—¿Está ahí? Otra gritó, temblorosa.
—¡Se hundió! —y se reunieron todos para mirar a popa. No vieron luces. Todo era negro. Una tenue llovizna fría les golpeaba el rostro. El bote se sacudía un tanto. Los dientes castañetearon cada vez con mayor velocidad, se interrumpieron y volvieron a castañetear otras dos veces, antes que el hombre pudiese dominar sus temblores lo bastante para decir:
—Ju-ju-justo a ti-tiem-po… brrr.
Reconoció la voz del jefe de máquinas que decía, mal humorado:
—Lo vi hundirse. En ese momento di vuelta la cabeza por casualidad.
El viento había amainado casi por completo.
Miraron en la oscuridad, con la cabeza vuelta a medias hacia barlovento, como si esperasen escuchar gritos. Al principio se sintió agradecido de que la noche hubiese cubierto la escena ante sus ojos, y después, el hecho de saberlo, y sin embargo no haber visto ni oído nada le pareció, en cierta forma, el punto culminante de una tremenda desdicha.
—Extraño, ¿verdad? —murmuró, interrumpiéndose en su inconexa narración.
A mí no me pareció extraño. Pero él debió tener la convicción inconsciente de que la realidad no podía ser ni la mitad de mala ni la mitad de angustiosa, atroz y vengadora que la creada por el terror de su imaginación. Creo que en ese primer momento, el corazón se le estrujó con todos los sufrimientos, que su alma conoció el sabor amulado de todo el miedo, el horror, la desesperación de ochocientos seres humanos aplastados en la noche por una muerte repentina y violenta, pues de lo contrario, ¿por qué habría dicho?
—Me pareció que debía saltar del maldito bote y volver nadando para ver… media milla… más… cualquier distancia… hasta el lugar mismo.
¿Por qué ese impulso? ¿Entienden el significado? ¿Por qué hasta el punto mismo? ¿Por qué no ahogarse allí… si pensaba ahogarse? ¿Por qué hasta el punto mismo, para ver… como si su imaginación tuviese que ser apaciguada por la seguridad de que todo había terminado, antes que la muerte pudiese brindarle alivio? Desafío a cualquiera de ustedes a que ofrezca otra explicación. Fue una de esas visiones insólitas y emocionantes a través de la bruma.
Una extraordinaria revelación. Lo dijo como lo más natural que se podía decir. Luchó contra el impulso, y entonces adquirió conciencia del silencio. Me lo mencionó. Un silencio del mar, del cielo, fusionados en un silencio indefinido e inmenso como la muerte, en torno de esas vidas salvadas y palpitantes.
—En el bote se habría podido oír la caída de un alfiler —dijo, con una rara contracción de los labios, como un hombre que trata de dominar sus sensibilidades mientras relata algún hecho conmovedor.
¡Un silencio! Sólo Dios, quien lo hizo tal como era, sabe qué efecto le produjo eso en el corazón. No creía que ningún lugar de la tierra pudiese estar tan calmo —dijo—. Era imposible distinguir el mar del cielo; nada que ver, y nada que oír. Ni un atisbo, ni una sombra, ni un sonido. Habría podido creerse que hasta el último trozo de tierra firme yacía ya en el fondo; que todos los hombres de la tierra, salvo yo y esos pobres diablos del bote, se habían ahogado.
Se inclinó sobre la mesa, con los nudillos apoyados entre tazas de café, copas de licor, colillas de cigarro.
—En apariencia, así lo creí. Todo había desaparecido y… todo estaba terminado… —lanzó un profundo suspiro—… Todo había terminado para mí.
Marlow se incorporó de pronto y arrojó su cigarro con fuerza. Dejó una veloz huella roja, como un cohete de juguete disparado a través de los cortinados de la trepadora. Nadie se movió.
