—De ningún modo —respondió el tío—. No permitiré que sus estudios se desordenen tanto. Más tarde, cuando haya logrado, por su esfuerzo, un lugar destacado en la vida profesional, le permitiré con el mayor placer que acepte una invitación tan amable y que tanto le honra, y por más tiempo aún.
«¡Cuántas contradicciones!», pensó Karl.
El señor Pollunder se puso triste.
—En verdad, para una sola velada, y una noche nada más, casi no vale la pena.
—Precisamente es lo que pienso —dijo el tío.
—Debemos aceptar lo que se dé —repuso el señor Pollunder, ya de nuevo sonriente—. ¡Entonces, espero! —exclamó dirigiéndose a Karl; y éste, ya que el tío no decía nada más, salió de prisa.
Al volver pocos momentos después, pronto para el viaje, ya sólo encontró en la oficina al señor Pollunder; el tío se había ido. El señor Pollunder, muy feliz, estrechó a Karl ambas manos, como si quisiera cerciorarse en la forma más convincente posible de que Karl, pese a todo, iría con él. Karl estaba muy acalorado todavía de tanta prisa, y también él por su parte estrechó las manos del señor Pollunder, pues se alegraba de poder hacer la excursión.
—¿No se habrá disgustado mi tío porque voy?
—¡Qué va! Él no decía todo esto muy en serio. Lo que sucede es que se toma muy a pecho su educación.
—¿Se lo dijo él mismo? ¿Le dijo él mismo que no había dicho tan en serio lo de antes?
—Pero claro —dijo el señor Pollunder estirando las palabras y demostrando con ello que no sabía mentir.
—Es curioso de qué mala gana me dio el permiso de hacerle esta visita, a pesar de ser usted su amigo.
Tampoco el señor Pollunder, aunque no lo confesara abiertamente, podía encontrar la explicación que viniera al caso; y tanto el uno como el otro, mientras iban atravesando el cálido atardecer en el automóvil del señor Pollunder, siguieron reflexionando largo rato todavía acerca de ello, aunque se habían puesto a hablar de otras cosas en seguida.
Iban sentados muy juntos; y el señor Pollunder, mientras contaba, mantenía la mano de Karl en la suya. Muchas cosas quería saber Karl sobre la señorita Klara, como si se impacientara con el largo viaje, como si los relatos pudieran ayudarle a llegar antes de lo que en realidad llegaría.
A pesar de que nunca hasta entonces había viajado por la noche a través de las calles de Nueva York y de que el alboroto que inundaba aceras y calzada venía precipitándose como un torbellino y cambiando de dirección a cada instante como si no fuese originado por los hombres, como si fuese más bien un extraño elemento, Karl, mientras trataba de comprender exactamente las palabras de su acompañante, no se preocupaba de otra cosa que del chaleco oscuro del señor Pollunder, sobre el cual colgaba, tranquilamente, una cadena de oro. Desde las calles por las cuales el público se precipitaba —con evidente temor de retrasarse, dando alas a su paso y en vehículos lanzados a toda velocidad— hacia los teatros, llegaron ellos a través de barrios intermedios a los suburbios, donde su automóvil fue desviado repetidas veces hacia calles laterales por agentes de policía montada, puesto que las grandes arterias estaban ocupadas por una manifestación de los obreros metalúrgicos en huelga, y sólo se podía permitir el tránsito indispensable de coches en los puntos de cruce. Si luego, saliendo de calles más oscuras donde el eco resonaba sordamente, atravesaba el automóvil una de esas grandes arterias que parecen verdaderas plazas, aparecían —hacia ambos costados y en perspectivas que nadie podía abarcar con la mirada hasta su fin— repletas las aceras de una muchedumbre que avanzaba a pasos minúsculos y cuyo canto era más uniforme que el de una sola voz humana. En cambio, sobre la calzada que se mantenía libre, veíase de vez en cuando a algún agente de policía sobre una cabalgadura inmóvil, o a portadores de banderas o de carteles con leyendas, tendidos a través de la calle, o a algún caudillo de los obreros rodeado de colaboradores y ordenanzas, o algún coche de los tranvías eléctricos que no se había refugiado con la rapidez suficiente y que ahora se hallaba ahí detenido, vacío y oscuro con el conductor y el cobrador sentados en la plataforma. Pequeños grupos de curiosos se detenían lejos de los verdaderos manifestantes y no abandonaban sus sitios, pese a que seguían sin darse cuenta cabalmente de lo que en realidad acontecía. Y Karl descansaba, contento, en el brazo con que el señor Pollunder lo había rodeado; la convicción de que pronto sería huésped bienvenido en una quinta iluminada, rodeada de muros, vigilada por perros, lo satisfacía sobremanera y aunque ya no entendiese sin fallas o al menos ininterrumpidamente todo lo que decía el señor Pollunder, debido a la somnolencia que iba apoderándose de él, reaccionaba, sin embargo, de tiempo en tiempo, restregándose los ojos, para volver a cerciorarse, por otro rato, de si el señor Pollunder notaba o no que tenía sueño, pues esto quería él evitarlo a toda costa.
