad carecía de la emoción a la que él se había acostumbrado en los SEAL, pero al menos nadie resultaba torturado o mutilado por culpa de la avaricia corporativa.
Se abrió camino entre las parejas que bailaban bajo la bóveda pintada con frescos y llegó hasta el borde de la pista de baile, donde ella sólo tenía que mirar en su dirección para verlo. La máscara negra cubría su rostro, pero Joe era lo bastante arrogante para esperar que pudiera reconocerlo.
La rubia vestida con un elegante traje negro que estaba junto a ella le dijo algo que hizo que Natalie se girara y pasara la vista por el salón. Asintió, le habló a la morena de aspecto exótico y luego lo miró directamente a él. Desde su sitio, en el otro extremo de la sala, Joe alzó ligeramente su vaso y sonrió cuando ella puso los ojos como platos.
Natalie se volvió rápidamente y le habló a su viejo amigo y anfitrión, Rafe. Por su reacción, era obvio que no lo había olvidado y que no esperaba encontrárselo allí. De repente la noche ofrecía un sinfín de posibilidades.
Tomó un buen trago de whisky, que sólo sirvió para avivar aún más las llamas que le abrasaban el estómago. Al menos, no lo había mirado como si quisiera arrancarle los testículos por haberla dejado plantada. Tal vez incluso le permitiera compensarla acabando lo que habían empezado el año pasado.
Natalie se separó de sus amigas, agarró una copa de champán de una bandeja como si dependiera de la bebida para sobrevivir y empezó a pasearse por la sala. Joe se fijó en el sensual movimiento de sus caderas y en la suave oscilación de sus pechos mientras se dirigía lentamente hacia él. Al estar cerca de ella pudo ver que era mucho más atractiva de lo que había recordado.
Acabó su bebida mientras Natalie avanzaba por el salón de baile como si fuera la dueña de aquel lugar, sexy y muy segura de sí misma. Joe había pasado mucho tiempo en el mar si la simple visión de una mujer bastaba para provocarle una erección. Pero esa reacción no debería sorprenderlo. Llevaba un año igual. A pesar del poco tiempo que habían pasado juntos, no tenía más que pensar en ella para que su libido despegara como un F-14 de un portaaviones. El recuerdo de aquella mujer impregnaba todas sus células, algo que miles de millas oceánicas no habían conseguido curar.
Se habría puesto en contacto con ella al volver a Estados Unidos tres meses después, pero le resultó imposible, ya que desconocía su apellido. Rafe había estado fuera del país, y antes de que Joe tuviera oportunidad de hablar con él, recibió nuevas órdenes y tuvo que partir a otro destino clasificado. Después de nueve meses de misión en misión, de arreglar su licencia y de aceptar un empleo en el SEC, pensó que había pasado mucho tiempo y por tanto desistió de volver a ver a Natalie. Cuando aceptó la invitación de Rafe, no se le había pasado por la cabeza que