Superior. Angela Saini. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Angela Saini
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Сделай Сам
Год издания: 0
isbn: 9788412226775
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de Queensland vivía en instituciones donde la vida era desoladora, con altas tasas de enfermedad y malnutrición. Controlaban estrictamente su conducta por miedo a que recayeran en la «inmoralidad» propia de sus comunidades de origen. Los niños solo salían de las misiones y dormitorios cuando se necesitaba fuerza de trabajo barata; las chicas solían colocarse de criadas y los chicos ayudaban en el campo. Se los consideraba mentalmente incapaces de realizar cualquier otro tipo de trabajo. La historiadora Meg Parson describe lo que ocurrió cuando se quiso «crear una nueva versión de los aborígenes y convertirlos en súbditos y trabajadores adecuados para el Queensland blanco».

      La madre y la abuela de Gail Beck, una activista indígena de Perth, fueron obligadas a vivir así. Gail era enfermera, pero actualmente trabaja en el South West Aboriginal Land and Sea Council e intenta reclamar el derecho a la tierra de su comunidad local, los Noongar. La visito en su casa, en la pintoresca ciudad portuaria de Freemantle, y hablamos mientras cocina. Esperamos la visita de los aborígenes de la rama australiana de su familia. Me doy cuenta de que no sabe cómo cuantificar el dolor y la pérdida.

      Gail tiene sesenta años, pero no conoció su verdadera historia familiar, no supo que descendía de indígenas hasta los treinta. Le dijeron que era italiana, una mentira con la que su madre explicaba el tono oliváceo de su piel, aterrorizada ante la posibilidad de que las autoridades la separaran de ella, como había ocurrido en su caso. De manera que se montó una conspiración de silencio y nadie le contó que su abuela había sido una niña de la «generación robada», una «media casta» arrebatada a su familia e internada en una misión católica en 1911, a los dos años. Allí abusaron de ella física, mental y sexualmente. «La mandaron a servir a los trece años y no le pagaban. Así vivió hasta que se hizo adulta». La madre de Gail tuvo un destino similar. Estuvo bajo la tutela de las monjas de la misión desde el día de su nacimiento. Cuando creció, le pegaron y le quemaron. «Las Hermanas de la Caridad eran muy crueles», me cuenta Gail.

      Se enteró de repente del pasado de su familia y lo confirmó con la documentación de su abuela. «Lloré un mar de lágrimas». Gail adquirió de inmediato una nueva identidad que quería entender desesperadamente y a la que deseaba sentirse vinculada. Le costó seis años encontrar a la rama de la familia que le habían ocultado y desde entonces se ha dedicado a absorber su cultura. Me enseña sus mantas y dibujos, con motivos que han hecho famosos a los artistas aborígenes australianos. Ha intentado aprender la lengua nativa, pero les resulta muy difícil. Vi­­ve como la mayoría de los australianos blancos, en una bonita casa de un hermoso barrio residencial, y el conocimiento que tiene del modo de vida de su abuela es bastante fragmentario.

      «Vivimos en un luto permanente y la gente no lo entiende», me dice. «La pérdida de los niños no afectó solo a la familia nuclear, sino a toda la comunidad». Quizá, la mayor tragedia de todas sea que el modo de vida que hubiera podido tener, los conocimientos y la lengua que le hubieran enseñado de niña, la relación que podía haber tenido con el entorno local acabaron aplastados bajo la bota de quienes se consideraban la raza superior. Tras la lle­­ga­­da de los europeos, hasta la creación artística entró en crisis. Los aborígenes no recuperaron legalmente los de­­rechos sobre sus tierras hasta 1976. Hasta entonces, las víctimas no tuvieron elección. «Se les prohibió practicar su cultura, hablar su lengua o contraer matrimonios interraciales». Les dijeron que eran inferiores, que llevaban una vida vergonzosa, y adoptaron otros modos de vida porque los europeos los consideraban mejores.

      «Fue una infamia».

      * * *

      No lloro fácilmente, pero cuando volvía en el coche lloré por Gail Beck. No hay balanza de la justicia que pueda justificar lo que pasó. No me refiero solo a los abusos, a los traumas, a los niños separados de sus padres, a los asesinatos, sino también a las vidas que hombres y mujeres como ellos nunca tuvieron la oportunidad de vivir.

