Mejor que todos conocía las víctimas que el don Juan de Vetusta iba haciendo, le espiaba, seguía, como sus miradas, sus pasos, interpretaba sus sonrisas, y más de una vez (antes morir que confesarlo), más de una vez esperó el tiempo que solía tardar el otro en cansarse de una dama para procurar cogerla en las torpes y groseras redes de la seducción ronzalesca.
En tales ocasiones solía encontrarse con que aquellos platos de segunda mesa se los comía Paco Vegallana, el Marquesito.
Todo esto sabía Trabuco, pero no lo decía a nadie.
Negaba las conquistas de Mesía.
—Ya está viejo—solía decir—; no digo que allá en sus verdores, cuando las costumbres estaban perdidas, gracias a la gloriosa... no digo que entonces no haya tenido alguna aventurilla.... Pero hoy por hoy, en el actual momento histórico—el de Pernueces se crecía hablando de esto—la moralidad de nuestras familias es el mejor escudo.
Estas conversaciones se repetían todos los días; el objeto de la murmuración variaba poco, los comentarios menos y las frases de efecto nada. Casi podía anunciarse lo que cada cual iba a decir y cuándo lo diría.
Don Álvaro notó que su presencia había hecho cesar alguna conversación. Estaba acostumbrado a ello. Sabía el odio que le consagraba el de Pernueces y la admiración de que este odio iba acompañada. Le divertía y le convenía la inquina de Ronzal, gran propagandista de la leyenda de que era Mesía el héroe; y aquella leyenda era muy útil, para muchas cosas. También había conocido la imitación grotesca del Estudiante—él le llamaba así todavía—y se complacía en observarle como si se mirase en un espejo de la Rigolade . No le quería mal. Le hubiera hecho un favor, siendo cosa fácil. Algunos le había hecho tal vez, sin que el otro lo supiera.
Aunque sin aludir ya a la Regenta, se volvió a hablar de mujeres casadas.
Ronzal, como otros días, defendía en tesis general la moralidad presente, debida a la restauración.
—Vamos, que usted, Ronzalillo, en estos tiempos de moralidad...—dijo el alcalde, con su malicia de siempre.
Sonrió un momento Trabuco, pero recobrando la serenidad exclamó:
—Ni yo ni nadie; créanme ustedes. En Vetusta la vida no tiene incentivos para el vicio. No digo que todo sea virtud, pero faltan las ocasiones. Y la sana influencia del clero, sobre todo del clero catedral, hace mucho. Tenemos un Obispo que es un santo, un Magistral....
—Hombre, el Magistral... no me venga usted a mí con cuentos.... Si yo hablara.... Además, todos ustedes saben....
El que empleaba estas reticencias era Foja.
—El señor Magistral—dijo Mesía, hablando por primera vez al corro—no es un místico que digamos, pero no creo que sea solicitante.
—¿Qué significa eso?—preguntó Joaquinito Orgaz.
Se lo explicó Foja. Se discutió si el Magistral lo era. Dijeron que no Ronzal, Orgaz padre, el Marquesito, Mesía y otros cuatro; que sí Foja, Joaquinito y otros dos.
Ganada la votación, para contentar a la minoría, el presidente del Casino declaró imparcialmente que «el verdadero pecado del Provisor era la simonía».
El Marquesito, licenciado en derecho civil y canónico se hizo explicar la palabreja.
Según don Álvaro, la ambición y la avaricia eran los pecados capitales del Magistral, la avaricia sobre todo; por lo demás era un sabio; acaso el único sabio de Vetusta; un orador incomparablemente mejor que el Obispo.
—No es un santo—añadía—pero no se puede creer nada de lo que se dice de doña Obdulia y él, ni lo de él y Visitación; y en cuanto a sus relaciones con los Páez, yo que soy amigo de corazón de don Manuel, y conozco a su hija desde que era así—media vara—protesto contra todas esas calumniosas especies.
