–¿Ah, sí? –murmuró Rachel parpadeando, antes de apartar de su frente un mechón mojado–. Espera, voy a poner a hervir agua; creo que a los dos nos vendrá bien una taza de té –le dijo quitándose la chaqueta empapada.
La blusa blanca que llevaba debajo también estaba húmeda y se transparentaba, y Mateo se sintió incómodo cuando se encontró fijándose en sus generosos pechos. Apartó la vista, pero entonces sus ojos fueron a posarse en el radiador, sobre el que colgaban un par de sujetadores descoloridos de algodón. Rachel se apresuró a quitarlos, azorada y se fue a la cocina, donde se oyó poco después que empezaba a trastear para preparar el té.
Mateo se quitó el abrigo y lo colgó del respaldo de una silla de la zona del comedor, que ocupaba la mitad del acogedor salón. La otra mitad constaba de un sofá, cubierto por una colorida manta, un sillón orejero, una mesita baja, una estantería con libros y poco más.
Echó un vistazo a los títulos en los lomos, y cuando se apartó de la estantería sus ojos se posaron en el montón de correo apilado sobre una mesita alta junto a la puerta principal. Todos aquellos pequeños detalles le hicieron darse cuenta de lo poco que conocía en realidad a su antigua compañera de laboratorio.
«¡Venga ya, pues claro que la conoces!», replicó una vocecilla en su mente. «Has trabajado con ella diez años y sabes que se implica al máximo. Y que tiene sentido del humor, pero que también es capaz de tomarse en serio las cosas que importan. Habéis pasado muchos buenos ratos juntos, y sabes que puedes confiar en ella».
Sí, se dijo mientras se sentaba en el sofá, lo que sabía de ella era más que suficiente. Al poco rato reapareció Rachel con un par de tazas de té. Había aprovechado para adecentarse un poco: se había recogido el pelo en una coleta y también se había cambiado los pantalones y la blusa mojados por un jersey gris que resaltaba sus curvas, y unos vaqueros que le sentaban mejor que bien.
Nunca había visto a Rachel como a una mujer por la que pudiera sentir una atracción física, aunque suponía que ahora debía hacerlo. O, cuando menos, debía decidir si era capaz de hacerlo.
–Aquí tienes –le dijo ella, tendiéndole la taza de té, sin leche, como sabía que lo prefería. Se sentó en el brazo del sillón orejero, cuyo asiento estaba ocupado por una pila de ropa doblada–. Perdona el desorden –añadió, haciendo una mueca–. Si hubiera sabido que ibas a venir no habría dejado la colada por medio.
–Ni esto, me imagino –la picó él, tomando de la mesita la novela romántica. Sonrió divertido al ver la picante imagen de la portada, y leyó en voz alta el comienzo de la sinopsis que figuraba en la contraportada–: «El misterioso desconocido, que había llegado una noche al castillo de su padre, tenía fascinada a lady Arabella Fordham-Smythe…».
–Bueno, no tiene nada de malo soñar, ¿no? –replicó ella.
A pesar del ligero rubor que había teñido sus mejillas, el brillo humorístico en sus ojos le recordó a Mateo lo divertida que podía ser.
–¿Vas a contarme a qué has venido? –lo instó Rachel–. Y no es que no me alegre de verte, aunque te hayas presentado sin avisar.
–¿Lo dices por los sujetadores que tenías secándose en el radiador? –la picó él.
Rachel se sonrojó de nuevo, y Mateo se reprendió para sus adentros. ¿Por qué había tenido que mencionar su ropa interior? ¿Y por qué de repente estaba imaginándola, no con uno de esos sujetadores viejos, sino con uno de seda y encaje, con un tirante resbalando por el hombro…?
Se irguió, apartando aquella imagen de su mente, y sus ojos se encontraron con los de Rachel. La verdad era que tenía unos ojos muy bonitos, de un color castaño oscuro y espesas pestañas.
