Esta tentativa de transferencia fracasó por completo. La enferma pareció no entenderse desde un principio con el médico, se agotó en una tenaz resistencia contra todo lo que con ella se emprendía, perdió el apetito y el sueño y no se repuso hasta que una amiga suya, que iba a visitarla al sanatorio, la sacó de él casi subrepticiamente y se la llevó a su casa, donde le prodigó sus cuidados. Poco tiempo después, precisamente el año de su primera visita a mi consulta, volvió a Viena y se puso de nuevo en mis manos.
La encontré mucho mejor de lo que por sus cartas me había imaginado. Animada y exenta de angustiosos temores, mostraba conservar a pesar de todo, gran parte de mi obra terapéutica. Se quejaba principalmente de frecuente confusión mental o, para decirlo con sus propias palabras, de tener «una tempestad en el cerebro». Además, padecía insomnios, se pasaba a veces llorando horas enteras y se entristecía al llegar determinada hora de la tarde (las cinco); esto es, la hora en que solía visitar a su hija enferma mientras ésta permaneció en un sanatorio. Tartamudeaba y castañeteaba la lengua con gran frecuencia, se retorcía las manos como si estuviese encolerizada, y cuando le pregunté si veía muchos animales, me respondió tan sólo: «¡Oh, calle usted!»
En la primera tentativa de hipnotizarla cerró enérgicamente los puños y gritó: «No quiero inyecciones de antipirina. Prefiero que no se me quite el dolor. No quiero ver al doctor R.; me es muy antipático.» Se hallaba, pues, dominada por la reminiscencia de una hipnosis en el sanatorio en que últimamente había residido, y se tranquilizó en cuanto la transferí a su situación presente.
Al principio mismo del tratamiento realicé un descubrimiento muy instructivo. Preguntada la paciente desde cuándo había vuelto a tartamudear, me respondió que desde un susto que había recibido aquel invierno, hallándose en D. Un camarero de la fonda en que habitaba se había escondido en su cuarto. En la oscuridad, creyó ella que se trataba de un gabán caído de una percha, y al ir a cogerlo se alzó de repente ante ella el intruso. Una vez borrada por sugestión esta imagen mnémica, no volvió a tartamudear sino imperceptiblemente, ni en la hipnosis ni en la vigilia; pero, movido yo por no sé qué impulso, me propuse someter el buen resultado obtenido a una prueba definitiva, y al volver aquella tarde le pregunté, aparentando la mayor inocencia, como había de hacer, al irme dejándola dormida, para cerrar la puerta de manera que nadie pudiese penetrar en la habitación. Con gran sorpresa mía se sobresaltó extraordinariamente al oír lo que antecede, comenzó a castañetear los dientes y retorcerse las manos, e indicó que en D. había recibido un susto de este género, pero no pude conseguir que me lo relatara. Sin embargo, pude observar que se trataba del mismo suceso que me había narrado por la mañana en la hipnosis y que yo creía haber borrado de su pensamiento. En la hipnosis siguiente me hizo ya un relato más detallado y fiel del mismo. Una tarde que paseaba presa de gran excitación por los pasillos de la fonda, halló abierta la habitación de la camarera que le servía y quiso entrar para sentarse allí un momento. La camarera intentó evitarlo, pero ella no hizo caso y al entrar vio junto a la pared un bulto oscuro, que luego resultó ser un hombre. Lo que movió a la enferma a hacerme un relato inexacto de esta pequeña aventura fue, sin duda, un matiz erótico. Pero de este modo me reveló que los relatos hechos por los enfermos en la hipnosis carecían, cuando eran incompletos, de todo efecto curativo, y a partir de este día me fui habituando a ver en el rostro de los pacientes cuándo me silenciaban una parte esencial de su confesión.
