Con el reconocimiento de que la configuración y validez del orden social y político no depende sino de su propio quehacer consciente el ser humano descubre, además, como decimos, la condición de posibilidad de su constitución como sujeto ético-práctico, es decir, del reconocimiento de su realización en sí y por sí en la validez del orden que se impone. Hegel aquí es claro: El principio de la libertad consciente implica por sí mismo la fijación de un fin que sea en sí de naturaleza universal, no un apetito particular, y que este fin sea fijado de tal modo que siendo universal sea a la vez fin subjetivo del individuo, conocido, querido, realizado por el individuo, de tal suerte, que el individuo sepa que su propia dignidad consiste en la realización de este fin (e.n.) (FH, p. 399).5
Hegel encuentra y destaca así el vínculo entre el carácter emancipatorio del orden social y político y el quehacer práctico de los seres humanos, es decir, del ejercicio de la voluntad en cuanto voluntad libre. Es en ese sentido, también, que reconoce la realización de ese sujeto en la modernidad política y ello como referente de su propio quehacer especulativo. Debemos señalar, entonces, que la confusión respecto de la condición de una “metafísica abstracta” de la filosofía hegeliana no encuentra sustento en su obra sino más bien en el irracionalismo que se gestó en Alemania entre las dos guerras mundiales y, posteriormente, con la imposibilidad de afrontar la herencia del nazismo en la consideración de su propio orden político. En efecto, aquí la crítica de la modernidad política tiene su origen en una puesta en cuestión del ser humano en tanto sujeto ético-político y como tal capaz de una realización válida como sujeto social.
Se trata de un cuestionamiento que Heidegger hace remontar a Descartes y a la Ilustración pasando por alto justamente el contenido práctico político de la misma, tal y como se pone de manifiesto en las Confesiones de Rousseau: Había visto -afirma allí-, que todo dependía radicalmente de la política y que, de cualquier manera que se planteara, ningún pueblo sería nunca sino lo que la naturaleza de su gobierno le hiciera ser (Confesiones, Libro IX). De hecho, este contenido práctico-político de la Ilustración se ignora también al circunscribirlo a los pensadores de la Enciclopedia que, a diferencia de Rousseau como bien señala Cassirer, querían mejorar y paliar, pero ninguno de ellos creyó en la necesidad o en la posibilidad de una transformación radical, de una nueva fundación del Estado y la sociedad6 -como sí lo hizo Rousseau.
Lo que esa crítica de la modernidad política ignora es el carácter reflexivo y crítico de las normas que tiene lugar con la exigencia del ordenamiento legítimo de convivencia bajo la consideración del modelo de autogobierno del ser humano en cuanto sujeto social, y ello es así porque al circunscribir la metafísica occidental a una mera metafísica de la subjetividad en realidad pasa por alto aquel ejercicio de la razón en la historia y la sociedad que es donde se sitúa el pensamiento práctico-político de la Ilustración. Precisamente uno de los rasgos distintivos del pensamiento práctico-político de la Ilustración lo constituye el hecho de reconocer la actividad del pensamiento en el ámbito de la existencia social e histórica, ello como consecuencia de la consideración del ser humano en cuanto sujeto social y como tal susceptible de un desarrollo en la interacción y el conflicto. Puede decirse incluso que el pensamiento práctico-político de la Ilustración constituye una respuesta al reto de reorganizar el Estado y la sociedad sobre el quehacer práctico de la razón más allá de la instrumentalización del orden político liberal propiciado por la consideración de los derechos privados como “derechos naturales”. Hegel llega a decir así que Siempre que se habla de libertad es menester fijarse bien en si no serán propiamente intereses privados aquellos de que se habla (FH, p. 675).