—Eh, ¿qué les parece? —exclamó con repentina animación—. ¿No fue coherente consigo mismo, no lo fue? Su vida salvada había terminado por falta de suelo bajo los pies, por falta de visiones para sus ojos, por falta de voces en sus oídos. Aniquilación…
¡Eh! Y durante todo el tiempo sólo había un cielo nublado, un mar que no hendían, el aire que no se movía. Sólo una noche, sólo un silencio.
Duró un rato, y luego, de repente y en forma unánime, sintieron necesidad de producir algún ruido vinculado con su fuga.
—Desde el comienzo supe que se hundiría.
—Por un pelo.
—¡Una salvada milagrosa, caramba! Él nada dijo, pero la brisa que había cesado volvió, una corriente suave, cada vez más fresca, y el mar unió su voz murmurante a esa parlanchina reacción que reemplazaba los momentos de mudez y pavor. ¡Se había hundido! ¡Se había hundido! ¡Se había hundido! No cabía duda. No habrían podido ayudar. Repitieron las mismas palabras una y otra vez, como si no pudieran contenerse. Nadie dudaba de que se hundiría. Y las luces ya no existían. No había error. Las luces no se veían. No se podía esperar otra cosa. Tenía que hundirse… Él se dio cuenta de que hablaban como si nada hubiesen dejado detrás, aparte de un barco vacío. Llegaron a la conclusión de que no habría aguantado mucho tiempo, en cuanto empezó a hundirse. Ello pareció provocarles cierto tipo de satisfacción. Se aseguraron unos a otros que no habría tardado mucho: «Se hundió como una plancha». El jefe de máquinas declaró que la luz del mástil mayor, en el momento de hundirse, pareció caer «como un fósforo encendido que uno arroja». Al escuchar eso, el segundo lanzó una carcajada histérica.
—Me ale-legro, me ale-legro.
Los dientes le castañeteaban «como una matraca eléctrica», y de pronto rompió a llorar. Lloró y moqueó como un niño, conteniendo el aliento y sollozando:
—¡Ay, por Dios! ¡Ay, por Dios! ¡Ay, por Dios! Se callaba durante un instante y luego volvía a empezar:
—¡Oh, mi pobre brazo! ¡Oh, mi pobre brazo! —Sentí deseos de derribarlo de un golpe. Algunos estaban sentados en las velas de popa. Apenas distinguía sus contornos. Me llegaron algunas voces, murmullos, murmullos, gruñidos, gruñidos. Todo eso parecía muy difícil de soportar. Y, además, sentía frío. Y nada podía hacer. Pensé que si me movía caería por el costado y…
Su mano tanteó con cautela entró en contacto con un vaso de licor y se retiró de pronto, como si hubiese tocado un carbón al rojo blanco. Le empujé un poco la botella.
—¿No quiere beber más? —le pregunté. Me miró con furia.
—¿No le parece que puedo contarle lo que hay que contar sin necesidad de embriagarme? —preguntó. El pelotón de trotamundos había ido a acostarse. Estábamos a solas si se exceptúa una vaga forma blanca erguida en las sombras, que, al ser mirada, hizo además de adelantarse, vaciló, retrocedió en silencio. Se hacía tarde pero yo no apuré a mi invitado.
En medio de su estado de desolación, escuchó que sus compañeros insultaban a alguien.
—¿Qué le impedía saltar, pedazo de lunático? —dijo una voz gruñona. El jefe de máquinas abandonó la cámara del bote y se lo oyó trastabillar hacia delante, como con intenciones hostiles contra «el máximo idiota que jamás haya existido». El capitán gritó, con ronco esfuerzo, epítetos ofensivos desde donde se hallaba sentado, con los remos. Jim levantó la cabeza ante el estrépito, y oyó el nombre «George» mientras una mano, en la oscuridad, lo golpeaba en el pecho.
—¿Qué puede decir en su defensa, tonto? —preguntó alguien con una especie de virtuosa furia.
—Me buscaban —dijo—. Me insultaban… me insultaban… con el nombre de George.
Se detuvo para mirar, trató de sonreír, apartó la vista y continuó.
—El pequeño segundo me acerca la cabeza hasta