La labor que ahora había de llevar a cabo con esta enferma era la de anular, por medio de la sugestión hipnótica, las impresiones desagradables que había recibido durante el tratamiento de su hija y durante su propia estancia en el sanatorio alemán. Se hallaba colmada de ira contra el médico de dicho establecimiento que la había obligado, en la hipnosis, a deletrear la palabra «sapo», y me hizo prometerle que jamás le haría pronunciar tal palabra. En este punto me permití utilizar la sugestión un poco en broma, único abuso de la hipnosis, bien inocente por cierto, de que he de acusarme con esta paciente, asegurándole que su estancia en X quedaría en adelante tan alejada de su memoria, que ni siquiera recordaría bien el nombre de dicha localidad, dudando, cada vez que quisiera pronunciarlo, entre Valle… Monte…, Bosque…, y otros comienzos análogos. Así sucedió, en efecto, y pronto fue su vacilación al pronunciar tal nombre la única perturbación que se podía observar en el habla de la paciente hasta que, obedeciendo a una observación del doctor Breuer, la liberté de esta forzada paramnesia.
Mayor tiempo que con los restos de estos sucesos tuve que luchar con los estados que la enferma describía diciendo sentir una «tempestad en el cerebro». La primera vez que la vi en tal estado yacía sobre un diván con el rostro contraído, el cuerpo en constante inquietud, apretándose la frente entre las manos y repitiendo perdidamente el nombre de «Emmy», que era el suyo y el de su hija mayor. En la hipnosis explicó que aquel estado constituía la repetición de los muchos ataques de desesperación que solían acometerla durante la enfermedad de su hija, después de largas horas de meditar en vano cómo sería posible remediar el fracaso del tratamiento. Cuando entonces comenzaba a sentir que sus ideas se embrollaban, se habituó a repetir en alta voz el nombre de su hija, sirviéndose de él como un punto de apoyo para recobrar la lucidez, pues por aquellos días, en los que el estado de su hija le imponía nuevos deberes y sentía que la nerviosidad volvía a dominarla, se había propuesto que lo que se refiriera a aquella hija debía ser respetado con su confusión mental, aunque todo lo demás sucumbiese a ella.
Al cabo de algunas semanas quedaron también dominadas estas reminiscencias y la paciente recobró la salud; pero, a instancias mías, permaneció aún algún tiempo en observación. Próximo ya el día señalado para su partida de Viena, sucedió algo que relataré detalladamente, por arrojar viva luz sobre el carácter de la enferma y sobre la génesis de sus estados.
Un día que fui a visitarla a la hora del almuerzo la sorprendí en el momento en que arrojaba al jardín -donde lo recogieron los hijos del portero- un objeto envuelto en papeles. Interrogada, confesó que era el postre lo que así tiraba todos los días. Este descubrimiento me llevó a inspeccionar los demás restos de su almuerzo, comprobando que se lo había dejado casi todo. Preguntada por qué comía tan poco, me respondió que no acostumbraba a comer más y que le haría daño, pues era lo mismo que su difunto padre, el cual se mantuvo siempre extremadamente sobrio. Al enterarme luego de lo que bebía, me contestó que sólo toleraba líquidos de cierta consistencia, tales como la leche, el café, el cacao, etcétera, y que siempre que bebía agua natural o mineral se le estropeaba el estómago. Todo esto presentaba el sello inconfundible de una elección nerviosa. Efectué un análisis de orina y la encontré muy concentrada.
Consideré, pues, conveniente aconsejarle que bebiese más agua y me propuse aumentar también su alimentación. No se hallaba excesivamente delgada, pero de todos modos me pareció deseable algo de sobrealimentación. Pero cuando en mi visita siguiente le prescribí un agua mineral alcalina y le prohibí que arrojase al jardín el postre, se excitó visiblemente y me dijo: «Lo haré porque usted me lo manda, pero desde ahora le aseguro que me sentará mal, pues es contrario a mi naturaleza, y ya a mi padre le pasaba lo mismo.» En la hipnosis le pregunté luego por qué no podía comer más ni beber agua, contestándome ella, de muy mal humor, que lo ignoraba. Al día siguiente me comunicó la enfermera que la paciente había comido bien, sin dejarse nada, y bebido un vaso entero de agua alcalina. Pero, al entrar a verla, la encontré tendida en el diván, profundamente malhumorada y quejándose de dolor