Colándose entre esta turba de exagerados seguidores que identificaban la virtud política con el dinero para el alquiler, llegó en bandada una brigada que no padecía hambre, sino que se veía afectada por demasiado idealismo: intelectuales, reformistas e incluso individualistas inquebrantables que, a pesar de su carácter fraudulento y bufonesco, veían en Windrip un vigor atrevido que prometía un rejuvenecimiento del tullido y senil sistema capitalista.
Upton Sinclair escribió sobre Buzz y habló a su favor, al igual que en 1917 había defendido la entrada incondicional de Estados Unidos en la Gran Guerra (aunque fuera un pacifista inflexible), pues preveía que acabaría, sin lugar a dudas, con el militarismo alemán y, por tanto, con todas las guerras para siempre. Aunque la mayoría de los empresarios piratas se estremecían un poco al tener que relacionarse con Upton Sinclair, también entendían que, independientemente de los ingresos que tuvieran que sacrificar, solo Windrip podía iniciar la recuperación de los negocios. El obispo Manning, de la ciudad de Nueva York, resaltó que Windrip siempre hablaba de la Iglesia y sus pastores con veneración, mientras que Walt Trowbridge salía a pasear a caballo todos los domingos por la mañana y no se conocía ninguna ocasión en que hubiera telegrafiado a un familiar del sexo femenino en el Día de la Madre.
Por otra parte, el Saturday Evening Post enfureció a los pequeños comerciantes tras tildar a Windrip de demagogo y el Times neoyorquino, en su día demócrata independiente, era claramente anti-Windrip. Aun así, casi todas las publicaciones religiosas afirmaban que, con un santo como el obispo Prang como partidario, Windrip debía haber sido inspirado por Dios.
Incluso Europa participó en el espectáculo.
Con una simpatía de lo más pudorosa, explicando que no deseaban inmiscuirse en la política nacional estadounidense, sino únicamente expresar su admiración personal por Berzelius Windrip (ese gran defensor occidental de la paz y la prosperidad), llegaron representantes de varias potencias extranjeras a dar conferencias por todo el país: el general Balbo, muy popular por haber liderado el vuelo de Italia a Chicago en 1933; el Dr. Ernst (Putzi) Hanfstängl, un erudito que, aunque ahora vivía en Alemania y constituía una fuente de inspiración para todos los líderes patrióticos de la Recuperación Alemana, se había licenciado en la Universidad de Harvard y había sido el pianista más popular de su promoción; y el león de la diplomacia británica, el Gladstone de la década de 1930, el apuesto y refinado lord Lossiemouth, quien, como primer ministro, había sido conocido como el honorable Ramsay MacDonald, miembro del comité asesor del monarca.
Las esposas de los empresarios les agasajaban a los tres por todo lo alto. Además, consiguieron convencer a numerosos millonarios (quienes, con todo el refinamiento que les otorgaba su riqueza, consideraban vulgar a Buzz) de que, en realidad, constituía la única esperanza en el mundo para un eficaz comercio internacional.
El padre Coughlin echó una mirada a todos los candidatos y se retiró indignado a su celda.
La Sra. Adelaide Tarr Gimmitch, que sin duda habría escrito a los amigos que hizo en la cena del Rotary Club de Fort Beulah, si tan solo se acordara del nombre de la localidad, era un personaje bastante importante en la campaña. Se encargaba de explicarles a las votantes lo amable que había sido el senador Windrip al dejarles seguir votando (al menos por ahora); y cantaba “Berzelius Windrip fue a Wash”1 una media de once veces al día.
Aunque su principal tarea consistía en llegar a millones de personas a través de la radio, el mismísimo Buzz, el obispo Prang, el senador Porkwood (intrépido liberal y amigo de los trabajadores y los agricultores) y el director de un periódico y coronel Osceola Luthorne, también viajaron 27.000 millas en un periplo ferroviario de cuarenta días por todos los estados de la Unión, montados en el aerodinámico Vagón Especial de los Hombres Olvidados (de aluminio y color escarlata y plateado, con paneles de madera de ébano, aire acondicionado y motor diésel, tapizado con seda y acolchado con goma).
Además, albergaba un bar privado que nadie olvidaba, excepto el obispo.
Los precios de los billetes fueron el generoso obsequio de la unión de ferrocarriles.
