Todo esto resulta más decisivo aún si a estas altas horas de la noche se decide ir a casa de un amigo, para ver cómo está.
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Resoluciones
Salir de un estado de melancolía debiera ser fácil, aun a fuerza de simple voluntad. Trato de levantarme de la silla, rodeo la mesa, muevo la cabeza y el cabello, hago destellar los ojos y distiendo los músculos. Desafiando mis propios deseos, saludo con entusiasmo a A. cuando viene a visitarme, tolero amablemente a B. en mi habitación, y a pesar del sufrimiento y devoro a grandes bocados todo lo que dice C.
Pero a pesar de todo, con un simple desliz que no hubiera podido evitar, destruyo toda mi labor, lo fácil y lo difícil, y me veo preso nuevamente en el mismo círculo anterior.
Por lo tanto, tal vez sea mejor soportarlo todo con pasividad, comportarse como una simple masa, y si uno se siente arrastrado, no dejarse inducir al menor paso innecesario, contemplar a los demás con la mirada de un animal, no sentir ningún remordimiento en fin, ahogar con una sola mano el fantasma de vida que aún subsista, es decir, aumentar en lo posible la postrera calma sepulcral, y no dejar subsistir nada más.
El movimiento característico de este estado consiste en frotar el dedo meñique sobre las cejas.
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La excursión a la montaña
—No lo sé —exclamé sin voz—, realmente no lo sé. Si no viene nadie, nadie viene. No hice mal a nadie, nadie me hizo mal, y sin embargo nadie quiere ayudarme.
Absolutamente nadie. Y sin embargo no es así. Es simple: nadie me ayuda; si no, absolutamente nadie me gustaría. Me gustaría mucho —¿por qué no?—hacer una excursión con un grupo de absolutamente nadie. A la montaña como es natural: ¿adonde, si no? ¡Cómo se apiñan esos brazos extendidos y entrelazados, esos pies con sus innúmeros pasos! Claro que todos están de etiqueta. Vamos tan contentos, el viento se cuela en los intersticios del grupo y de nuestros cuerpos. En la montaña nuestras gargantas se sienten libres. Es asombroso que no cantemos.
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Desgracia de soltero
Es tan terrible quedarse soltero, ser un viejo intentando de conservar la dignidad, suplicando una invitación cada vez que se quiere pasar una velada en compañía de otros seres; estar enfermo y desde el rincón de la cama contemplar durante semanas el cuarto vacío, despedirse siempre ante la puerta de la calle, no subir nunca las escaleras junto a su mujer, tener sólo una habitación con puertas laterales que conducen a habitaciones de extraños, traer la cena a casa en un paquete, tener que admirar a los niños de los demás y ni siquiera poder seguir repitiendo “No tengo”, modelar el aspecto y el proceder según el modelo de uno o dos solterones que se conoció cuando era joven.
Así será, pero también hoy y más tarde, en realidad, será uno mismo quien está allí, con un cuerpo y una cabeza reales, y también una frente, para poder golpeársela con la mano.
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El comerciante
Sin duda algunas personas se compadecen de mí, pero no me doy cuenta. Mi pequeño negocio me llena de preocupaciones, me hace doler la frente y las sienes, adentro, sin ofrecerme a cambio perspectivas de alivio, porque mi negocio es pequeño.
Debo preparar las cosas con anticipación, durante horas, vigilar la memoria del empleado, evitar de antemano sus temibles errores, y durante una temporada prever la moda de la temporada próxima, no entre las personas de mi relación, sino entre inescrutables campesinos.
Mi dinero está en manos desconocidas; las finanzas me son incomprensibles; no adivino las desgracias que pueden sobrevenirles; ¡cómo hacer para evitarlas! Tal vez unos se han vuelto pródigos, y ofrecen una fiesta en un restaurante y otros se demoran un momento en esa misma fiesta, antes de huir a América .
Cuando cierro el negocio después de un día de labor y me encuentro de pronto con la perspectiva de esas horas en que no podré hacer nada para satisfacer sus ininterrumpidas necesidades, vuelve a apoderarse de mí, como una marea creciente, la agitación que por la mañana había logrado alejar, pero ya no puedo contenerla y me arrastra sin rumbo.
Y sin embargo no sé sacar ventaja de este impulso, y sólo puedo volver a mi casa, porque tengo la cara y las manos sucias y sudadas, la ropa manchada y polvorienta, la gorra de trabajo en la cabeza, y los zapatos desgarrados por los clavos de los cajones. Vuelvo como arrastrado por una ola, haciendo chasquear los dedos de ambas manos, y acaricio el cabello de los niños que surgen a mi paso.
Pero el camino es corto. Apenas estoy en mi casa, abro la puerta del ascensor y entro.
Allí descubro de pronto que estoy solo. Otras personas, que deben subir escaleras, y por lo tanto se cansan un poco, se ven obligadas a esperar jadeando que les abran la puerta de su domicilio, y tienen así una excusa para irritarse e impacientarse; luego entran en el vestíbulo, donde cuelgan sus sombreros, y sólo después de atravesar el corredor, a lo largo de varias puertas con cristales entran en su habitación, y están solos.
Pero yo ya estoy solo en el ascensor, y miro de rodillas el angosto espejo. Mientras el ascensor comienza a subir, digo:
—¡Quietas, retroceded! ¿A dónde queréis ir, a la sombra de los árboles, detrás de los cortinajes de las ventanas, o bajo el follaje del jardín?
Hablo entre dientes, y la caja de la escalera se desliza junto a los vidrios opacos como un río torrentoso.
—Volad lejos; vuestras alas, que nunca pude ver, os llevarán tal vez al valle del pueblo, o a París, si allá queréis ir.
“Pero aprovechad para mirar por la ventana, cuando llegan las procesiones por las tres calles convergentes, sin darse paso, y se entrecruzan para volver a dejar la plaza vacía, al alejarse las últimas filas. Agitad vuestros pañuelos, indignaos, emocionaos, elogiad a la hermosa dama que pasa en coche.
“Cruzad el arroyo por el puente de madera, saludad a los niños que se bañan, y asombraos ante el ¡Hurra! de los mil marineros del acorazado distante.
“Seguid al hombre poco distinguido, y cuando lo hayáis acorralado en un corredor, robadle, y luego contemplad, con las manos en vuestros bolsillos, cómo prosigue su camino tristemente por la calle izquierda.
“Los policías, galopando dispersos, frenan sus cabalgaduras y os obligan a retroceder. Dejadles, las calles vacías les desanimarán, lo sé. Ya se alejan, ¿no os lo dije?, cabalgando de dos en dos, con lentitud al volver las esquinas, y a toda velocidad cuando cruzan la plaza.
Y entonces debo salir del ascensor, mandarlo hacia abajo, hacer sonar la campanilla de mi casa, y la criada abre la puerta, mientras yo la saludo.
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Contemplación distraída
¿Qué podemos hacer en estos días de primavera, que ya se aproximan rápidamente? Esta mañana temprano, el cielo estaba gris, pero si ahora uno se asoma a la ventana, se sorprende y apoya la mejilla contra la falleba.
Abajo, se ve la luz del