En este punto adquiere relevancia el reconocimiento reflexivo y crítico respecto de las normas de la vida en común, tal y como lo sugiere Rousseau, por cuanto las mismas sólo pueden tener lugar a partir de su reconocimiento voluntario en medio del conflicto inherente a esa existencia social y ello como consecuencia de reconocerlas como condición de posibilidad del propio orden social. Es en ese sentido también que Cassirer afirma que la ética de Rousseau constituye la formulación más decisiva de una ética puramente conforme a la ley que se haya hecho antes de Kant.7
En abierta contraposición al pensamiento práctico-político de la Ilustración, el carácter unidimensional de esa crítica de la modernidad política se manifiesta en la puesta en cuestión de la subjetividad y del sujeto ético moderno al considerar que, desde Descartes a Kant y Hegel, la filiación es lineal e inevitable poniendo en cuestión, en su momento, no sólo al liberalismo y la burocracia estalinista sino al Estado constitucional de derecho moderno en la acepción de Hegel que tiene ya, como decimos, su punto de partida precisamente en Rousseau porque es él quien enfatiza que mientras los ciudadanos no estén sometidos sino a sus propias convenciones no obedecen a nadie sino a su propia voluntad.
Edgar Bodenheimer, en su libro Teoría del derecho de 1940, enfatiza que el ataque moderno contra la razón es, a la vez, un ataque contra el derecho. El punto de partida de esta consideración conlleva tal testimonio que no nos resistimos aquí a citarlo por completo: <<Vivimos en una época en la que los valores fundamentales de la cultura están siendo desafiados y atacados. Ciertas ideologías proclaman que el poder y la fuerza son los únicos factores potentes de la historia y la vida social humanas. Se considera al ser humano como un ser irracional que sigue sus impulsos como cualquier animal. Estas ideologías repudian y vilipendian la razón como fuerza reguladora de la sociedad humana con una intensidad que no tiene apenas paralelo en la historia.8
Como se puede ver, Bodenheimer detecta perfectamente el punto de partida del irracionalismo alemán, es decir, el abandono a cabalidad del ser humano como sujeto práctico y así capaz de una auto-legislación propia en cuanto sujeto social -que es precisamente el punto de partida en Rousseau sobre la eventual perfectibilidad del ser humano como sujeto ético, es decir, como sujeto capaz de pensarse a propósito de sus formas de realización social. Lo decisivo, en todo caso, lo constituye el hecho de asumir que las sociedades políticas modernas no pueden ser entendidas sino como sociedades autodeterminadas, y de esta manera reconocer también que de hecho cualquier forma de configuración de las mismas supone ya el quehacer práctico de los seres humanos.
La puesta en cuestión de cualquier forma de subjetividad y del ser humano en cuanto sujeto práctico se muestra a lo largo de la tradición de la filosofía alemana del siglo XX, como ocurre por ejemplo con Jürgen Habermas quien se empeña también en circunscribir el problema de la autonomía y de la <<voluntad libre>> a un enfoque <<existencial>> de la condición humana. Así, sostiene que <<La autonomía es más bien una conquista precaria de las existencias finitas, (s. n.) existencias que sólo teniendo presente su fragilidad física y su dependencia social pueden obtener algo así como <<fuerzas>>. Si este es el <<fundamento>> de la moral, de él también derivan sus <<fronteras>>. Lo que necesita y es capaz de regulaciones morales es el universo de posibles relaciones e interacciones interpersonales. Sólo en esta malla de relaciones de reconocimiento reguladas legítimamente pueden los seres humanos desarrollar y mantener una identidad personal (a la vez que su integridad física)>>.9
Como se puede ver, Habermas privilegia la dimensión <<existencial>> de la condición humana en contraposición a la consideración del ser humano como sujeto social: <<la moral asegura la libertad del individuo de llevar una vida propia sólo si la aplicación de las normas generales no coarta más allá de lo exigible el espacio de configuración de los proyectos vitales individuales>> (s.n.).10 La libertad del individuo para gestionar “una vida propia” da lugar, de esta manera, a una concepción abstracta de la existencia humana en oposición al carácter inevitablemente social en el que nos desenvolvemos efectivamente los seres humanos. En efecto, cualquier forma de realización de la vida del ser humano carecería de fundamento y constituiría una abstracción si no queda situada social e históricamente.
Lo que de esta manera se pone realmente