(Ronzal apuntó la palabra: él creía que se decía especias.)
—¿Qué especies?—preguntó el Marquesito, que para eso estaba allí.
—¿No lo sabes? Pues dicen que Olvidito está supeditada a la voluntad de don Fermín; que no se casa ni se casará porque él quiere hacerla monja, y que don Manuel autoriza esto, y....
—Y yo juro que es verdad, señor don Álvaro—gritó Foja.
—¿Pero cree usted, también que el Magistral haga el amor a la niña?
—Eso es lo que yo no sé.—Ni lo otro—dijo Ronzal. Mesía le miró aprobando sus palabras con una inclinación de cabeza y una afable sonrisa.
—Señores—añadió Trabuco, animándose—esto es escandaloso. Aquí todo se convierte en política. El señor Magistral es una persona muy digna por todos conceptos.
—Díjolo Blas.—¡Lo digo yo!—Como si lo dijera el gato. Hubo una pausa. El ex-alcalde no era un Joaquinito Orgaz.
Aquello de gato pedía sangre, Ronzal estaba seguro, pero no sabía cómo contestar al liberalote.
Por último dijo:—Es usted un grosero. Foja, que sabía insultar, pero también perdonaba los insultos, no se tuvo por ofendido.
—Yo lo que digo lo pruebo—replicó—; el Magistral es el azote de la provincia: tiene embobado al Obispo, metido en un puño al clero; se ha hecho millonario en cinco o seis años que lleva de Provisor; la curia de Palacio no es una curia eclesiástica sino una sucursal de los Montes de Toledo. Y del confesonario nada quiero decir; y de la Junta de las Paulinas tampoco; y de las niñas del Catecismo... chitón, porque más vale no hablar; y de la Corte de María... pasemos a otro asunto. En fin, que no hay por dónde cogerlo. Esta es la verdad, la pura verdad: y el día que haya en España un gobierno medio liberal siquiera, ese hombre saldrá de aquí con la sotana entre piernas. He dicho.
El ex-alcalde entendía así la libertad; o se perseguía o no se perseguía al clero. Esta persecución y la libertad de comercio era lo esencial. La libertad de comercio para él se reducía a la libertad del interés. Todavía era más usurero que clerófobo.
Aunque maldiciente, no solía atreverse a insultar a los curas de tan desfachatada manera, y aquel discurso produjo asombro.
¿Cómo aquel socarrón, marrullero, siempre alerta, se había dejado llevar de aquel arrebato? No había tal cosa. Estaba muy sereno. Bien sabía su papel. Su propósito era agradar a don Álvaro, por causas que él conocía; y aunque el presidente del Casino fingiera defender al canónigo, a Foja le constaba que no le quería bien ni mucho menos.
—Señor Foja—respondió Mesía, seguro de que todos esperaban que él hablase—hay cuando menos notable exageración en todo lo que usted ha dicho.
— Vox populi ...
—El pueblo es un majadero—gritó Ronzal—. El pueblo crucificó a Nuestro Señor Jesucristo, el pueblo dio la cicuta a Hipócrates.
—A Sócrates—corrigió Orgaz, hijo, vengándose bajo el seguro de la presencia de don Álvaro.
—El pueblo—continuó el otro sin hacer caso—mató a Luis diez y seis....
—¡Adiós! ya se desató—interrumpió Foja.
Y cogiendo el sombrero añadió:
—Abur, señores; donde hablan los sabios sobramos los ignorantes.
Y se aproximó a la puerta.—Hombre, a propósito de sabios—dijo don Frutos Redondo, el americano, que hasta entonces no había hablado—. Tengo pendiente una apuesta con usted, señor Ronzal... ya recordará usted... aquella palabreja.
—¿Cuál?—Avena. Usted decía que se escribe con h ...
—Y me mantengo en lo dicho, y lo hago cuestión personal.