      En las últimas décadas los especialistas han intentado reconstruir el pasado pieza a pieza y entender lo que pasó. A medida que avanzan, con ayuda de australianos ordinarios, en el largo proceso de evaluar el daño causado y su impacto, descubrimos un relato más general sobre la diferencia humana. Habla de cómo unas gentes trazaron fronteras en torno a otros grupos humanos, de lo profundamente arraigadas que estaban y de lo antiguas que son. Se trata de los parámetros de lo que hoy llamamos raza.

      Ese mismo día vi a Martin Porr, un arqueólogo alemán especialista en los orígenes de la humanidad que trabaja en la University of Western Australia. Cree, como muchos arqueólogos hoy en día, que su profesión sufre el lastre del colonialismo. Cuando tuvieron lugar los primeros encuentros entre europeos y australianos, cuando se fijaron las reglas del trato mutuo, la ciencia y la arqueología fueron parte de todo ello y siguen siéndolo. En opinión de Porr, se fue tejiendo un relato que comienza con la Ilustración y el nacimiento de la ciencia occidental. El pensamiento ilustrado reforzó la idea de la unicidad humana, una cualidad biológica esencial que elevaba a los humanos por encima del resto de las criaturas. Hoy manejamos ese mismo concepto, que consideramos positivo e inclusivo, algo digno de alabanza. Pero hay que advertir, como señala Porr, que esta forma universal moderna de entender el origen humano se fraguó en una época en la que el mundo era muy diferente y se propugnaba mucho menos el entendimiento entre culturas. Cuando los pensadores europeos fijaron los estándares de lo que consideraban un ser humano moderno, muchos tuvieron en cuenta sus propias experiencias y lo que se valoraba en aquella época.

      Cierto número de pensadores ilustrados, entre ellos los destacados filósofos alemanes Immanuel Kant y Georg Wilhelm Friedrich Hegel, definieron a la humanidad sin tener mucha idea de cómo vivían o qué aspecto tenían gran parte de los seres humanos. Las gentes que vivían en otras tierras, incluidos los indígenas del Nuevo Mundo y de Australia, solían ser un misterio para ellos. «La idea de explicar el origen de los seres humanos de forma universal surgió en una época en la que los varones blancos europeos solo tenían un acceso indirecto a la información disponible sobre otros pueblos del mundo, a los que contemplaban a través del prisma del colonialismo», me explica Porr. De manera que cuando salieron al mundo real y encontraron pueblos que no se parecían a ellos y llevaban un modo de vida que ellos habían descartado, lo primero que debieron preguntarse fue: ¿son iguales que nosotros?

      «Definir a la humanidad en un sentido universal puede acabar siendo muy restrictivo y la gente del siglo xviii era absolutamente eurocéntrica. Evidentemente, otros pueblos no cumplían los estándares fijados por sus definiciones», prosigue Porr. Los europeos determinaron los parámetros de lo que era un ser humano de forma muy restrictiva; se consideraban un paradigma en el que, obviamente, no encajaban la mayoría de los pueblos. No compartían necesariamente el mismo sentido estético, los mismos sistemas políticos ni idénticos valores morales, por no hablar de la gastronomía y las costumbres. Al universalizar a la humanidad, los pensadores ilustrados habían sentado, sin saberlo, las bases para dividirla.

      La ciencia moderna nació lastrada por este error fatal, que ha persistido durante siglos y presumiblemente se mantiene hoy. El antropólogo británico Tim Ingold señala que se trata de una ciencia de los orígenes humanos «que ha escrito la esencia de la humanidad a su imagen y semejanza y mide a otros pueblos según estén más o menos a su altura».

      «Cuando estudias a gigantes del siglo xviii como Kant y Hegel te das cuenta de lo racistas que eran. ¡Eran increíblemente racistas!», señala Porr. En Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime (1794) Kant afirma: «Los negros de África no tienen sentimientos ele­­vados, solo triviales». Cuando se topó con un carpintero espabilado le despidió alegando que, puesto que «el tipo era negro de la cabeza a los pies, evidentemente lo que afirmaba era estúpido». Hubo unos pocos pensadores ilustrados que se resistieran a la idea de la jerarquía racial, pero muchos, incluidos el filósofo francés Voltaire y el filósofo escocés David Hume, no veían contradicción alguna entre valores como la libertad y la fraternidad y su idea de que los no-blancos eran inferiores a los blancos de forma innata.

      En el siglo xix se creía que quienes no vivían como los europeos todavía no habían desarrollado todo su potencial como seres humanos. Aún hoy, señala Porr, cuando los científicos debaten sobre el origen del hombre, se les puede pillar describiendo al Homo sapiens en términos económicos decimonónicos.