Solo parece necesario añadir dos nombres de momento. Uno, es el de Juan de Cartagena, un noble castellano recomendado por Fonseca y nombrado por Carlos I «adjunta persona» de la expedición, para sustituir a Ruy Faleiro, descartado al final por sus histéricos enfados, sus riñas con Magallanes y su creciente fama de loco (Fernández de Oviedo dice de él que «perdió el seso», y según un informe del contador Sancho Matienzo se volvió «loco furioso»). Naturalmente, Cartagena no estaba destinado a sustituir a Faleiro como científico, y en este sentido la expedición pudo padecer una deficiencia técnica irreemplazable, aunque todos los sofisticados instrumentos de Faleiro fueron embarcados. La misión del hidalgo castellano era la de actuar como jefe conjunto de la expedición y vigilar a Magallanes por si se extralimitaba en sus funciones: el papel de Cartagena en este punto no quedó específicamente configurado, y este hecho tuvo, como pronto veremos, trágicas consecuencias. El otro expedicionario cuyo nombre debemos recordar es Juan Sebastián de Elcano, un ya prestigioso marino vasco, que, precisamente por su valía fue nombrado de partida maestre de la Concepción. Pero no embarcó por capricho, sino por necesidad. Estaba perseguido por la justicia; porque, arruinado en un mal negocio, hubo de vender su barco a unos banqueros genoveses, cuando estaba prohibido a los marinos españoles enajenar sus naves a extranjeros. Elcano era un hombre honrado, pero las leyes son así. Participando en una misión arriesgada en servicio del rey, quedaba automáticamente redimido. Lo que no sabía ni podía saber Elcano era que su nombre iba a ser famoso, tanto o más que el de Magallanes. De momento apenas se habló de él.
No tenemos por qué recordar todos los artículos embarcados, que fueron muy abundantes, habida cuenta de la longitud desmesurada del recorrido y la ignorancia sobre la posibilidad de nuevos abastecimientos en ruta. Se calculaba que las provisiones llegarían para dos años. Se cargaron 253 toneles de vino y 417 pellejos, 21.000 libras de galleta, única forma de pan que era posible conservar durante mucho tiempo; harina en barrillas para amasarla con agua del mar; quintales de tocino, jamón, cecina y hasta animales vivos, entre ellos siete vacas, para sacrificarlos en su momento; 112 arrobas de queso, sacos de arroz, lentejas, alubias, garbanzos, amén de mermeladas, membrillo, pescado seco y salado, ciruelas, azúcar, miel, vinagre, pasas, ajos. En cuanto al agua, en opinión de Lourdes Díaz Trechuelo, que ahora comparte Fernández Vial, parece que se embarcó en barricas de Sanlúcar, muy bien preparadas para su conservación, y en ese caso también se puede suponer que el precioso líquido procedía de pozos de la bahía de Cádiz y no de Sevilla. La experiencia permitía prever las necesidades y la forma de conservar los suministros mucho mejor que en los tiempos de Colón. Con todo, aquellos aventureros no podían imaginar el hambre asesina que habrían de pasar.
Entre los instrumentos de navegación, llevaban también una cantidad increíble de útiles que consideraban necesarios para situarse y orientarse en medio del océano o en las islas y tierras que descubriesen. El aparataje era fundamental, no solo para orientarse, sino para situar correctamente sobre el mapa las islas que descubriesen. Consta que disponían de 23 cartas de marear (casi cinco por barco), seis pares de compases, 21 cuadrantes para determinar la altura y siete astrolabios para medir grandes ángulos; nada menos que 35 brújulas y 18 relojes de arena. También disponían, según las versiones que tenemos, de correderas que llamaban «cadenas» o «escalas a popa», que servían para calcular la velocidad del barco en cualquier momento, y que parece que mejoraban las cuerdas con nudos que hasta entonces se usaban. Determinada la latitud del barco por medio del cuadrante o si era preciso el astrolabio, por la altura de determinadas estrellas o la del sol a mediodía, no disponían de instrumento alguno para conocer la longitud exacta, ni parece que la inventiva de Faleiro hubiese podido proporcionarla. Algo podían hacer con un poco de ingenio: conociendo la latitud, por medio del cuadrante, el avance del navío por medio de la corredera y la dirección por medio de la brújula, era posible dibujar el «punto de escuadra». Un ejemplo muy sencillo: si navegaban exactamente con rumbo noroeste y avanzaban un grado de latitud hacia el norte, sabían que habían avanzado también un grado de longitud hacia el oeste..., eso si estaban cerca del ecuador. En otras latitudes, en que la distancia entre meridianos es menor, se podían hacer correcciones por medio de una esfera, o sobre un mapa que representara la curvatura de los meridianos (entonces se hacían muy mal, con meridianos simplemente convergentes o divergentes). En suma, no era fácil situarse en un mapa, sobre mares o tierras que ni siquiera se conocían; pero los pilotos, por lo poco que sabemos de los que acompañaron a Magallanes y a Elcano, supieron ingeniárselas relativamente bien, supuestas las tremendas limitaciones de los medios de su tiempo, para precisar en qué parte del mundo se encontraban, y en qué rumbo tenían que navegar para llegar a su destino (excepto, es curioso, y el hecho merecería una detenida discusión, en las erráticas navegaciones entre las Filipinas y las Molucas). Quizá el más admirable logro de aquella empresa, y la más grande aportación a la geografía y a la historia, fue precisamente el de fijar de un modo muy aceptable las dimensiones del mundo que habitamos y la disposición de tierras y mares.
Algo más llevaban también nuestros navegantes. Una enorme cantidad de chucherías de escaso valor para un europeo, pero que para los indígenas de otros continentes eran preciosas. Ya hemos indicado antes que estos intercambios no pueden considerarse en absoluto inmorales o fraudulentos. Cada cual valora las cosas de acuerdo con su criterio, y para la otra parte el negocio podía ser tan ventajoso como para la de acá. Entre otros artículos, los expedicionarios llevaban miles de cuentas de vidrio ensartadas en hilos, paños y telas de colores, cuanto más chillones, mejor; gorros también coloreados, brazaletes, collares, peines, cincuenta docenas de tijeras, 900 espejos pequeños y 19 grandes, estos últimos para regalar a los jefes más importantes, y nada menos que «cuatrocientas docenas de cuchillos de Alemania, de los peores»: un detalle que ahora nos hace sonreir, pero es que para los recipiendarios todos los cuchillos capaces de cortar algo resultaban igualmente inapreciables. El negocio, en sí, fue magnífico: los supervivientes que lograron terminar la aventura traerían productos que valían en Europa un millón de veces más que todo lo que habían llevado.
En el último momento, ya a punto de partir, Carlos I reclamó a Magallanes algo que éste había prometido y no había cumplido hasta entonces: la distancia real a las Molucas, para dejar en claro que estas islas correspondían al ámbito de hegemonía española. Quería quedar a salvo de todas las reclamaciones de Portugal. Magallanes