–¿Te has enterado de quién ha ocupado tu puesto? –le preguntó ella, torciendo el gesto.
Mateo frunció el ceño.
–No. ¿Quién?
–Simon el Sieso –contestó ella–. Sé que no debería llamarlo así –añadió con una mueca–, pero es que es tan irritante…
Mateo sonrió con socarronería.
–¿No pudieron encontrar a nadie mejor?
Para él era un insulto que el sustituto que habían elegido fuera Simon Thayer, un investigador mediocre que además era un tonto con ínfulas.
–¡Ya ves! –exclamó Rachel. Sacudió la cabeza y sopló su té antes de tomar un sorbo–. Siempre ha sido un pelota –masculló. El brillo de sus ojos se había apagado–. Trabajar con él va a ser un infierno, la verdad. Incluso he pensado en irme a otro sitio, aunque tampoco podría… –murmuró–. En fin, es igual –continuó, sacudiendo la cabeza–. ¿Y tú cómo estás? ¿Se ha solucionado esa emergencia familiar por la que te fuiste?
–Bueno, no del todo, pero supongo que puede decirse que las cosas están un poco mejor.
–¿Ah, sí? Pues me alegro. Pero… ¿a qué has venido? Todavía no me lo has dicho.
–Es verdad.
Mateo tomó un sorbo de té, más que nada para ganar tiempo, algo que no estaba acostumbrado a hacer. Como químico jamás se había mostrado indeciso; siempre sabía lo que tenía que hacer. Cuando se encontraba con un problema lo analizaba paso a paso hasta dar con la solución.
Eso era lo que debería hacer con Rachel: mostrarle su razonamiento, paso a paso, de un modo analítico, para que llegara a la misma conclusión a la que había llegado él. Pero en vez de eso, en vez de empezar por el principio e ir explicándoselo todo de un modo coherente, se encontró haciendo justo lo contrario, le soltó de sopetón:
–Quiero que te cases conmigo.
Rachel estaba segura de que tenía que haberle oído mal. A menos que estuviera bromeando… Le sonrió perpleja, como si lo que acababa de decirle solo le hubiese chocado, cuando en realidad estaba temblando por dentro. De pronto sintió miedo de que fuese una broma pesada, como le había pasado con Josh años atrás. Había logrado superarlo, pero no podría soportar que Mateo, alguien en quien confiaba, le hiciese algo así. «Por favor, por favor, no te burles de mí…».
–Perdona, ¿qué has dicho?
–Lo sé, tienes razón –murmuró Mateo–. No lo he expresado muy bien.
Rachel tomó un sorbo de su té, más que nada para ocultar su expresión. Aquello estaba empezando a parecer algo sacado de una novela romántica, y la vida real no era así. Era imposible que Mateo Karras quisiera casarse con ella. Imposible.
–Deja que te lo explique –añadió él–. Verás, es que… no soy quien crees que soy.
Era todo tan surrealista que a Rachel le entraron ganas de reírse.
–Está bien. Entonces, ¿quién eres?
Mateo contrajo el rostro y dejó su taza en la mesita.
–Soy el príncipe Mateo Aegeus Karavitis, heredero al trono del reino de Kallyria.
Rachel se quedó mirándolo anonadada. Tenía que estar tomándole el pelo. Mateo le había gastado una broma en el laboratorio alguna que otra vez, cosas inofensivas, como poner un nombre gracioso a la etiqueta de un tubo de muestra, pero aquello…
–Perdona, pero es que no lo pillo –murmuró incómoda.
Mateo frunció el ceño.
–¿Que no pillas el qué?
–Que no le veo la gracia al chiste.
–No es ningún chiste –replicó él–. Hablo en serio. Comprendo que te choque, y sé que no ha sido una proposición muy romántica, pero si dejas que te lo explique…
–Muy bien, pues explícamelo –lo cortó Rachel.
Dejó la taza en la