Se pronunciaron más de seiscientos discursos, que abarcaban desde saludos de ocho minutos ante las multitudes que se congregaban en las estaciones, hasta diatribas de dos horas en auditorios y recintos feriales. Buzz estaba presente en todos, normalmente como protagonista; pero, a veces, padecía tal ronquera que solo podía saludar con la mano y graznar “¿qué tal estáis?” mientras le traducían Prang, Porkwood, el coronel Luthorne y tantos voluntarios (de entre su regimiento de secretarios, asesores y especialistas doctorados en historia y economía, cocineros, camareros y barberos) como pudieran engatusar para que dejaran de jugar a los dados con los periodistas, fotógrafos, ingenieros de sonido y locutores que les acompañaban. Tieffer, de la agencia de noticias United Press, calculó que Buzz apareció así, en persona, ante más de dos millones de personas.
Mientras tanto, volando casi a diario entre Washington y el lugar donde estuviera Buzz, Lee Sarason supervisaba a docenas de telefonistas y cantidad de taquígrafas que contestaban al día miles de llamadas, cartas, telegramas y cables (y a veces también abrían alguna caja con caramelos envenenados). El mismísimo Buzz estableció como norma que todas estas chicas debían ser guapas y razonables, estar absolutamente cualificadas y relacionadas con gente que tuviera influencia política.
Cabe destacar que, en este prostíbulo de “relaciones públicas”, Sarason no utilizó ni una sola vez “contactar” como verbo transitivo.
El honorable Perley Beecroft, candidato a la vicepresidencia, estaba especializado en las convenciones de órdenes fraternales, confesiones religiosas, agentes de seguros y viajantes.
El coronel Dewey Haik, que había presentado la candidatura de Buzz en Cleveland, tenía una función única en el mundo de las campañas políticas (constituía una de las invenciones más ingeniosas de Sarason). Haik no hablaba a favor de Windrip en los lugares más frecuentados y obvios, sino en marcos tan peculiares que su aparición salía en la prensa; Sarason y Haik se encargaban de que hubiera hábiles cronistas presentes para redactar la noticia. Tras volar en su propio avión, que recorría miles de millas a diario, soltaba sus discursos frente a nueve mineros estupefactos a los que alcanzó en una mina de cobre situada una milla por debajo de la superficie, mientras treinta y nueve fotógrafos les disparaban con sus cámaras; desde una lancha motora a una flota pesquera parada durante una niebla en el puerto de Gloucester; desde la escalinata del edificio de Depósito de los fondos federales, en Wall Street, al mediodía; a los aviadores y el personal de tierra del aeropuerto de Shushan, en Nueva Orleans (los pilotos solo se reían de él durante los primeros cinco minutos, hasta que empezaba a describir los valientes pero cómicos esfuerzos de Buzz Windrip por aprender a volar); a policías estatales, coleccionistas de sellos, jugadores de ajedrez en clubes secretos y constructores de elevados edificios en pleno trabajo; así como en cervecerías, hospitales, redacciones de revistas, catedrales, diminutas iglesias en cruces de carreteras, cárceles, manicomios y locales nocturnos, hasta que los directores artísticos empezaron a enviar a los fotógrafos notas internas del tipo: “¡Por el amor de Dios! ¡No más fotos del coronel Haik soltando el rollo en instalaciones deportivas ni en la trena!”
Pero, aun así, seguían usando las fotos.
Pues, el coronel Dewey Haik era un personaje con una luz casi tan intensa como la del mismísimo Buzz Windrip. Hijo de una familia de Tennessee venida a menos, con un abuelo general confederado y el otro, un Dewey de Vermont, había recogido algodón, se había convertido en un joven operador telegráfico, había conseguido acabar trabajosamente sus estudios en la Universidad de Arkansas y la facultad de derecho de la Universidad de Missouri, se había asentado como abogado en un pueblo de Wyoming y luego en Oregón y, durante la guerra (en 1936, cuando solo tenía cuarenta y cuatro años) había servido en Francia como capitán de infantería con honores. Tras regresar a Estados Unidos, fue elegido congresista y se convirtió en coronel de la milicia. Estudió historia militar, aprendió esgrima, a volar y a boxear; era un personaje estirado, pero poseía una sonrisa bastante