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Capítulo III
Una quinta en las afueras de Nueva York
—Hemos llegado —dijo el señor Pollunder precisamente en uno de esos momentos en que Karl era vencido por el sueño.
El automóvil hallábase detenido delante de una quinta que, a la manera de las quintas de la gente rica de los alrededores de Nueva York, era más amplia y más alta de lo que generalmente exige una quinta destinada a una sola familia. Puesto que únicamente la parte inferior de la casa estaba iluminada, ni siquiera se podía apreciar hasta dónde llegaba su altura. Delante susurraban unos castaños, por entre los cuales —el enrejado ya estaba abierto— un camino breve conducía hasta la escalinata de la casa. A juzgar por el cansancio que sentía al apearse, Karl creyó comprobar que, a pesar de todo, el viaje había llevado bastante tiempo. En la oscuridad de la avenida de castaños oyó una voz de muchacha que decía junto a él:
—Pues aquí está por fin el señor Jakob.
—Me llamo Rossmann —dijo Karl tomando la mano que se le tendía, mano de una muchacha cuyos contornos distinguía ahora.
—Sólo es sobrino de Jakob —dijo el señor Pollunder a guisa de explicación—, y se llama Karl Rossmann.
—Esto no quita nada a nuestra alegría de verlo aquí —dijo la muchacha, que no daba mucha importancia a los nombres.
Sin embargo, Karl, mientras se encaminaba hacia la casa entre el señor Pollunder y la muchacha, no dejó de preguntar:
—¿Es usted la señorita Klara?
—Sí —dijo ella, y ya un poco de luz que venía de la casa y ayudaba a distinguir mejor las cosas, caía sobre su rostro, que se mantenía inclinado hacia él—, es que no quería presentarme en esta oscuridad.
«¿Pero nos habrá esperado junto a la reja?», pensó Karl despertando Poco a poco mientras andaba.
—Además tenemos otro huésped esta noche —dijo Klara.
—¡No es Posible! —exclamó Pollunder, disgustado.
—El señor Green —dijo Klara.
—¿Cuándo ha llegado? —preguntó Karl como embargado por un presentimiento.
—Hace un instante. ¿No habéis oído su automóvil que venía delante del vuestro?
Karl levantó los ojos hacia Pollunder para cerciorarse de cómo juzgaba éste el asunto, pero él sólo conservaba las manos en los bolsillos de sus pantalones y se limitaba a dar mayor ímpetu a sus pasos, mientras andaba.
—De nada sirve que uno viva apenas en las afueras de Nueva York. Así no le ahorran a uno las molestias. Tendremos que trasladar nuestra residencia más lejos aún, sin falta; aunque yo tenga que viajar durante la mitad de la noche para llegar a casa.
Junto a la escalinata se detuvieron.
—Pero el señor Green no ha estado aquí desde hace muchísimo